SOBRE UN COLECTIVO INTOCABLE
Una característica común a todos los estudios historiográficos que abordan de un modo total o parcial la historia de los judíos, es el carácter absolutamente acrítico con el que tratan el tema objeto de estudio. Los autores, desde el comienzo, se alinean abierta y declaradamente a favor de los judíos y mantienen esta postura al tratar cualquier época, cualquier escenario geográfico, cualquier situación... Esta coincidencia absoluta en la admiración hacia los judíos resulta difícil de entender cuando éstos son un pueblo permanentemente polémico. Es un hecho, no una opinión, que a lo largo de su historia y en cualquier rincón del planeta, los judíos siempre han desatado, en mayor o menor medida, las iras de sus vecinos. Este hecho es sistemáticamente atribuido en todo momento y en todo lugar a la barbarie, al fanatismo, o a la envidia de los que han convivido con los judíos. A priori, se descarta cualquier tipo de responsabilidad de éstos a la hora de ganarse la animadversión de los demás. La crítica está ausente de prácticamente todos los libros que abordan la historia del pueblo judío o aspectos parciales de la misma.
El propósito de esta obra, que será inmediatamente tachada de antisemita por los judíos y por todas sus legiones de admiradores cristianos y laicos, es sencillamente, tratar a los judíos como si no fuesen intocables. Es decir, como si fuesen cualquier pueblo o colectivo normal sujeto a la crítica.
Existen multitud de obras históricas que abordan desde puntos de vista tremendamente críticos, e incluso abiertamente hostiles, la Historia del cristianismo, del islamismo, de los Estados Unidos, de España… Pero, hasta la fecha, no existe una obra de Historia general del pueblo judío con espíritu crítico. Creo estar en mi perfecto derecho de llenar esta laguna.
Lo primero que conviene entender acerca de los judíos es que cuando ellos en sus textos religiosos hablan del prójimo, no hablan de usted, lector cristiano, agnóstico o lo que sea. Para un católico, el prójimo es cualquier ser humano, independientemente de su raza o religión. Para un judío, en cambio, el prójimo es sólo otro judío. Los demás, los goyim,[1] estamos aquí para servirles a ellos. Sus textos así lo afirman y su praxis así lo demuestra desde tiempos remotos.
El judío debe cumplir un agobiante código religioso que necesariamente le segrega de los gentiles. Un judío no puede comer con un gentil, no puede comer alimentos preparados por gentiles pues están contaminados y son impuros, no puede casarse con un gentil… Con una religión que consagra bajo tremendas penas cualquier tipo de mezcla con individuos ajenos al pueblo elegido, paradójicamente, los judíos se desparramaron por el mundo romano a partir fundamentalmente de la segunda mitad del siglo I d.C. Se establecieron en todo el orbe romano creando comunidades judías en medio de muchos pueblos de diferentes razas y creencias.
Mucho antes de que el cristianismo se convirtiese en la religión oficial del Imperio, los judíos ya constituían comunidades cerradas sobre sí mismas. Creaban sus propios “barrios” y vivían de espaldas a los naturales del país en el que se habían establecido. Sólo se interesaban por éstos como clientes o potenciales clientes para sus negocios de compra y venta. Por lo tanto, es diametralmente falso que fuesen los cristianos quienes encerrasen a los judíos en guetos. El gueto fue siempre la forma de vida del judío de la diáspora. Sus preceptos religiosos excluyentes les impelían a este tipo de vida. No las leyes de los gentiles.
A partir de este momento, el del establecimiento en diferentes naciones de un pueblo que se considera elegido y superior a los demás, que considera pecado abominable cualquier mezcla o contacto desinteresado con los naturales de las naciones entre las que se establece, comienza la polémica andadura del pueblo judío.
En las páginas que siguen veremos con detalle esta andadura desde Moisés hasta hoy en día[2].
[1] Goyim es el término, a menudo despectivo, que el Talmud utiliza para referirse a los no judíos.
[2] Aviso al lector: suelo referirme a Yahvé, con mayúscula, cuando lo llamo por su nombre propio. En cambio suelo referirme a él simplemente como dios, con minúscula, cuando hablo, por ejemplo, del dios de Israel. Igual hago, empleando minúsculas, si hablo de los dioses griegos en general o con mayúscula si hablo de Zeus. Si hablo de Dios, con mayúscula, me refiero al Dios verdadero, es decir, al que seguimos los católicos.
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