jueves, 28 de octubre de 2010

HISTORIA DE LOS JUDÍOS, ESOS TIPOS TAN ENTRAÑABLES (VII). Jorge Álvarez.

EL PERÍODO ASMONEO Y LA CONSAGRACIÓN DE LA CORRUPCIÓN


“Apenas había terminado de hablar, cuando en presencia de todos se acercó un judío para quemar incienso en el altar que había en Modín, según el decreto del rey. Al verlo Matatías, se indignó hasta estremecerse; y llevado de justa indignación, fue corriendo y lo degolló sobre el altar. Al mismo tiempo mató al enviado del rey, que obligaba a sacrificar, y destruyó el altar. Así mostró su celo por la Ley, como había hecho Pinjás con Zimrí, el hijo de Salú.”
(I Macabeos, 2, 23-26)


Habíamos dejado al minúsculo territorio de Judá, algo menos de 2.000 kilómetros cuadrados, bajo el control de los nuevos amos de la región, los seléucidas de Siria. Los oligarcas judíos se las habían apañado para cambiar de bando lo más deprisa posible y de esta forma intentar que el cambio de amos no perjudicase su posición al frente de la comunidad judía. Y al principio todo parecía indicar que así sería.

Sin embargo, las cosas no tardaron en torcerse. Antíoco III se hallaba en la cumbre de su poder. Su imperio, recién aplastado el poderío cartaginés por Escipión en la batalla de Zama, era el único digno de tal nombre que podía desafiar la hegemonía de la emergente Roma. Antíoco optó por el desafío y marchó hacia occidente a través de Grecia. Su ejército fue destrozado por las legiones romanas en Magnesia en el 190 a.C. La paz de Apamea obligó a Antíoco a pagar una indemnización enorme, a retirarse de gran parte de Asia Menor y a renunciar a su flota. Varios altos dignatarios seléucidas, entre ellos uno de sus hijos, Antíoco, serían entregados como rehenes para asegurar el cumplimiento de estas cláusulas. El reino seléucida entró en crisis. Necesitaba recursos para pagar sus deudas a Roma. El rey Antíoco III comenzó a saquear a sus propios súbditos y en el año 187 fue asesinado por turbas de lugareños mientras intentaba expoliar las riquezas de un templo. Le sucedió su hijo Seleuco IV.

Por aquellas fechas, el sumo sacerdote de Judá era el sadoquita Onías III. Parece ser que en un principio las relaciones con el nuevo monarca fueron buenas. Seleuco confirmó los privilegios que su padre había concedido a los sacerdotes judíos. Aún así, las arcas del reino seguían necesitando dinero y las riquezas del Templo de Jerusalén resultaban tentadoras. Sin embargo al rey no le interesaba, en un momento de crítica debilidad, tomarlas por la fuerza y correr el riesgo de provocar una insurrección en Judá. Por ello intentó conseguir algunas de esas riquezas negociando con los gobernantes sadoquitas. Envió a Jerusalén a un ministro, Heliodoro, a ver qué podía conseguir. Onías III se percató de que el rey pretendía secar las riquezas del Templo, y por consiguiente las suyas propias, por lo que consideró más prudente sobornar a Heliodoro con una parte del tesoro.

No sabemos mucho acerca del fin de esta historia, pero sí es cierto que Seleuco IV murió asesinado en el 175 a. C. y que Heliodoro formaba parte de la conspiración que acabó con su vida. El hermano de Seleuco que había sido rehén de los romanos accedió al trono como Antíoco IV Epífanes y de nuevo intentó acceder a las riquezas del Templo de Jerusalén para restaurar la gloria del reino seléucida. Por diferentes razones no simpatizaba con el sumo sacerdote Onías. Por un lado lo veía como un freno para la helenización total de su reino y por otro, resulta muy probable que estuviera al tanto del trato bajo cuerda que había hecho con Heliodoro en contra de los intereses de su hermano Seleuco. El principio del fin de la casta sadoquita comenzó en este momento. Los miembros de este clan habían renunciado a cualquier consideración religiosa o ética y sólo pensaban en términos de poder y riqueza. Su ambición desmedida provocó divisiones internas que siempre favorecieron a sus enemigos.

