sábado, 9 de octubre de 2010

HISTORIA DE LOS JUDÍOS, ESOS TIPOS TAN ENTRAÑABLES (IV). Jorge Álvarez.

LA MONARQUÍA DAVÍDICA, JERUSALÉN Y EL TEMPLO
EL “CAMELOT” JUDÍO


“Yahvé dio a David la victoria por dondequiera que fue.”
(II Samuel, 8,6)

Según el relato bíblico, en torno al año 1050 antes de Cristo la práctica totalidad de los israelitas vivían sojuzgados por los filisteos. Saúl, un benjaminita, fue seguramente el principal líder de los que seguían oponiendo cierta resistencia. Suponemos que el apoyo que le prestó el carismático Samuel debió facilitar que fuera ungido como primer rey de Israel.

La época de la monarquía pasó a ser idealizada cuando accedió al trono David, un miembro de la tribu de Judá. Hasta entonces, como hemos visto, esta tribu había pintado poco o nada en los sucesos que se narran en el Libro de los Jueces. Sin embargo, a partir de aquí, se convertirá en la tribu decisiva para la historia de Israel y la que dará nombre al pueblo yahvista, los judíos. En los reinados de David y de su hijo Salomón se producirán dos hechos fundamentales para la conformación posterior de la identidad judía: la conquista de Jerusalén y la construcción del Templo. La ciudad del Templo y la colina sobre la que éste se erigió, constituirán la añorada Sión de los judíos deportados a Babilonia cuatro siglos después.

Los redactores del Pentateuco colmaron de elogios los reinados de David y Salomón. A partir de David, la historia de Israel comienza a ser verificable por fuentes no sólo bíblicas y es posible datar los principales acontecimientos con relativa precisión.

La monarquía davídica, según el relato bíblico, dio lugar a un reino con una extensión notable. Nunca Israel volvería a alcanzar tal grandeza. Por el Sur alcanzaba el Sinaí e incluía el Neguev, por el Norte incluía gran parte de Fenicia y Siria y por el Este traspasaba ampliamente el Jordán. Un reino así necesitaba una gran capital defendible, algo que Israel no tenía. David conquistó la ciudad amurallada de Jerusalén a los jebuseos y puso fin a esta carencia. La particular religión de los israelitas, el yahvismo, particularmente fuerte precisamente entre los miembros de la tribu de Judá, ahora la tribu de los reyes, requería un lugar apropiado para dotar al culto de Yahvé de la dignidad y solemnidad apropiadas. Así nació, bajo el reinado del hijo de David, Salomón, el Templo de Jerusalén. Y, como es lógico, el Templo necesitaría unos funcionarios que administrasen el culto según el ritual debido, es decir, unos sacerdotes. Y es este un punto absolutamente crucial en la historia de los judíos y de su religión, pues, sin ningún género de dudas, el establecimiento de esta clase sacerdotal por Salomón, en la persona del sumo sacerdote Sadoc con carácter hereditario, supondrá el elemento clave en el triunfo absoluto de un yahvismo que de otra forma, muy posiblemente hubiese desaparecido de la misma forma en que lo hicieron los restantes cultos cananeos, egipcios o persas. Aunque este triunfo yahvista necesitó igualmente de la colaboración de otro pintoresco colectivo, el de los profetas.

Hasta aquí la versión bíblica, de evidente inspiración deuteronomista y redactada en el siglo VII durante la reforma religiosa de Josías.

Las excavaciones arqueológicas y las fuentes históricas extrabíblicas sugieren una realidad muy distinta. Hacia el año 1000 a. de C. cuando se supone que David convirtió a Jerusalén en la gran capital del fabuloso reino unificado de Israel y cuando su hijo Salomón edificó el imponente Templo y los soberbios palacios, las excavaciones no han conseguido encontrar hasta la fecha los más mínimos vestigios de estos monumentos que la Biblia describe como únicos. En cambio, los vestigios excavados de esa época revelan la existencia de un asentamiento pequeño, atrasado y pobre. La majestuosa Jerusalén de David y Salomón sólo existió en la imaginación interesada del redactor deuteronomista. La idealización con fines políticos de una monarquía unificada que realmente nunca existió, obligaba a describir a la capital de este reino mítico de forma igualmente mítica. En el siglo X Jerusalén era un miserable asentamiento primitivo ocupado por pastores seminómadas que no conocían la escritura.

