sábado, 2 de octubre de 2010

EL CONFLICTO CON EL MUNDO ÁRABE (I). Jorge Álvarez.

EL CONFLICTO CON EL MUNDO ÁRABE  

Si el Islam tiende a cristalizarse en una actitud xenófoba y extiende hasta las Indias las ramificaciones de sus conspiraciones, la causa de su hostilidad es más que visible. Si Europa hubiera adoptado una actitud totalmente opuesta, hubiera respetado al gobierno nacional turco, si hubiera instaurado un gobierno nacional en Siria y en Mesopotamia, si hubiera dado satisfacción a las reivindicaciones egipcias, el problema oriental ya no se plantearía.
(George Samné, 1921)[1]

El fuerte etnocentrismo que campa a sus anchas en nuestro feliz y satisfecho Norte occidental y democrático provoca en la mayoría de los europeos una total incomprensión hacia el mundo musulmán. La aparición del terrorismo islámico despierta un lógico rechazo en nuestras sociedades, pero casi nadie en ellas se pregunta cuáles han sido las razones para la aparición de este inquietante fenómeno ni de dónde proceden las frustraciones que lo nutren. Los sectores más reaccionarios de Europa y Norteamérica se están aprovechando del temor que la violencia islamista provoca en los ciudadanos para legitimar una nueva ofensiva neocolonialista que acabará imponiendo en las naciones árabes y en Irán gobiernos dóciles a los intereses de las grandes compañías occidentales, y sumisos ante el sionismo. El objetivo no es otro que acabar con los gobiernos nacionalistas que en los años 50 del siglo XX, durante la Guerra Fría, surgieron por todo Oriente Medio reclamando e imponiendo la nacionalización de la explotación de los recursos naturales de sus territorios y valiéndose para este propósito de la rivalidad entre el bloque capitalista y el socialista. La desaparición de este último a finales de los ochenta ha permitido a los Estados Unidos comenzar a ajustar las cuentas a los regímenes que tuvieron la osadía de desafiar su hegemonía mundial en las décadas anteriores.

Cualquiera que se haya molestado en leer algo sobre la historia reciente de las naciones árabes y musulmanas de Oriente Medio o que haya viajado a alguno de estos países y haya conversado con algún que otro ciudadano de a pie descubrirá de inmediato que la mayoría del pueblo árabe se siente humillada por la arrogancia de las naciones occidentales. En sus colegios y en sus universidades se enseña con todo lujo de detalles una historia que nosotros ignoramos y en su sentimiento colectivo están grabados de forma indeleble unos hechos que la mayoría de los occidentales desconocemos y que la minoría que los conoce, oculta. Muchos europeos no entienden por qué la causa fundamentalista gana cada vez más adeptos entre las masas árabes y desde su racionalista y pragmática mentalidad se asombran de una deriva hacia lo que para ellos no es más que una involución, una marcha atrás en la evolución de la Historia hacia el oscurantismo medieval. Sin embargo, son pocos los europeos que se preguntan ¿no será nuestra política hacia el mundo árabe la principal causa de esta radicalización de las masas islámicas? ¿No habremos estado nosotros empujando a los árabes hacia el integrismo al haber frustrado durante décadas todos sus procesos de emancipación? Sería bueno repasar de forma muy resumida los hechos que los árabes no olvidan y que nosotros pasamos por alto, los hitos históricos que han ido agotando su paciencia ante nuestra más absoluta indiferencia e incomprensión. Intentaré exponer brevemente estos sucesos de forma cronológica.

A casi cualquier acontecimiento histórico se le pueden buscar causas y fuentes remotísimas. En el caso que nos ocupa, podríamos encontrar algunas bastante más antiguas que las que voy a exponer, pero creo que el problema árabe tal y como lo enfrentamos hoy se origina básicamente en los comienzos del siglo XX.