Antíoco recibió a un hermano de Onías llamado Josué, que tenía algo importante que proponerle. Estaba dispuesto a entregarle una sustanciosa parte de los fondos del Templo si a cambio destituía a su hermano Onías y lo nombraba a él sumo sacerdote. También estaba dispuesto a transigir con la helenización de Judá, y como prueba cambió su nombre hebreo, Josué, por el griego Jasón. Antíoco aceptó de inmediato la tentadora oferta que le permitía, no sólo acceder a las anheladas riquezas del Templo, sino también librarse de Onías. Josué-Jasón cumplió sus compromisos. Entregó grandes sumas de dinero al rey y construyó un gimnasio en Jerusalén. Para los yahvistas ortodoxos un espacio público en el que los hombres se ejercitaban desnudos constituía, según su propia jerga oscurantista, una abominación. Lo curioso es que los más asiduos usuarios del gimnasio eran los hijos de los aristócratas judíos. Los niños bien de la casta sadoquita acudían a ejercitarse desnudos en el gimnasio mientras eran los representantes de las clases populares los que rechinaban los dientes ante la contemplación del fenómeno. Las cuestiones religiosas y morales se mezclaban sin duda con un creciente odio de clase.

Pero Jasón había sentado un peligroso y siniestro precedente que otros habrían de aprovechar. Un primo suyo llamado Onías se dirigió al rey Antíoco y le hizo otra oferta. Más dinero aún a cambio del cargo de sumo sacerdote. Antíoco aceptó de nuevo. Jasón fue depuesto y accedió al cargo su primo Onías que inmediatamente se cambió el nombre y se hizo llamar Menelao. El sumo sacerdocio cambiaba de manos según los sadoquitas se traicionaban unos a otros. Paolo Sacchi lo relata con claridad meridiana:

“ Por ello, los disidentes de Jerusalén se acostumbraron por así decirlo a tratar de apropiarse del sumo sacerdocio comprándolo directamente del rey seléucida.”[1]

Menelao era descendiente de un linaje sacerdotal, pero no del Sadoquita. Muchos judíos lo consideraban por esta razón un usurpador. Onías III, que como ya vimos había sido depuesto por las intrigas de su hermano Jasón, denunció a Menelao como un saqueador del Templo al servicio de un rey extranjero y buscó refugio en Antioquía. Para muchos judíos sadoquitas Onías encarnaba la legitimidad. Por esta razón Menelao ordenó su asesinato en el 170 a.C.

Los aristócratas yahvistas que habían convertido a Judá en una teocracia fanática y aislada del mundo al retorno del exilio, corrompidos hasta niveles inauditos estaban a punto de llevar, una vez más, a su pueblo a la ruina. Esta vez en forma de guerra civil.

Los enfrentamientos por el poder entre los sacerdotes de Jerusalén y las diferencias teológicas entre éstos y los asideos, estaban convirtiendo Judá en un polvorín. Sólo hacía falta una chispa para provocar la tragedia y ésta llegaría con la colaboración creciente del sumo sacerdote Menelao con los proyectos de helenización de Antíoco IV.

Éste se hallaba a la sazón, año 170 a.C., ante un desafío histórico de proporciones considerables. Con los fondos que tan generosamente le proporcionaban vasallos como Menelao, había decidido enfrentar a su reino seléucida una vez más contra Egipto, esta vez con el propósito de destruir a la dinastía tolomea.  Con su ejército avanzó sin problemas hasta la tierra de los faraones y derrotó a un ejército egipcio y conquistó Menfis. Después avanzó sobre la capital, Alejandría, sitiándola en el 169.