La monarquía unificada de David y Salomón sobre Judá e Israel no existió como tal. Si estos monarcas realmente llegaron existir, lo que es seguro es que fueron sólo reyes de Judá. Los dos reinos que se originaron al Norte y al Sur de las tierras altas de Canaán nunca llegaron a unirse. Cuando en el siglo VII se redacta en Judá la historia deuteronomista de los libros de Josué, Jueces y Reyes, el reino del Norte, Israel, ha sido borrado de la faz de la Tierra por los asirios. Sus dirigentes y élites ejecutados o deportados y la población mezclada con colonos de otros lugares. Nadie, en aquel momento, podrá rebatir la historicidad de estos libros. De esta forma se fragua la doble historia de los dos reinos, un reino del Norte permanentemente alejado de Yahvé y asiduamente castigado por su deslealtad y un reino del Sur que llegó a unificar a los dos reinos bajo la monarquía ejemplar de David y Salomón y que se constituye, de la mano de los profetas, en el fiel guardián de las esencias yahvistas.

Resulta evidente que los profetas fueron celosos guardianes de la ortodoxia yahvista que aparecían cada vez que los gobernantes israelitas se apartaban de ésta. Pero ¿de dónde salen? La clave podría estar en el reducido grupo de incondicionales que seguía a Moisés. En el Libro del Éxodo, en el Levítico, en Números y en el Deuteronomio hay numerosas alusiones a los misteriosos levitas. Ya hemos visto que éstos bien pudieron ser sacerdotes de una nueva fe, liderados por un tal Moisés, y que convirtieron al yahvismo a las tribus hebreas de Judá y de Simeón, transformándolas en el Pueblo Elegido. Un dato interesante en grado sumo que se recoge en estos libros bíblicos, básicamente en Números y en Josué,  es que, una vez llegados a la Tierra Prometida, las doce tribus hebreas se repartieron el territorio de Canaán, pero, curiosamente, a los levitas no se les asignó ningún territorio. A cambio, Yahvé, a través de Moisés, y según la redacción deuteronomista, les otorgó el derecho a establecerse en los territorios de las doce tribus para dirigir el culto y ejercer en exclusiva el sacerdocio. Como pago a estos servicios, los levitas tendrían también el derecho de cobrar un impuesto que aseguraría tanto el culto como su propia manutención. De todo ello no resulta difícil deducir:  

que los levitas eran muy pocos para poder controlar un territorio
que además no eran ganaderos ni agricultores, eran “sacerdotes profesionales”.

Los levitas se establecieron entre las tribus de Israel como sacerdotes garantes de la ortodoxia yahvista y oficiantes del culto. Y los demás israelitas estaban obligados a mantenerlos. Todo esto porque, según los textos sagrados, así se lo había ordenado Yahvé a Moisés y así éste se lo había comunicado al Pueblo Elegido. De esta forma, los levitas, fueron convirtiéndose con el paso del tiempo en los profetas, los más tenaces defensores de la fe yahvista, y en los flageladores morales de los israelitas cada vez que éstos, cansados del celoso Yahvé, coqueteaban con los dioses cananeos, que lejos de ser los dioses ajenos y extraños que relata la Biblia, eran en verdad los dioses de sus antepasados antes de que la corriente yahvista se impusiese con la monarquía de la tribu de Judá. Resulta obvio que estos levitas, de entre los cuales surgieron la mayoría de los profetas, tenían un interés más que evidente en mantener un statu quo que ellos habían creado en su único y exclusivo beneficio material.

            Samuel fue un levita, él impulsó la supuesta unidad del reino, el empleó su prestigio sacerdotal para ungir a Saúl y él lo destruyó cuando temió que el rey podía llegar a tener demasiado poder como para prescindir de los sacerdotes.

            La acción de los profetas, según la Biblia, fue la acción de individuos aislados, de hombres santos que inspirados por Yahvé se oponían a la idolatría, al paganismo, a la corrupción y a los excesos de los monarcas. Los redactores de los pasajes históricos de la Biblia, hombres tan interesados como los profetas en mantener el aparato yahvista, por ser tan beneficiarios de éste como lo eran aquellos, nos los presentan desde una óptica absolutamente favorable.

