jueves, 21 de octubre de 2010

LOS ESTADOS UNIDOS Y EL COMUNISMO. HISTORIA DE UN COMPADREO (II). Jorge Álvarez.

Los Estados Unidos y la revolución bolchevique.

 “Todo el corazón del pueblo de los Estados Unidos está con el pueblo de Rusia en su esfuerzo por liberarse para siempre del gobierno autocrático y para convertirse en dueño de su destino” (Woodrow Wilson, mensaje a los soviéticos, 11 de Marzo de 1918).[1]


Más de un lector se preguntará qué interés podría tener el presidente del país más capitalista del planeta en favorecer los intereses de los comunistas. Como suele ocurrir tantas veces, y más aún en política, las cosas no son tan sencillas como parecen. Por ello conviene repasar los antecedentes históricos y volver la vista sobre la actitud que adoptaron los EE.UU en 1917 cuando los bolcheviques, merced al golpe de estado de Octubre (Noviembre según nuestro calendario) derribaron al gobierno provisional revolucionario, abortaron el intento de instaurar una  democracia liberal en Rusia e impusieron su modelo de democracia popular. Aunque la mayoría de la opinión pública tiende a identificar a los EE.UU como la potencia anticomunista por antonomasia, cuando se estudia con detenimiento la actuación de la diplomacia norteamericana desde el nacimiento de la Unión Soviética hasta su caída, se puede comprobar como los EE.UU siempre que el régimen soviético se ha tambaleado han hecho más por socorrerlo que por apuntillarlo.

Antes de repasar las relaciones de los EE.UU con la Rusia soviética resulta interesante recordar cómo eran las relaciones con la Rusia zarista. Hasta comienzos del siglo XX la diplomacia norteamericana trató con corrección al régimen autocrático zarista incluso durante la Guerra de Crimea que a mediados del siglo XIX enfrentó a Rusia con Francia y Gran Bretaña. Sin embargo, en 1903, durante el mandato de Theodore Roosevelt, EE.UU rompió su tradicional política de aislamiento con respecto a los asuntos internos de las naciones europeas (la doctrina Monroe desde 1823 predicaba, sin embargo, el derecho de los EE.UU a intervenir libremente en el hemisferio americano) y protestó formalmente ante el gobierno ruso por no haber impedido el linchamiento de 45 judíos en la capital de Besarabia. Era cierto e inobjetable que la numerosísima población judía que se concentraba en muchas zonas del     Imperio    Ruso   provocaba     continuas    fricciones    con   la   población    local fundamentalmente campesina y que en bastantes ocasiones estos roces terminaban en linchamientos de judíos que pasaron a la historia con el nombre de pogromos. Igualmente era cierto que las autoridades zaristas aunque no eran responsables de estos estallidos de violencia antisemita, tomaban partido siempre por los rusos e incluso veían con buenos ojos estos tumultos populares porque favorecían la emigración de los núcleos judíos hacia fuera del Imperio Ruso.

Precisamente, la mayor parte de los judíos que huían de la presión antisemita de Rusia emigraban a los EE.UU  donde junto  con  judíos de otras partes del mundo habían ido construyendo ese poderosísimo “lobby” que tan decisivamente   influye  en  la   opinión   pública  y  tan   activamente   participa   en  las decisiones de gobierno norteamericanas. De hecho, la comunidad judía norteamericana había crecido muy lentamente desde 1654 hasta 1880. Durante estos 200 años largos, la población judía había alcanzado algo más de 250.000 individuos. En tan sólo 35 años, la comunidad creció hasta alcanzar los 3 millones y medio de judíos, casi todos ellos emigrados de la odiada Rusia zarista[2]. Este grupo de presión decidió poner toda la carne en el asador para inclinar al americano medio en contra de la monarquía zarista y después de varios años de tenaz campaña mediática y política alcanzó la primera victoria sonora en su propósito de enfrentar al gobierno americano con Rusia. En 1911 el presidente William H. Taft denunció el tratado comercial que EE.UU y Rusia habían firmado en 1832. Las presiones de la banca judía Kuhn, Loeb & Co a cuyo frente se encontraba un hombre, Jacob Schiff que después jugaría un papel destacado en el apoyo a la Revolución Bolchevique, y de otros muchos destacados hombres de negocios judíos en apoyo de sus hermanos oprimidos en Rusia alcanzaron a senadores y congresistas de los dos grandes partidos. Woodrow Wilson pronunció un encendido discurso por aquellas fechas en el que textualmente afirmó:

“El gobierno ruso, naturalmente, no espera que la cosa llegue al terreno de la acción, y en consecuencia sigue actuando a su placer en esta materia, en la confianza de que nuestro gobierno no incluye seriamente a nuestros compañeros de ciudadanía judíos entre aquellos por cuyos derechos aboga: no se trata de que expresemos nuestra simpatía por nuestros compañeros de ciudadanía judíos, sino de que hagamos evidente nuestra identificación con ellos. Esta no es la causa de ellos; es la causa de Norteamérica”

            Naturalmente, declaraciones como estas llevarían finalmente a Wilson a la presidencia de los EE.UU. para desempeñar escrupulosamente la misión que le sería encomendada. En cualquier caso, la ruptura del tratado comercial 80 años después de su entrada en vigor supuso una ruptura de hecho de las hasta entonces cordiales relaciones diplomáticas entre las dos potencias. Los EE.UU legitimaban su actitud en la defensa de los derechos de las minorías que cualquier estado civilizado debería respetar. Entendían que era su deber presionar al gobierno ruso para hacerle comprender que debía rectificar en su política de hostigamiento a la minoría judía. No deja de resultar revelador de lo hipócrita de esta actitud el hecho de que por aquel entonces los ciudadanos negros de los EE.UU eran tratados como ciudadanos de segunda en muchos de los estados de la Unión en los que la política de segregación racial se mantenía firme (así siguió hasta bien entrados los años sesenta) y de que apenas se habían cumplido dos décadas del exterminio de los indios del Oeste norteamericano a manos del ejército yanqui. Los políticos norteamericanos siempre han acostumbrado a ver la paja en el ojo ajeno antes que la viga en el propio y tampoco tuvieron en consideración que el gobierno zarista jamás les hubiese afeado a ellos su conducta hacia los negros o hacia los indígenas americanos infinítamente más cruel en este caso que la de los zares hacia los judíos. 

            Para los gobernantes de los EE.UU Rusia se había convertido en la encarnación del mal. Desde Nueva York y sin que en la Casa Blanca se  hiciera nada  por impedirlo, la banca Kuhn, Loeb & Co se entregó en cuerpo y alma a la tarea de derrocar a la monarquía zarista movida exclusivamente por el deseo de vengar las afrentas que ésta había infligido a sus hermanos judíos de Rusia. El ya mencionado presidente de esta entidad financiera, Jacob Schiff apoyó abiertamente la Revolución de Marzo que acabó con el zar y posteriormente   apostó   abiertamente  por  los  bolcheviques.   Llegó  incluso  a  pasear públicamente por Nueva York al dirigente bolchevique (casualmente también judío) León Trotski en calidad de embajador oficioso de la causa soviética con la indisimulada intención de presentar en sociedad a los bolcheviques como una alternativa razonable para el gobierno de Rusia y abrirles de paso las puertas a nuevos apoyos económicos y mediáticos[3].

            Cuando finalmente el 16 de Marzo de 1917, la revolución triunfó y el zar abdicó, Woodrow Wlison que ya había llegado a la presidencia tardó tan sólo una semana, 22 de Marzo, en reconocer al nuevo gobierno revolucionario, el llamado gobierno provisional y ese mismo mes aprobó créditos para la Rusia revolucionaria por valor de 450 millones de dólares. A primeros de Abril Wilson también consideró que era el momento de entrar en guerra contra Alemania puesto que haberlo hecho antes hubiese supuesto alinearse en el mismo bando que la odiada Rusia Imperial. Eliminado el escollo zarista Wilson afirmó que ahora Rusia sí era un “digno socio para una liga de honor” en la que poder luchar juntos contra el Imperio Alemán. Cuando más tarde los bolcheviques se hicieron con el poder y abandonaron la guerra, británicos y franceses trataron de convencer a Wilson de que era preciso intervenir en apoyo de los rusos blancos para derrocar a los rojos. En  su  ingenuidad  no acabaron nunca de comprender la postura absolutamente reacia de los EE.UU. a participar en una campaña contra los bolcheviques. En cambio Wilson sí era perfectamente consciente de lo importante que era para ganar la guerra contra Alemania contar con el apoyo judío. Y resultaba evidente para él que este apoyo nunca sería total si entre los aliados de la Entente figuraba la antisemita Rusia zarista. En este sentido, Wilson entendió mejor que nadie que la Revolución de Febrero despejaba el camino hacia este objetivo. Ni el hecho de que el golpe bolchevique de Octubre finalizase de hecho con la corta experiencia democrático-liberal rusa, ni el posterior abandono de la causa aliada por parte del gobierno comunista hicieron a Wilson cambiar su postura de respeto hacia la causa bolchevique. Una vez más, Wilson era rehén del “lobby” judío que apoyaba firmemente a los soviéticos frente a los rusos blancos a quienes acusaba de perpetuar las prácticas antisemitas de los Romanov.[4]
           