El momento fue aprovechado por el depuesto Jasón para desafiar a Menelao e intentar recuperar el sumo sacerdocio que éste le había usurpado. La violencia estalló en Jerusalén y partidarios de uno y otro comenzaron a matarse con saña. Antíoco no podía permitir en un momento crítico y tan cercano a un triunfo tan añorado, que una rebelión en su retaguardia le arrebatase la gloria que tenía al alcance de la mano. Debía acudir a Jerusalén y dar una lección a esos pelmazos súbditos que tantos quebraderos de cabeza le ocasionaban con sus estúpidas supersticiones y sus permanentes conspiraciones. Es fácil imaginar que este inoportuno incidente no puso a Antíoco precisamente de muy buen humor cuando marchaba al frente de sus tropas hacia Judá. Entró en Jerusalén, reprimió la revuelta, se llevó del Templo cuanto pudo y restauró a su fiel Menelao en el poder.

Un año después volvía a sitiar Alejandría. Pero mientras tanto algo había cambiado. Aprovechando el tiempo perdido por Antíoco en Judá, los tolomeos se habían puesto bajo la  protección de Roma. Un legado romano, Popilio Lenas, se plantó ante Antíoco a las puertas de Alejandría, le conminó a retirar el sitio y a regresar a Siria con su ejército. Antíoco pidió tiempo para reflexionar. El embajador romano no se lo concedió. Dibujando en la arena una circunferencia en torno al rey le obligó a adoptar una decisión antes de traspasar el círculo. Antíoco había sido rehén de los romanos y sabía de lo que éstos eran capaces. Levantó el sitio de Alejandría y su gigantesco ejército se retiró ante un solo romano desarmado.

No es fácil saber si el cambio de política de Antíoco IV hacia los judíos después de este episodio obedeció a afanes revanchistas o a la necesidad de desahogar su frustración emprendiéndola contra alguien más débil que Roma. Lo que sí es históricamente comprobable es que la política del rey hacia sus súbditos judíos cambió para peor. Posiblemente quería acabar con toda disidencia en Jerusalén, una ciudad en la que las conspiraciones y los desórdenes estaban a la orden del día. Es muy posible que, como señala Paolo Sacchi, sólo pretendiese convertir a la capital de Judá en una ciudad en la que pudiese confiar.[2] Seguramente Antíoco, un hombre formado en la cultura griega y que conocía igualmente bien la cultura romana, estaba convencido de que la religión judía era irracional, supersticiosa y oscurantista. Para un hombre cosmopolita y culto como él, las absurdas e interminables disquisiciones acerca de la pureza, de los rituales para sacrificar, de la observancia del sábado, le sonaban  más o menos como nos suenan hoy a nosotros las creencias religiosas de los incas. Para la mayoría de los historiadores judíos (y para muchos otros que no lo son pero que lo parecen), Antíoco IV quiso acabar con la religión judía y fue el primer gobernante que hizo bandera de la intolerancia religiosa. Sin embargo tales aseveraciones son disparatadas. Antíoco gobernaba sobre pueblos de muy distintas creencias y su política, igual que la de sus predecesores, fue la de la tolerancia religiosa con las comunidades sometidas a su imperio. Las medidas que, después de acontecimientos muy graves, adoptó contra la religión de los habitantes de Judá tuvieron carácter excepcional. Antíoco no hostigó ningún otro culto religioso dentro de las fronteras de su reino. Y tampoco intentó destruir el judaísmo, pero sí acabar con el yahvismo excluyente, al que consideraba (con bastante buen criterio según mi opinión personal), subversivo, peligroso y fanático. Aunque prohibió algunas prácticas que consideraba bárbaras, como la circuncisión, y mandó construir en el Templo un altar (suponemos que a Zeus), no destituyó al sumo sacerdote Menelao, no prohibió realizar ofrendas a Yahvé y por supuesto, no destruyó el Templo, cosa que podía haber hecho si hubiese pretendido realmente acabar con el judaísmo. Para Antíoco, la cuestión era más sencilla, los judíos podrían seguir haciendo sacrificios a Yahvé, pero debían igualmente aprender a convivir con los dioses griegos. Muchos judíos estaban dispuestos a llegar a ese compromiso. En Jerusalén el partido helenista de Menelao consideraba que había llegado el momento de convivir con el circundante mundo helénico y abandonar el aislamiento del yahvismo excluyente. Aunque tampoco faltaban los partidarios de volver a la ortodoxia. Pero fuera de Jerusalén, los judíos rurales se oponían violentamente a cualquier contaminación pagana. Y fue precisamente en un pequeño pueblo, Modín, a veinticinco kilómetros al noroeste de Jerusalén, donde comenzó la rebelión macabea.  