¿Cuál era la situación de la mayoría de las actuales naciones árabes hace cien años? Casi todas ellas pertenecían al Imperio Otomano, que por aquel entonces era una sombra de lo que había sido dos siglos atrás. El control que los turcos ejercían sobre estos vastísimos territorios era bastante débil. En la práctica, se limitaban a dominar los principales enclaves estratégicos sin preocuparse demasiado por cómo se las componían en el resto del territorio las tribus y clanes nativos. No obstante, este control de los puntos vitales permitía a los turcos explotar en su beneficio la mayoría de los recursos principales de estas tierras. El resto, como ya sabemos, lo constituían gigantescas extensiones baldías y desiertos interminables que sólo se aventuraban a atravesar las tribus de beduinos. Por este motivo, Gran Bretaña y Francia, las naciones que por entonces dominaban medio mundo con sus vastos imperios coloniales, no habían mostrado demasiado interés en estos territorios. Sin embargo, un hecho iba a provocar un giro total a esta situación: a principios del siglo pasado el desarrollo de los motores de explosión convirtió casi de golpe al petróleo en un bien de importancia estratégica extrema. La ambición por controlar los yacimientos petrolíferos provocó, sobre todo en los británicos, una carrera a través del mundo para tratar de acaparar la mayor cantidad posible de ellos. El motivo era doble, beneficiarse de la explotación de estos recursos y al mismo tiempo privar a las naciones competidoras, sobre todo Francia y Alemania, del acceso a esta vital fuente de energía. En 1914, que Persia (Irán) y Mesopotamia (Irak), estaban situados sobre unas de las mayores bolsas de petróleo del planeta era algo que los británicos ya sabían y los franceses no ignoraban (sobre la riqueza petrolífera de Arabia aún no se tenía certeza). Por esa razón, desalojar a los turcos de estos territorios se había convertido en una prioridad absoluta para los gobiernos de las insaciables potencias coloniales. Además, para los británicos, la posibilidad de que una ofensiva turco-alemana procedente de Palestina les arrebatase el control del Canal de Suez estrangulando las comunicaciones con sus dominios en Mesopotamia, Afganistán y la India, les quitaba literalmente el sueño.  Así, de repente, un inhóspito secarral se convirtió en objeto de la codicia occidental. Hay historiadores que defienden que el verdadero motivo de la Primera Guerra Mundial fue el choque entre los Imperios Centrales y los Occidentales por controlar los recursos petrolíferos de Oriente Medio, y que otras causas generalmente aducidas, son menores o en algunos casos meros pretextos. Es difícil probar algo así, aunque tampoco parece descabellado.[2] En cualquier caso, los franceses y los británicos, que estaban seguros de que el decadente Imperio Otomano se derrumbaría en cuestión de semanas bajo el empuje de sus modernos ejércitos, contemplaban consternados después de dos años de guerra cómo todos sus intentos por penetrar en Oriente Medio habían fracasado estrepitosamente. Los turcos, hábilmente asesorados por expertos militares alemanes, ofrecían una resistencia inesperada. La trágica carnicería en que se convirtieron los desembarcos de australianos y neozelandeses en Gallípoli a fin de controlar los estrechos, convenció a los aliados de que hacía falta cambiar la estrategia si se quería arrebatar Oriente Medio a los turcos. Así nació la idea de provocar desde dentro del Imperio Otomano una revuelta de las tribus árabes que debilitase a las fuerzas turcas al obligarlas a luchar hacia fuera contra los aliados y hacia adentro contra los nativos árabes que hasta entonces habían permanecido al margen de la contienda. Es en este contexto en el que surge la injustamente legendaria figura del comandante Lawrence, enviado por el gobierno británico para coordinar las hasta entonces dispersas acciones de los árabes de forma que se enmarcasen en una estrategia global conjunta con la de los ejércitos aliados. Naturalmente, los árabes pedirían algo a cambio. Iban a exigir a los aliados el compromiso firme de que, una vez expulsados los turcos, Francia y Gran Bretaña, corresponderían al esfuerzo bélico de los árabes reconociendo su derecho a la independencia.



[1] Citado en Nadine Picaudou, Diez años que trastornaron el Oriente Medio(1914-1923), Historia XXI, 1997.  (George Samné era un periodista árabe cristiano residente en París y escribió el texto referido en su diario la Correspóndance d’Orient).

[2] En Febrero de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, Harold Ickes, ministro en varios gabinetes y uno de los hombres de confianza de Roosevelt, se reunió con los presidentes de Standard Oil y de Texaco. Estas dos compañías habían obtenido en el período de entreguerras, sobornando generosamente al rey Ibn Saud, la concesión para realizar prospecciones y explotar los pozos petrolíferos de Arabia. El motivo de esta reunión no era otro que pedir a Ickes que intercediera ante el presidente Roosevelt para que éste supiera que los británicos estaban intentando sobornar, al igual que habían hecho ellos antes, a la familia real saudí. El hecho les parecía particularmente indignante pues el Reino Unido estaba utilizando parte de la ayuda americana que se suponía debía utilizarse para derrotar a Hitler, en estos sobornos. Y naturalmente, el presidente de los Estados Unidos debía estar al corriente de que los británicos estaban intentando en definitiva, apartar a las compañías americanas de los yacimientos árabes utilizando dinero americano. Por ello, los magnates petroleros instaban a Roosevelt a obligar a los británicos a abandonar sus pretensiones en Arabia. Cuando el 16 de Febrero de 1943 Ickes almorzó con Roosevelt para exponerle la lógica preocupación de dos buenos americanos que además eran generosos contribuyentes a las campañas de su partido, le recordó que en la conferencia de paz posterior a la Primera Guerra Mundial “el aire apestaba a petróleo”.  (Ver Anthony Cave Brown, Dios, Oro y Petróleo. La historia de ARAMCO y los reyes saudíes. Editorial Andrés Bello, 2001).

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