            Cronológicamente, la primera ocasión en la que la administración norteamericana pudo actuar decisivamente contra la Rusia bolchevique y no lo hizo, fue en los momentos inmediatamente posteriores a la Revolución de Octubre. La toma del poder por los bolcheviques dio un giro radical a la revolución. El gobierno provisional, partidario de continuar la guerra contra Alemania al lado de los aliados occidentales fue derrocado violentamente. Los bolcheviques no estaban dispuestos a compartir el gobierno   con    las  demás   fuerzas   revolucionarias  y  tampoco   estaban dispuestos a continuar combatiendo en lo que entendían no era más que una guerra entre naciones imperialistas completamente ajena a los intereses de clase del proletariado.  El entonces presidente Woodrow Wilson, a pesar de las presiones de sus aliados franceses y sobre todo británicos que eran partidarios de intervenir militarmente en apoyo de los rusos blancos, hizo todo lo posible primero para demorar el envío de tropas, después para limitarlo geográficamente lo más posible y finalmente para reducir el contingente que sus aliados estimaban necesario. Cuando a pesar de todas sus maniobras dilatorias se vio obligado a ceder para no poner en peligro la unidad de los aliados que por esas fechas estaban echando el resto para destruir a la Alemania del Kaiser, se las ingenió para reducir el contingente de los cerca de 100.000 hombres que el Consejo Supremo de Guerra había solicitado a los aliados a  7.000 con unas extravagantes órdenes que se podrían resumir en evitar a toda costa enfrentamientos con tropas bolcheviques. Durante el año que estos 7.000 soldados yanquis estuvieron destinados en Siberia teóricamente para apoyar a los rusos blancos  y a pesar de estar desplegados en una zona en la que se libraron abundantes y sangrientos combates entre bolcheviques y anticomunistas, cuando finalmente fueron evacuados de vuelta a casa en el verano de 1.919, habían perdido poco más de 200 hombres (no todos caídos en combate).