Un anciano de casta sacerdotal no sadoquita llamado Matatías vivía con sus cinco hijos en el pueblo de Modín. Cuando un funcionario real reunió a los judíos para que, siguiendo las instrucciones de Antíoco, realizasen sacrificios a Zeus, Matatías se abalanzó sobre un judío que había accedido a colaborar y lo degolló sobre el altar. Acto seguido asesinó al funcionario real y con sus hijos huyó a las montañas. Los libros bíblicos[3] de los Macabeos recogen con todo lujo de detalles las hazañas de estos judíos irreductibles.

Algo que llama la atención al asomarse al relato bíblico de la violenta reacción del anciano Matatías descrita en el primer libro de los Macabeos y cuya cita abre este capítulo, es la curiosa referencia del pasaje a Pinjás. Lo reproducimos de nuevo:

“Apenas había terminado de hablar, cuando en presencia de todos se acercó un judío para quemar incienso en el altar que había en Modín, según el decreto del rey. Al verlo Matatías, se indignó hasta estremecerse; y llevado de justa indignación, fue corriendo y lo degolló sobre el altar. Al mismo tiempo mató al enviado del rey, que obligaba a sacrificar, y destruyó el altar. Así mostró su celo por la Ley, como había hecho Pinjás con Zimrí, el hijo de Salú.”[4]

Esta alusión a Pinjás no es en absoluto anecdótica. El autor del libro sabía perfectamente lo que pretendía. Cuando lo escribió para mayor gloria de los Macabeos, éstos ya habían concluido exitosamente su rebelión y habían llegado a gobernar como reyes y sumos sacerdotes. Era preciso pues, justificar sus acciones. Y había un obstáculo que si bien a nosotros nos puede parecer ridículo, era casi insalvable para legitimar a los macabeos de cara a la posteridad. Matatías fundó una dinastía tras el triunfo de la revuelta que él y sus hijos encabezaron, la dinastía asmonea[5]. Sus descendientes que alcanzaron el sumo sacerdocio tenían un problema de legitimidad; Matatías no era del linaje de Sadoc. El autor de I Macabeos debía buscar la forma de dotar de autoridad Yahvista a los nuevos líderes de Judá. Y la halló en la historia siniestra que se recoge en el libro de los Números.

“En esto llegó uno de los hijos de Israel, e introdujo en medio de sus hermanos a una madianita, a los ojos mismos de Moisés y en presencia de toda la comunidad de los hijos de Israel, mientras éstos lloraban a la entrada del tabernáculo de la reunión. Viéndolo Pinjás, hijo de Eleazar, hijo de Aarón, sacerdote, se alzó en medio de la asamblea; y tomando una lanza, se fue tras el hijo de Israel, hasta la parte posterior de su tienda, y los alanceó a los dos, al hombre y a la mujer, en sus vientres, y cesó el azote entre los hijos de Israel. En aquella plaga murieron veinticuatro mil.
Habló Yahvé a Moisés, diciéndole: “Pinjás, hijo de Eleazar, hijo de Aarón, sacerdote, ha apartado mi furor de los hijos de Israel por el celo con que ha celado mi honor; por eso no he consumido yo en el furor de mi celo a los hijos de Israel. Por tanto, le dirás que yo hago con él una alianza de paz, alianza de un sacerdocio eterno, para él y para su descendencia, por haber hecho la expiación por los hijos de Israel”.[6]

Este sobrecogedor pasaje del Pentateuco[7] fue utilizado por el cronista de I Macabeos para legitimar el linaje sacerdotal de los asmoneos. La legitimación se basaba, hablando claramente, en una actitud de salvajismo incivilizado que repugna a cualquier conciencia no enferma. Los Macabeos, al asesinar a los impíos que osaban adorar a otros dioses o mezclarse con extranjeras, habían renovado la alianza de “sacerdocio eterno” hecha por Yahvé con el “justiciero” Pinjás[8]. Los yahvistas que redactaron el libro de los Números incorporaron este relato a la Biblia como un ejemplar episodio de celo por la ley y los Macabeos lo aprovecharon para justificar sus repugnantes agresiones fanáticas y sectarias y para legitimar su derecho al sumo sacerdocio.

