viernes, 15 de octubre de 2010

EL CONFLICTO CON EL MUNDO ÁRABE (IV). Jorge Álvarez.

Estados Unidos entra en escena.

Los norteamericanos habían sido excluidos de la Conferencia de San Remo, la Conferencia del Petróleo, en 1920. Británicos y franceses, como es lógico en toda discusión de reparto de un botín, preferían repartir entre dos que entre tres. Los gobiernos de Gran Bretaña y Francia consideraban además que los EE.UU. estaban sobradamente recompensados de su actuación en la guerra con los descomunales créditos que con ellos habían suscrito para la compra de armamento durante la misma.[1] Los norteamericanos protestaron pero en principio no recibieron la más mínima participación ni en la Irak Petroleum Company ni en la Anglo Persian Petroleum Company que explotaba los pozos de Irán.

Las compañías americanas intentaron acceder a la explotación del petróleo de la India británica y del de las Indias Orientales Holandesas, pero se toparon con una estrecha alianza duopolística entre la Shell británica y la Royal Dutch holandesa. El Gobierno de los Estados Unidos entró en la contienda en defensa de los intereses de sus compañías petroleras, tradicionalmente buenas patrocinadoras de las campañas electorales de los principales candidatos, y elevó protestas formales ante lo que consideraba una inadmisible restricción al libre comercio. En concreto, decidieron plantear la batalla por el crudo iraquí a través de varias compañías comandadas por la Standard Oil. El entonces secretario de comercio del gobierno americano, Herbert Hoover, que “casualmente” llegaría poco después a la presidencia de la nación, encabezó la operación.  Cuando el propio Departamento de Estado planteó abiertamente el asunto como una exigencia, los británicos acabaron cediendo y le otorgaron una participación minoritaria a las compañías norteamericanas agrupadas en la Near East Development Corporation. Los británicos temían perder la amistad americana en caso de que estallase una nueva guerra que amenazase sus vastos dominios. A pesar de todo, la inmensa mayoría del petróleo de Oriente Medio seguía firmemente retenido en manos británicas.

No fue hasta los años treinta que las petroleras occidentales empezaron a poner sus ojos en la Arabia del rey Ibn Saud. Británicos y americanos, aunque socios en la Irak Petroleum, habían decidido por separado y sin consultarse mutuamente introducirse en el reino saudí para conseguir concesiones. Por esas fechas Ibn Saud era el rey de un gigantesco y despoblado erial desértico, sin apenas recursos naturales visibles, con una población insignificante compuesta por clanes de beduinos pobres e ignorantes y arruinado por cuatro años de guerra contra los hachemitas de Hussein. Ibn Saud reinaba pues, sobre uno de los países independientes más pobres, atrasados y desolados del planeta. Tanto británicos como norteamericanos iban a intentar aprovechar la precaria situación económica del monarca saudí para obtener derechos para realizar prospecciones en su territorio. Así se inicio una patética puja que más bien se asemejaba al regateo propio de un zoco entre los representantes de la Standard Oil americana, los de la Anglo Persian – Irak Petroleum Company británicos y el rey Ibn Saud.  Éste, desde el principio, supo aprovechar la situación en el exclusivo beneficio de él y de su familia, tal y como continúan haciendo hoy sus descendientes. Se dejó querer según le convenía por unos o por otros hasta que finalmente, el 8 de Mayo de 1933 se decidió por la oferta que en nombre de la Standard Oil le hizo Lloyd N. Hamilton. A partir de ese momento, comenzaba la relación preferencial que aún hoy subsiste entre la monarquía saudí y los Estados Unidos. Éstos habían puesto por fin un sólido pie en Oriente Medio. Como ya sabemos, no se contentarían con tan poco. La Segunda Guerra Mundial, que supondría la defunción del Imperio Británico facilitaría a los americanos convertirse en la potencia hegemónica en la zona. Pero sobre esto, volveremos un poco más adelante.


[1] “Tras la entrada estadounidense en la guerra, la balanza comercial, ya favorable a los Estados Unidos, se multiplicó por cinco; los aliados liquidaron 2 mil millones de dólares en activos norteamericanos y privadamente tomaron prestados otros 2.500 millones para pagar sus compras. En contraste, Alemania sólo consiguió 45 millones de dólares en préstamos estadounidenses.” (Allan R. Millett y Peter Maslowski, Historia Militar de los Estados Unidos. Por la defensa común, Ed. San Martín, 1984, p. 366).

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