Sesenta años de la “Pérdida de China”
(Este arículo está basado en la conferencia del mismo título pronunciada por el autor en Octubre de 2009 en la sede del Frente Nacional de Madrid).
El 1 de Octubre de 1949, un triunfante Mao, desde la Puerta de Tiananmen, proclamaba antes las masas la República Popular China. En las décadas siguientes, la siniestra conjunción de una política económica demencial y de una represión salvaje, causó la muerte a setenta millones de chinos. Sin embargo, tan sólo poco más de dos años antes de esta escena triunfal en Pekín, las tropas nacionalistas del Generalísimo Chiang Kai-shek habían expulsado a las fuerzas rojas de Mao de todas las ciudades importantes de China, las habían acorralado en zonas rurales, y les habían cortado sus líneas de suministros. Stalin, que aún no había desarrollado su bomba atómica no quiso involucrarse interviniendo a favor de Mao. En el verano de 1947 existía la percepción de que nada ni nadie podría impedir la derrota de Mao. Sin embargo, los Estados Unidos estaban dispuestos a evitarla. ¿Cómo fue posible?
En los círculos académicos de los Estados Unidos nadie ha olvidado una expresión que se acuñó en 1949 y que convulsionó durante más de una década a la clase política norteamericana, “the loss of China”. Para muchos congresistas, al igual que para gran parte del pueblo americano, la caída de China en la esfera comunista a finales de 1949 era algo inexplicable. Ese mismo año, en la Cámara de Representantes, un joven recién elegido llamado John F. Kennedy lanzó públicamente la siguiente acusación:
“La responsabilidad del fracaso de nuestra política exterior en el Lejano Oriente reside en la Casa Blanca y en el Departamento de Estado. Lo que nuestros jóvenes habían salvado (durante la segunda guerra mundial), nuestros diplomáticos y nuestro presidente lo han echado a perder.”
Sin embargo, toda historia tiene sus antecedentes.
La diplomacia norteamericana había empezado a considerar al Imperio Japonés el mayor peligro para sus intereses en Asia desde principios del Siglo XX, desplazando a la odiada Rusia zarista a un segundo plano de rivalidad. Esta hostilidad se incrementó inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, pues Japón, miembro de la coalición vencedora, se presentó como la única gran potencia en Asia después de que la caída del régimen monárquico zarista hubiese sumido temporalmente a Rusia en el caos y en la guerra civil.
China adquirió cada vez más un papel protagonista para el Departamento de Estado. Era evidente que Japón ansiaba colonizar parte de China para cubrir las necesidades de materias primas de las que carecía alarmantemente. Para Japón, Manchuria debía ser algo así como la India para el Imperio Británico. A principios de los años veinte, las riquezas de Extremo Oriente estaban firmemente controladas por Gran Bretaña, Francia, Holanda y Estados Unidos. Estas naciones imperialistas ocupaban y explotaban en su exclusivo beneficio la práctica totalidad del sudeste asiático. Uno de los pocos lugares a los que la rapiña del hombre blanco no había alcanzado era el Norte de China, pues el Sur y el Este estaban controlados por las potencias occidentales. Japón, si quería seguir creciendo como país industrializado, debía imitar a sus rivales occidentales y asegurarse un suministro de materias primas en alguna colonia, tal y como hacían los británicos en la India, los franceses en Indochina, los holandeses en sus Indias Orientales Holandesas o los norteamericanos en Filipinas. Éstos últimos, se fueron erigiendo poco a poco en los paladines de China, no para defenderla de la ocupación británica de sus principales enclaves económicos como Hong Kong o Shangai, sino para impedir a Japón crecer como potencia.