La guerra que comenzó el anciano psicópata Matatías y que continuaron sus no menos perturbados hijos, los Macabeos, fue la primera Yihad, la primera guerra santa de la Historia. Sin duda, otra de las “geniales” aportaciones del judaísmo a la humanidad.

Los rebeldes comenzaron a actuar desde las montañas, terreno que no favorecía a las tropas mercenarias de Antíoco. La dirección militar de la guerra recayó en uno de los hijos de Matatías, Judas, y cuyo apodo de macabeo (martillo), originó el nombre con el que todos ellos pasaron a la Historia. El éxito acompañó muchas de las acciones guerreras de los Macabeos que se aprovecharon de una circunstancia que les resultó sumamente favorable. Al rey Antíoco se le abrió un frente infinitamente más peligroso para su reino que la rebelión campesina en Judá. Los partos, descendientes de los persas aqueménidas amenazaban las fronteras orientales de Siria. Antíoco destinó sus principales recursos económicos y militares a hacer frente al desafío parto. Apenas prestó atención a lo que consideraba una de las frecuentes algaradas que los judíos montaban de vez en cuando. Los pocos hombres que envió a Judá eran además soldados de segunda categoría.

Después de algunas escaramuzas victoriosas que los libros de los Macabeos describen como épicas batallas, la rebelión fue ganando adeptos. La guerra, más que contra los seléucidas, se libraba contra los judíos helenizados que los apoyaban. Los Macabeos y sus aliados asideos formaban un ejército campesino que controlaba las aldeas y los montes. Los saduceos se concentraban en Jerusalén y en algunas ciudades. Los rebeldes fueron tomando el control de aldeas y pueblos asaltándolos y pasando a cuchillo a todos los judíos que consideraban herejes. Desataron una ola de terror integrista destinada a sofocar cualquier disidencia. Una táctica que los sionistas habrían de copiar hasta sus más pequeños detalles unos veinte siglos después, cuando concibieron el Plan Dallet para la limpieza étnica que ejecutaron en Palestina entre 1947 y 1948. Pero a eso llegaremos en su debido momento.

Cuando el gobernador seléucida de Celesiria, Lisias, consiguió reunir un ejército respetable, Judas Macabeo contaba ya también con numerosos soldados que además luchaban movidos por el fanatismo yahvista. En el año 164 consiguió entrar en Jerusalén y adueñarse del Templo. Sin embargo no controlaba toda la ciudad. Una parte de ésta seguía en manos de los judíos partidarios de Menelao que contaban con el apoyo de la guarnición seléucida. Los Macabeos derribaron el altar a Zeus y realizaron una solemne ceremonia de purificación del Templo.[9] Aunque habían conseguido grandes triunfos, los rebeldes no se habían hecho con el poder completo de Judá. El partido saduceo helenista seguía controlando parte de Jerusalén y algunas poblaciones y parte del territorio seguía ocupado por tropas seléucidas. Judá estaba de hecho dividida física y espiritualmente y Jerusalén era algo parecido a lo que más tarde fue el Berlín dividido de la Guerra Fría. Y esta especie de empate parecía difícil de romper, pues aunque los Macabeos eran mayoría, no tenían la fuerza suficiente para expulsar a los seléucidas de Judá.

La situación desembocó en un período de unos treinta años de guerras, treguas y engaños. Los macabeos se beneficiaron de la decadencia del imperio seléucida, que se encontraba a merced de los romanos por occidente y que afrontaba la creciente amenaza de los partos por oriente. Después de Antíoco IV la inestabilidad política se estableció como rutina en Siria. Las disputas permanentes entre regentes y aspirantes al trono minaron la cohesión interna del reino. En momentos en los que la rebelión macabea estaba a punto de ser aplastada, una guerra civil seléucida salvaba a los rebeldes judíos.