            Esta tímida intervención fue todo lo que los EE.UU de América hicieron por entonces para, aparentemente, evitar el triunfo bolchevique en Rusia. La verdad es que ni tan siquiera esta vergonzante y patética aventura rusa estuvo realmente dirigida a derrocar al régimen comunista. Si el presidente Wilson accedió a enviar tropas estadounidenses a la URSS ello se debió a diferentes razones y ninguna de ellas obedecía a la intención de librar al pueblo ruso de los usurpadores bolcheviques. Las prioridades reales del gobierno americano consistían en no resquebrajar la unidad de los aliados en su lucha con la Alemania Imperial a la que Wilson sí consideraba una amenaza para la comunidad  internacional  (Francia  y  Gran  Bretaña eran partidarias de una intervención más decidida en apoyo de las fuerzas rusas contrarrevolucionarias), en proteger los depósitos de armas que los aliados habían enviado a Rusia cuando ésta  aún participaba  en   la   guerra    contra   Alemania  y  finalmente,   en   impedir  que  Japón
aprovechase la causa antibolchevique para expandirse por Siberia[5]. El anticomunismo no figuraba desde luego como una razón prioritaria para la intervención militar norteamericana en Rusia y seguramente ésta nunca habría tenido lugar si los bolcheviques no se hubieran retirado unilateralmente de la contienda abandonando la coalición aliada contra Alemania después de firmar con ésta en Marzo de 1918 el Tratado de Brest- Litovsk. Este abandono fue interpretado por franceses y británicos como una traición a la causa aliada pues permitiría a los alemanes concentrar su esfuerzo bélico en el frente occidental al haber neutralizado la amenaza del ejército ruso zarista. La indignación de Francia y Gran Bretaña ante la traición bolchevique era explicable teniendo en cuenta que estas dos naciones, sobre todo la primera, llevaban desde 1914 soportando las embestidas del ejército alemán con un descomunal sacrificio de vidas. En cambio, los EE.UU., que se acababan de incorporar a los combates por aquellas fechas y que apenas habían sufrido el castigo de la interminable guerra de trincheras, no compartían esa indignación. A pesar de todo, el gobierno americano, más por solidaridad con sus aliados que por otra cosa, rompió a regañadientes sus relaciones diplomáticas con el régimen soviético.  El hecho de que los bolcheviques ya no fuesen oficialmente aliados permitió además a Wilson contar con una coartada moral para la intervención en Rusia. Sin embargo las líneas maestras de la política exterior americana que desembocarían en la II Guerra Mundial estaban ya nítidamente fijadas; eliminar como potencias militares a Alemania y a Japón apoyándose en la nueva Rusia comunista[6] a la que si bien el pueblo norteamericano consideraba una amenaza, sus gobernantes la veían como un régimen respetable que había acabado con la intolerable dinastía feudal y antisemita de los Romanov.

            El 11 de Noviembre de 1918 finalizaba la I Guerra Mundial. Una vez derrotados los imperios centrales, los aliados occidentales podían concentrar todo su potencial bélico en Rusia. Si embargo, en Enero de 1919 Wilson se mostró partidario de celebrar una conferencia  para llegar a un acuerdo con los bolcheviques excluyendo de las negociaciones a los rusos blancos. Winston Churchill, ministro de la Guerra británico por entonces,  y los franceses se mostraron contrarios a negociar con los rojos a espaldas de los blancos y la conferencia se desconvocó. Entonces Wilson decidió que los EE.UU. negociarían por su cuenta la paz con los bolcheviques y para ello envió a uno de sus hombres de confianza en política exterior, William Bullit a Moscú para negociar secretamente con el gobierno soviético las condiciones de paz. Bullit, que afirmó haber quedado gratamente impresionado por los logros de la Revolución Bolchevique aconsejó a Wilson firmar la paz por separado pero los franceses y los británicos se negaron.[7] Churchill intentó que los aliados se comprometiesen más intensamente en la guerra civil rusa en apoyo de los blancos. Wilson rechazó de plano las pretensiones británicas y visiblemente molesto por la tozudez de Churchill afirmó “no estamos en guerra con Rusia y en ninguna circunstancia previsible tomaremos parte en operaciones militares allí contra los rusos”[8]. Naturalmente, Wilson ignoraba deliberadamente que en Rusia se estaba librando una guerra civil y que cuando él se refería a no entablar operaciones militares contra los rusos, realmente estaba diciendo que no quería intervenir militarmente contra los comunistas y que no quería apoyar militarmente a los rusos antibolcheviques[9].

            Lo que ocurrió después es bien sabido. Los ejércitos blancos, divididos, mal dirigidos, incapaces de aplicar en las zonas que controlaban una política inteligente para ganarse a la población, sucumbieron ante el empuje entusiasta de unas tropas poco profesionales pero altamente motivadas dirigidas por personajes como Trotsky o Frunze y que emulaban los éxitos de los ejércitos revolucionarios franceses ante las coaliciones defensoras del antiguo régimen a finales del siglo XVIII. Mientras tanto, el nuevo inquilino de la Casa Blanca que había sucedido a Wilson, el republicano Warren Harding dejó muy claro que los EE.UU. no oponían al restablecimiento de las relaciones diplomáticas con la URSS ningún argumento ideológico o moral. La nueva administración norteamericana dejó muy claro que en la práctica el único inconveniente real para normalizar las relaciones consistía en el reconocimiento por parte de la URSS de la deuda adquirida por el gobierno ruso anterior. Naturalmente, los bolcheviques, como gobierno revolucionario, no se consideraban responsables de las obligaciones contraídas por gobiernos de la antigua Rusia.