En Septiembre 1931 Japón decidió ocupar Manchuria. Por esas fechas, China vivía inmersa en una situación caótica. El poder estaba en manos del partido nacionalista, el Kuomintang, que, a las órdenes de Chiang Kai Shek había prácticamente acabado con el caos que durante décadas habían supuesto los señores de la guerra y los ejércitos de bandidos. El principal reto que le quedaba al Kuomintang para unificar y pacificar el país era acabar con la subversión comunista. Y en las vísperas del ataque japonés la superioridad material de los nacionalistas sobre los rojos era de 60 a 1. Aún así, Chiang no controlaba ni de lejos todo el territorio chino. Al sur, las potencias occidentales mantenían, con tropas, los enclaves estratégicos y comerciales y al Norte, en Manchuria, los japoneses habían creado su propia “India”, el Manchukúo. Los soviéticos, por su parte, temían que el expansionismo japonés alcanzase sus territorios más orientales(1). A nadie le interesaba menos una guerra contra el Imperio del Japón que al Kuomintang de Chiang Kai Shek. En ese momento había conseguido unificar bajo su mando gran parte de China, crear una administración centralizada que comenzaba a ser eficaz y además, tenía contra las cuerdas al ejército rojo de Mao Tse Tung y sus secuaces del PCCH.
La Segunda Guerra Mundial en Oriente, es decir, la guerra contra Japón, se superpuso en China a la lucha por el poder entre el gobierno del Kuomintang y las bandas armadas del Partido Comunista Chino, financiado, alimentado, entrenado, aleccionado y dirigido por agentes de la Komintern enviados desde Moscú.
La rapidez y la facilidad con la que los japoneses se hicieron con el control de Manchuria impresionó a Chiang. Comprendió con buen criterio que desencadenar una guerra abierta para expulsar a Japón de allí sólo habría servido para que las fuerzas del Kuomintang fueran destruidas, algo que sólo podría beneficiar a los comunistas. En cambio, decidió aprovechar políticamente el asunto de Manchuria para conseguir el apoyo diplomático a China y para unir al pueblo. Pero se abstuvo de lanzar a su ejército a una guerra que no podía ganar.
Sin embargo, las campañas de Chiang contra los comunistas progresaban con bastante éxito. El hostigamiento permanente de las tropas del Kuomintang al ejército rojo estaba surtiendo efecto.
La guerra civil China, mientras tanto, causaba profunda preocupación a la URSS porque debilitaba la capacidad de los chinos para combatir a los japoneses. Para los soviéticos, resultaba muy inquietante la presencia del ejército nipón de Kwantung en Manchuria y resultaba prioritario que las fuerzas chinas mantuviesen ocupados a los japoneses, alejándolos así de la tentación de dirigirse hacia territorio ruso. A mediados de los años treinta, la principal fuerza militar en China era, con diferencia, el ejército de Chiang. Después de la retirada de la Larga Marcha, las tropas rojas de Mao sólo estaban en condiciones de actuar como guerrillas. Los soviéticos, si querían mantener enredados a los japoneses en China se veían obligados a ayudar a las fuerzas nacionalistas de Chiang. Y así lo hicieron. Aunque nunca dejaron de ayudar igualmente a Mao. En 1936 los rusos mediaron para que las dos facciones chinas alcanzasen una tregua y se dedicasen a combatir a los japoneses.
La administración norteamericana también vio con agrado esta tregua.
La URSS y los EEUU ya habían puesto a Japón en su punto de mira. Stalin, como ya vimos, consideraba la presencia de un gran ejército nipón en Manchuria, con su enorme frontera con la URSS, como una amenaza. Conviene no olvidar que tan sólo 25 años antes, Rusia y Japón habían librado una brutal guerra en esa zona precisamente por la colisión de sus intereses en el Norte de China. Y que Japón había logrado una victoria abrumadora que minó el prestigio de la monarquía rusa contribuyendo a su posterior caída.
1.Por esa razón, la URSS se apresuró a reconocer diplomáticamente al Manchkúo como nación soberana, algo que sólo dos Estados más en el mundo llegaron a hacer, concretamente El Salvador y El Vaticano.
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