La situación de empate técnico del año 164 se empezaba a resolver a favor de los macabeos. Lisias y su hombre en Judá Menelao perdieron el control de todas las zonas rurales. Los macabeos empezaron a expandirse incluso por territorios que no pertenecían a Judá y comenzaron a imponer por la fuerza el yahvismo a individuos que nunca antes lo habían profesado. La opción era la conversión o la muerte. ¿Se habían olvidado de que su rebelión se había originado por la negativa de Matatías a adorar a dioses extraños?

La expansión de la revuelta alarmó a Lisias, que se había convertido en ese momento en regente, el hombre fuerte de Siria. Lanzó un ejército una vez más contra los rebeldes, los derrotó y llegó a sitiar Jerusalén. En ese momento, la decadencia seléucida jugó una vez más a favor de los judíos. En Siria un general llamado Filipo dio un golpe de estado contra Lisias, proclamándose regente. Alarmado, Lisias no tuvo más remedio que pactar con los judíos para retornar a Siria y aplastar a su rival. El pacto consistía en que los seleúcidas se comprometerían a respetar la religión yahvista, no sólo en Jerusalén, sino en todo el territorio de Judá. El pacto acarreó la inmediata ejecución del sumo sacerdote Menelao y la restitución en el cargo de un descendiente de la estirpe de Aarón - Sadoc. El designado fue Alcimo, un helenista. Lo más importante de este pacto fue la desmovilización de los asideos, que ajenos a cualquier aspiración política, entendieron que no había ya motivo para seguir luchando. Este colectivo, mayoritario en  las filas macabeas, ya nunca volvería a ser movilizado.

Lisias pasó rápidamente a la historia cuando los romanos promovieron como rey  de Siria a un hijo de Seléuco IV, Demetrio I Soter que se impuso como rey después de un corto conflicto civil en el año 162. Demetrio confirmó a Alcimo como sumo sacerdote.

En este momento tiene lugar la aparición en Roma de unos desarrapados judíos con nombre griego enviados por el rebelde Judas Macabeo para tratar de ganar para su causa anti seleúcida a los invictos romanos. De esta forma, aunque la República de Roma aún no había decidido intervenir directamente en la zona, declaró su interés por la supervivencia de Judá, como arma para debilitar al reino sirio Seléucida. Paradójicamente, fueron los “héroes” judíos macabeos los que atrajeron la atención de Roma por el inhóspito secarral de Judá. Después habrían de lamentarlo.

En el 161 a.C., los macabeos, abandonados por los asideos, no eran ya más que lo que siempre habían sido, un clan familiar de asesinos fanáticos. Se refugiaron como peros acorralados en las colinas de Gofna volviendo a sus orígenes, es decir, viviendo como bandoleros. Demetrio I había vuelto a recuperar Judá para la corona seleúcida y podía haber ignorado a los revoltosos macabeos que no constituían más que una molestia aislada y sin posibilidades de expansión. Sin embargo, Judas y sus secuaces, habían vuelto a intentar involucrar a Roma en el conflicto. Demetrio no podía consentir algo así. Los seléucidas enviaron un ejército una vez más contra contra los macabeos. Esta vez, los revoltosos, solos, sin los asideos, fueron arrollados por el ejército de Demetrio y su caudillo Judas Macabeo cayó en la batalla. Los pocos supervivientes, liderados por otro de los hijos de Matatías llamado Jonatán y por un  hermano de éste llamado Simón, huyeron de nuevo hacia las montañas. La causa macabea parecía totalmente perdida, pero las disputas internas en Siria no cesaban. Demetrio se vio forzado a retirar fuerzas de Judá para mantener el trono y los macabeos aprovecharon la oportunidad para aumentar su actividad guerrillera. En el año 157 Demetrio, para pacificar la zona y poder concentrarse en la agitada política de su reino, decidió pactar, como ya había hecho Lisias, con los rebeldes judíos. Jonatán reconoció la autoridad seléucida y fue, a cambio, investido gobernador de Judá.