            A pesar de ello, el gobierno estadounidense, a través del organismo oficial Administración Americana de Ayuda (ARA), acudió en ayuda de la URSS en 1921 cuando una hambruna brutal provocada en gran parte por la descabellada y cruel socialización de la economía que puso en práctica el gobierno bolchevique de Lenin, azotó la nación. La ARA envió a la URSS  la nada desdeñable cantidad para la época, de 50 millones de dólares en alimentos, medicinas, ropas, etc. Esta ayuda salvó a millones de rusos de una muerte segura por frío o desnutrición pero también salvó probablemente al régimen soviético de un estallido de descontento popular que bien pudiera haberlo hecho caer.[10] No habría nada que objetar a esta actitud humanitaria si no fuese porque en circunstancias parecidas la respuesta del gobierno americano fue bien distinta. En efecto, cuando el descontento provocado en gran medida por las privaciones de la guerra contra Alemania se cernía sobre Rusia amenazando la continuidad del régimen zarista, los EE.UU. no se sintieron en absoluto conmovidos por las penurias que sufría el pueblo ruso. Ni un dólar de ayuda a Rusia llegó para paliar el hambre de los súbditos del zar. Cuando el descontento amenazaba con la Revolución, tampoco los americanos se sintieron implicados. Cuando finalmente ésta se produjo, el gobierno de Wilson asistió complacido a la caída de los Romanov y se apresuró, como ya vimos, a reconocer al nuevo gobierno y a concederle  créditos por valor de 450 millones de dólares. Las ayudas de la ARA en un momento delicadísimo para el joven gobierno de Lenin, se pueden pues contemplar como la primera ocasión en la que los EE.UU. acudieron en socorro de la Unión Soviética.[11] Se puede especular todo lo que se quiera sobre las razones por las que el presidente Warren Harding acudió prestó en ayuda de la Unión Soviética cuando ésta más lo necesitaba[12]. Los más cándidos están convencidos de que esta actitud obedeció exclusivamente a razones humanitarias y esto podría ser cierto si no fuese porque los EE.UU. jamás en su corta Historia han ayudado a régimenes políticos que consideraran enemigos o potencialmente peligrosos. La política típica de los gobiernos norteamericanos hacia las naciones que realmente han considerado hostiles siempre fue y sigue siendo el embargo comercial y / o la intervención militar para derrocar al régimen político en cuestión y sustituirlo por un gobierno dócil a sus intereses.[13]
           
            El cambio de régimen en Rusia supuso una inversión de la situación en las relaciones bilaterales entre EE.UU. y la URSS. Durante los últimos seis años de monarquía, Rusia y EE.UU. mantenían oficialmente relaciones diplomáticas y sin embargo, por decisión unilateral de los segundos, habían roto sus relaciones comerciales. Sin embargo, después del golpe de Estado bolchevique, rompieron las relaciones diplomáticas y reanudaron las comerciales. Teniendo en cuenta qué es realmente lo más importante, entenderemos fácilmente el favoritismo con que los EE.UU. trataron al régimen comunista con respecto al zarista. Después de todo si dos países intercambian productos e inversiones, están de hecho relacionándose, pero si no mantienen ninguna relación económica ¿de qué valen las relaciones diplomáticas? Es evidente que en este último caso no son más que una fachada sin contenido práctico.

            Esta  situación  no sólo  continuó sino  que se  acentuó en 1928 con  el lanzamiento  por  Stalin del primer Plan Quinquenal. En el marco  de éste se diseñó una política destinada a atraer inversiones extranjeras para industrializar el país. A nadie se le escapa que contribuir a la industrialización de la hasta entonces eminentemente rural Rusia equivalía a ayudar a los comunistas a consolidar su dictadura y a aupar a  la Unión Soviética al papel de futura potencia mundial. Sin embargo ninguna de estas consideraciones movieron al gobierno norteamericano a imponer un embargo comercial a la Unión Soviética. Conviene observar que los EE.UU. no eran los únicos que mantenían   relaciones  comerciales  con  la  URSS.   Incluso otras  naciones capitalistas habían restablecido las relaciones diplomáticas. Lo auténticamente llamativo del caso americano consiste en que fue de hecho la nación capitalista que con más frecuencia y con más intensidad defendió siempre el derecho de la URSS a existir al tiempo que fue siempre también la nación que con más beligerancia y más asiduidad se presentaba ante la comunidad internacional como el adalid del anticomunismo y como la barrera de contención del mundo libre frente al expansionismo comunista.