Cinco años después, Demetrio hubo de enfrentarse a un nuevo desafío a su autoridad. Un individuo llamado Alejandro Balas que pretendía ser hijo de Antíoco IV reclamó el trono y desató una guerra civil en Siria apoyado por el Egipto tolemaico. Tanto Demetrio como Balas intentaron ganar para su causa a Jonatán, y éste se dejó querer por ambos. Al principio aceptó apoyar al primero que le ofrecía ampliar el territorio de Judá, pero finalmente se pasó al bando de Balas cuando éste le ofreció el cargo de sumo sacerdote. En el año 152 d.C. Jonatán unió a su condición de gobernante civil de Judá la de sumo sacerdote. Los asideos no vieron con buenos ojos este nombramiento pues Jonatán no podía actuar como gobernante civil al no ser descendiente de David ni tampoco podía oficiar como sumo sacerdote pues no pertenecía a la dinastía de Sadoc. Los asideos, decepcionados por la deriva que tomaba la rebelión que habían apoyado, rompieron definitivamente con la casta sacerdotal de Jerusalén a la que consideraban ilegítima, y se apartaron de ella, por lo que comenzaron a ser llamados fariseos. Se concentraron en la lectura y el estudio de la Torá alejándose de la política. Con el tiempo se convertirían en los precursores del judaísmo que hoy todos conocemos.

A Jonatán le sucedió su hermano Simón mientras en Siria seguían las violentas disputas por el poder. La debilidad del nuevo gobernante sirio, Demetrio II, permitió a Simón alcanzar un grado de autonomía que rayaba en la independencia. Es a partir del reinado de Simón que se suele dar por finalizado el período de los Macabeos para hablar de la dinastía Asmonea.

Simón sería asesinado por su yerno Ptolomeo, pero un superviviente de la familia de Simón, Juan Hircano conseguiría alzarse con el poder. Después de nuevas disputas con Siria, Hircano se afianzó en el trono, consiguió crear un ejército respetable y aumentar el prestigio de Judea. Conquistó Idumea imponiendo la religión yahvista a los conquistados y uniendo el territorio al de Judea. Y después arrasó Samaria ampliando notablemente los confines de su reino. Sin embargo, los fariseos acabaron viendo con malos ojos esta expansión y se enfrentaron a Hircano, que buscó entonces el apoyo de los saduceos.

Después de un brevísimo reinado de Aristóbulo (el primero que ostentó oficialmente el título de rey) subió al trono Alejandro Janeo. Con él, los enfrentamientos con los fariseos continuaron hasta alcanzar el estado de abierta guerra civil. Según Flavio Josefo, Alejandro Janeo castigó con extrema crueldad el levantamiento fariseo haciendo crucificar a ochocientos de ellos después de haber degollado ante sus ojos a sus esposas e hijos. La guerra civil, siempre según Josefo, acabó con la vida de cincuenta mil judíos. De este episodio es importante llamar la atención sobre dos hechos: uno, la saña con la que las diferentes facciones judías podían llegar a enfrentarse, infligiéndose entre ellos castigos tan duros como los que en aquellos momentos se aplicaban a los vencidos extranjeros. Estas acciones no hacían otra cosa que convertir las diferencias entre las diferentes sectas en irreconciliables. El otro extremo relevante lo constituye el hecho del empleo masivo de la crucifixión como castigo entre judíos. Este dato relevante del que da cuenta Josefo suele ser pasado por alto cuando se discute sobre la responsabilidad de las autoridades judías en la crucifixión de Cristo. Pero sobre esto, volveremos en su momento.

Sucedió a Alejandro su esposa Salomé Alejandra en el año 76 a. de C. Intentó la reconciliación de la corona con los fariseos, lo que consiguió en parte, pero de ninguna forma consiguió la reconciliación entre éstos y los saduceos. Para evitar nuevos enfrentamientos entregó esferas de poder a ambas facciones. Aceptó que los fariseos se rigiesen por sus propios preceptos morales y religiosos. Nombró sumo sacerdote a su hijo mayor, Hircano II, para que en el futuro ciñese la corona. Al frente del ejército puso a destacados saduceos y en primer lugar a su hijo menor Aristóbulo II.