            De hecho, apenas dos años después, en 1930, EE.UU. ya era el primer país del mundo en exportaciones a la Unión Soviética y también el principal suministrador de maquinaria agrícola e industrial. Enormes empresas norteamericanas, entre ellas gigantes como la Ford o la General Electric, levantaron las primeras modernas plantas industriales de la URSS. Cerca de mil ingenieros estadounidenses trabajaron allí durante el primer Plan Quinquenal.[14]   Curiosamente, el inquilino de la Casa Blanca por esas fechas no era otro que el antiguo director de la ARA, Herbert Hoover, el ángel benefactor de la Rusia comunista durante la hambruna de 1921. A pesar de que en público aparentaba sentir una profunda aversión por el comunismo, estaba dispuesto a olvidar los groseros desplantes con los que los bolcheviques habían correspondido a las ayudas recibidas entonces y estaba  también dispuesto a volver en socorro de los rojos tragándose el orgullo, algo que los arrogantes políticos norteamericanos raramente hacen. La providencia había vuelto a obrar el milagro de que cuando la URSS más lo necesitaba, en la presidencia de los EE.UU. se encontraba un amigo. No sería, como veremos, la última vez.

            Sin embargo, Herbert Hoover, preso de su discurso público anticomunista no había podido acompañar su política de apoyo fáctico a los bolcheviques con el gesto de la reanudación de las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. Los hechos han demostrado que el anticomunismo de Hoover no era más que una pose pública hacia el ciudadano medio norteamericano que sí era sinceramente anticomunista. Es obvio que un hecho de tanta trascendencia real como el volumen del tráfico comercial entre dos naciones es un dato técnico fácil de ocultar al ciudadano de a pie y que en cambio, el gesto público del reconocimiento diplomático alcanza tal repercusión mediática que hasta el individuo menos informado llega a conocerlo. Por esta razón, a pesar de que Hoover había reanudado de facto las relaciones entre la URSS y los EE.UU. con un grado de colaboración amistosa que se podría calificar de entusiasta, no se atrevía a presentar este matrimonio de hecho ante el altar de la diplomacia y ante los ojos de sus ciudadanos y de los del resto del mundo occidental. Estaba claro, sin embargo, que este paso, tarde o temprano, los EE.UU. tendrían que darlo. Para que así fuese y volviesen a cruzarse providencialmente en el camino de la Unión Soviética cuando ésta se encontraba de nuevo al borde del precipicio, el dios de los ejércitos democráticos estaba a punto de ungir como nuevo presidente de los EE.UU. a Franklin Delano Roosevelt. Poco podían imaginar entonces los millones de desventurados ciudadanos de Europa del Este que la llegada de este siniestro individuo a lo más alto de la nación más poderosa de la Tierra iba a suponer su esclavización a manos del comunismo soviético durante varias generaciones.


[1] Jean Baptiste Duroselle, Política exterior de los Estados Unidos. De Wilson a Roosevelt (1913-1945),  Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 103.
[2] “De los dos millones y medio de judíos rusos que abandonaron el país entre los años 1880-1914, sesenta mil se fueron a Palestina, mientras que la gran mayoría emigró a Estados Unidos. (...) El número de judíos aumentó desde ciento cincuenta mil en 1860 a doscientos ochenta mil en 1880. Unos cincuenta años más tarde, en 1933, ya había cuatro millones y medio. Este gran aumento debe atribuirse básicamente a la mayor migración judía de todos los tiempos, protagonizada, sobre todo, por emigrantes procedentes de los territorios rusos.” (Mark Heirman, Los doce pilares de Israel. Una Historia política y sociocultural de los judíos, Acento Editorial, 2003, p. 85).
“La época de inmigración (a los EE.UU.) realmente trascendental empezó después de esa fecha (1880), con el estallido de los pogroms en Rusia; En 1900 la población judía se había cuadruplicado, alcanzando el millón; en 1910 era estimada en más de dos millones, en 1914 en más de tres millones y a mediados de la década de 1920 en cuatro millones.” (Nicholas de Lange, El judaísmo, Cambridge University Press, 2000, p. 37)
[3] Pero mientras la gran Banca Internacional conseguía con la Gran Guerra y la victoria aliada uno de los más fabulosos negocios de la Historia, contribuía también, con mucho mayor secreto todavía, al éxito de la Revolución bolchevique en Rusia.
(…) Para complicar más el panorama, Jacob Schiff, suegro de Felix  Warburg, contribuyó también al financiamiento de León Trotsky de forma muy generosa; el propio nieto de Jacob Schiff, John, confesó que su abuelo había volcado veinte millones de dólares en ayuda de la Revolución soviética. El papel decisivo de Jacob Schiff y los banqueros internacionales anglo-americanos en la financiación revolucionaria de 1.917 está, además, probado en una fuente esencial, el libro del general ruso (anticomunista) Arsene de Goulevitch quien reproduce un testimonio del propio Jacob Schiff alardeando de que el triunfo de la revolución bolchevique se debe a su ayuda financiera. (Ricardo de la Cierva, Los signos del Anticristo, Editorial Fénix, 1999, pp. 248 y siguientes).
“El gobierno francés, convencido de la debilidad de los bolcheviques por los informes de su embajador Noulens, quería que se organizara una gran expedición en Siberia, por una parte para recrear un segundo frente y, por otra, para ayudar a los rusos blancos a destruir el régimen bolchevique.
Inglaterra compartía las opiniones de Francia, con una particular insistencia en obtener que Japón, su aliado desde 1902, se encargara de lo esencial de esta vasta expedición. En enero y febrero, pero también después, Jusserand y el nuevo embajador inglés Lord Reading asediaron al Departamento de Estado presentándole peticiones de este tipo.
Wilson no pensaba lo mismo. Sin aprobar el bolchevismo – que conocía por lo demás muy mal – lo había impresionado mucho la segunda Revolución Rusa no sólo, como hemos visto, a causa de los planes de paz de Lenin, sino también porque pensaba que correspondía a los deseos de la mayoría del pueblo ruso. Ésta era – al menos en un principio – la posición del embajador norteamericano Francis, refugiado en Vologda y sobre todo del enviado diplomático en Moscú, la nueva capital, Raymond Robins. En consecuencia, la idea de una intervención contra los bolcheviques se asimilaba, en su espíritu, a una intervención contra el pueblo ruso.” (Jean-Baptiste Duroselle, op.cit, p. 101).
[4] “El mismo mes se derrumbó el régimen zarista, y así desapareció el principal obstáculo individual que se oponía a un apoyo judío total y mundial a la causa de los Aliados. Kerenski, el primer ministro provisional, anuló el código antisemita de Rusia”. (Paul Johnson, Historia del judaísmo, Javier Vergara Editor, 1991, p. 433).
[5] “Cuando en 1933 la administración Roosevelt se aproximó a los soviéticos para restablecer las relaciones diplomáticas con la URSS, el Secretario de Estado Cordell Hull aseguró al representante bolchevique Litvinov que la intervención americana en Rusia en 1918 sólo tenía la finalidad de proteger a Rusia del expansionismo japonés y le mostró documentos que lo probaban”. (Ronald E. Powaski, La Guerra Fría, Editorial Crítica, 2000, p. 49).