Tras la muerte de la reina en el año 67, sus dos hijos Hircano II y Aristóbulo II se enzarzaron en una violenta lucha por el trono y tras ella arrastraron de nuevo a las distintas facciones, al pueblo y al ejército. Los fariseos se alineaban mayoritariamente con Hircano y los saduceos y el ejército, básicamente mercenario, con Aristóbulo. La batalla de Jericó se decantó del lado de éste. Hircano renunció al trono y a continuar la guerra civil. En ese momento se produce la irrupción en la Historia de Antípatro (o Antípater) un notable de origen idumeo convertido al judaísmo por la fuerza en tiempos de Juan Hircano. Junto al rey nabateo de Petra, Aretas III, Antípatro se puso del lado de Hircano II, lo llevó a Petra y lo proclamó rey de Judea. Las tropas nabateas e idumeas sitiaron Jerusalén, pero no tenían fuerza para forzar sus murallas.

Mientras se sucedían estos acontecimientos en Judea la potencia emergente del Mediterráneo, Roma, había acabado finalmente con el reino seléucida sirio. Pompeyo se hallaba en Damasco en el año 63 y todos los principales actores del drama judío acudieron a él pidiéndole auxilio.

La resolución de este monumental lío se superpone con la guerra civil romana entre César y Pompeyo. Resumiendo brevemente; la astucia política del idumeo Antípatro, árabe de raza, judío de religión, helénico de cultura y romano por interés, acabó imponiéndose. Aunque Hircano II fue confirmado como sumo sacerdote por el propio Julio César , el poder político y militar del territorio, siempre bajo supervisión de Roma a través del procónsul de Antioquía y del procurador de Palestina, recayó en Antípatro y a su fallecimiento en Herodes el Grande.

[1] Paolo Sacchi, op. cit., p. 240.
[2] Palo Sacchi, op.cit., p. 244.
[3] Los dos libros de los Macabeos forman parte del canon bíblico católico, pero no del judío. La Tanak judía no los incluye porque aunque el original del primero fue escrito en hebreo por un autor judío, se perdió y sólo se conoce una versión escrita en griego. El segundo libro fue directamente escrito en lengua griega. No obstante, los Macabeos y su rebelión constituyen uno de los episodios históricos de los que más se enorgullecen los judíos. Para los mismos sionistas la fanática resistencia macabea fue siempre un ejemplo a seguir.
[4] I Macabeos, 2, 23-26
[5] Según Flavio Josefó Matatías era descendiente de un judío llamado Asmón. (N. del A.).
[6] Números 26, 6-13
[7] La historia de Pinjás es una de las muchas interpolaciones que los deuteronomistas-sacerdotales, redactores de las tradiciones orales J y E, incluyeron en éstas seiscientos o setecientos años después. Está imbuida por completo del fanatismo yahvista,  racista y excluyente que los líderes de la comunidad de Jerusalén querían imponer a sus súbditos a toda costa. La prohibición de los matrimonios mixtos instaurada por Nehemías y Esdras se legitimaba en falsificaciones de las antiguas tradiciones orales del tipo de la de Pinjás o del de la despedida de Josué (Josué 23, 4-9). (N. del A.).
[8] Como ocurre con muchos nombres hebreos (Moisés – Moshé), la transcripción a caracteres latinos de éste no es unánime. Los hebreos suelen transcribirlo como Pinjas, Pinjás o Pinhas y las Biblias católicas suelen escribir Finés. Miles de judíos actualmente llevan este nombre. Si usted le pregunta a alguno quién era Pinjás, él le contestará diciendo que no era más que un hombre “celoso de la Ley” y querido por Yahvé.
[9] Los judíos siguen celebrando este episodio en una de sus más solemnes fiestas religiosas, la Hanuká, que dura ocho días y que se celebra en fechas muy próximas a nuestra Navidad.

1 comentario:

  1. Muy enriquecedor y provechoso la saga sobre los victimistas genocidas, y un gran blog.

    Un saludo

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