“Por otro lado, aunque la propaganda bolchevique insistió en que la reacción internacional movilizó desde el principio una legión de ejércitos extranjeros para combatir la Revolución, tal afirmación resulta históricamente insostenible. La única intervención que mereció el nombre de tal fue la de Japón que, en Abril de 1918, desembarcó en Vladivostock pero no con la finalidad de acabar con la Revolución bolchevique sino con la de asegurarse alguna anexión territorial en Rusia. La actitud japonesa provocó una inmediata reacción norteamericana, que temía un fortalecimiento nipón en el Pacífico. La misma se concretó en un desembarco temporal con la finalidad de prevenir el avance japonés, pero las unidades norteamericanas en ningún momento entraron en combate con los bolcheviques... De hecho, la única figura política de talla que se manifestó favorable a ala intervención en contra de los bolcheviques fue Winston Churchill precisamente porque preveía lo que el comunismo podía significar en la posguerra”. (César Vidal Manzanares, La ocasión perdida. Las revoluciones rusas de 1917, Península 1997, pp. 155-156).
[6] “...Estados Unidos prohibió a Japón intervenir en contra de los bolcheviques en el año 1920. (Helmut Gunther Dahms, La Segunda Guerra  Mundial, Ed. Bruguera, 1974, p. 19).
[7] Orlando Figes, La Revolución rusa, 1891-1924, Edhasa 2000, p. 631.
[8] Betty Miller Unterberger, Woodrow Wilson and the Russian Revolution , (citado por Ronald E. Powaski en op cit., p. 39).
“En colaboración con los insurrectos, tropas japonesas y anglo-francesas desembarcaron en Siberia y ocuparon los puertos del mar negro. Se retirarían en febrero de 1919, cuando Estados Unidos se negó a secundar en aquel momento la política intervencionista”. (Historia Universal, SARPE, 1988, p. 125, volúmen 6).
[9] “Lo que más dañó la imagen de los rusos blancos en Occidente, e incluso a los ojos de Churchill, fue la identificación que hizo Denikin del bolchevismo con la judería, así como las atrocidades antisemitas de sus tropas”. (Paul Johnson, Tiempos Modernos, 1988, Javier Vergara Editor, p. 85). Esta atinada observación del historiador británico no aclara, sin embargo, por qué los asesinatos de millares de burgueses, religiosos, campesinos, nacionalistas ucranianos, y en general enemigos varios de la Revolución a manos de los bolcheviques no dañaban por igual la imagen de los rojos en Occidente. En concreto, sólo entre 1917 y 1918, trescientos mil sacerdotes cristianos ortodoxos fueron asesinados por los bolcheviques, en cuyas filas estaba increíblemente sobrerrepresentado el elemento judío (N. Del A.).  
[10] “Los bolcheviques recibieron esta ayuda con una extraordinaria falta de gratitud. (...) Acusaron a la ARA de espiar, de intentar desacreditar y derribar el régimen soviético, y constantemente interfirieron en sus operaciones, registrando convoyes, deteniendo trenes, apoderándose de los suministros e incluso arrestando a los que trabajaban en el plan de asistencia. (...)  Una mayor sensación de ofensa se produjo en Estados Unidos cuando se descubrió que al mismo tiempo que se recibía ayuda alimenticia de Occidente, el Gobierno soviético estaba exportando millones de toneladas de sus propios cereales para venderlos en el extranjero.” (Orlando Figes, op. cit., p. 848).
[11] “En el verano de 1922, cuando sus actividades se encontraban en un punto álgido, la ARA estaba alimentando a diez millones de personas cada día. También envió enormes suministros de medicinas, ropa, herramientas y semillas, permitiendo estas últimas las dos grandes cosechas sucesivas de 1922-1923 que finalmente aseguraron la recuperación de Rusia de la hambruna” (Orlando Figes, op. cit., p. 848).
“La guerra y la sequía habían matado, a mediados de 1921,a unos cinco millones de campesinos. En Agosto de 1921, Lenin autorizó la intervención de la American Relief Agency (ARA) para distribuir trigo en el Volga (...) La región del Volga no tardó en alimentar de nuevo a las ciudades, pero el éxito de la ARA resultó embarazoso para las autoridades soviéticas.” (Donald Rayfield, Stalin y los verdugos, Taurus, 2003, p.151).
[12] El director de la ARA y ministro de comercio en aquellas fechas era Herbert Hoover.  Es difícil saber como influyó esta política de solidaridad con la Rusia comunista en su carrera política, pero en cualquier caso no le impidió llegar a la presidencia de los EE.UU. cinco años después.
[13] Desde el final de la primera Guerra del Golfo y a pesar de las denuncias de múltiples ONG’s  e instituciones internacionales, el embargo contra Iraq causó cada durante años la muerte de decenas de miles de inocentes (sobre todo niños) y  a pesar de ello los EE.UU consideraron en todo momento más importante castigar al régimen de Bagdad que atender a estas razones humanitarias.
[14] Ronald E. Powaski, op. cit., p. 45.

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