            La realidad más bien fue otra. Los profetas, levitas ellos mismos en muchos casos y descendientes o discípulos de este privilegiado colectivo, miembros de la casta sacerdotal, receptores de prebendas atribuidas por ellos mismos a la voluntad de Yahvé, eran unos individuos muy parecidos a los actuales telepredicadores de sectas evangélicas que se dirigen a sus crédulos fieles montando unos espectáculos visuales llamativos y al tiempo que les hablan de la grandeza de dios les conminan a enviar donativos para la salvación de sus almas a un número de cuenta sobreimpreso en la parte inferior de la pantalla. Los profetas utilizaban toda clase de trucos para persuadir a sus ignorantes espectadores. Ingerían drogas que les hacían entrar en estados extáticos, cantaban, danzaban, gritaban o aullaban, entraban en trance… Y sus visiones en estos estados, según ellos, claro, les hacían entrar en contacto con Yahvé y, en consecuencia, poder interpretar su voluntad. Los hechiceros de las tribus indias de Norteamérica utilizaban estas mismas técnicas para ponerse en contacto con los espíritus y de esta forma guiaban a los cazadores hacia el supuesto lugar en el que se hallaban los bisontes o dirigían a los guerreros hacia la victoria contra los soldados azules que se aproximaban a sus territorios de caza al son de Gary Owen. Toro Sentado, un líder espiritual, sin ir más lejos, era uno de ellos. La ventaja de los hechiceros indios es que éstos no se creían enviados de ningún dios único, vengativo ni celoso. Eran mucho más modestos en sus propósitos.

El movimiento profético se dedicó básicamente a predicar la fe yahvista entre los vecinos de las tierras altas del reino de Israel. Las tribus del Norte, que a buen seguro compartían con sus parientes del Sur muchas leyendas acerca de sus orígenes incluyendo la de la hipotética salida de Egipto,  no compartían en cambio una forma de culto a Yahvé excesivamente rigorista y centralizada. De la misma forma, para ellos el culto a Yahvé no llevaba implícito el abandono del culto a otros dioses. Los profetas, fueron los yahvistas, presumiblemente de mayoritario origen levítico, que predicaron en el reino de Israel la ortodoxia religiosa procedente de Judá. Y se convirtieron en el azote moral y político de muchos dirigentes israelitas.

El reino de Israel consiguió un nivel de desarrollo mucho mayor que el de Judá. A comienzos del siglo IX a. de C. Samaria, la capital de Israel, era ya un ciudad gubernamental con palacios y edificios representativos mientras en Judá seguían existiendo únicamente asentamientos rurales primitivos y dispersos. Israel consiguió acceder a las tierras llanas del litoral y expandirse mientras Judá seguía confinado en las remotas sierras interiores sin capacidad de crecimiento. No sería hasta más de un siglo después, ya en el siglo VIII, que al Sur, el reino de Judá, con Jerusalén, el Templo y la clase sacerdotal saducea instituida hereditariamente por el “gran Salomón”, comience a despuntar después del derrumbe de Israel a manos de los asirios.

A comienzos del siglo IX, el reino de Israel, religiosamente sincrético, como siempre lo fue, y harto del fanatismo y del centralismo yahvista, crecía en extensión, riqueza e influencia. Aunque doblaba en extensión al reino de Judá y lo triplicaba en población, tendría, hasta su destrucción, una historia mucho más convulsa que la de Judá, asentada en torno al asumido liderazgo de una sola tribu, de una dinastía y de un lugar de culto. En la inestable y accidentada historia del reino de Israel o reino del Norte, jugarán un destacado papel antipatriótico y desestabilizador los agitadores yahvistas, es decir, los profetas. Los yahvistas de Judá, en cambio, totalmente instalados en el poder a través de la aristocracia del Templo, se identificarán absolutamente con la monarquía. Hasta imponerse sobre ella.

El libro de los Reyes y el de Crónicas, recogen los acontecimientos principales de la coexistencia de los dos reinos y la incansable actividad profética de los yahvistas en el reino del Norte. En el primer Libro de los Reyes está recogido un caso típico de las luchas que los reyes de Israel debían sostener en un doble frente, uno contra las amenazas externas y otro contra las internas, es decir, contra el intrigante e insoportable partido yahvista-profético. Fue al rey Ajab de la dinastía Omrí[1], al que le tocó cargar con el pelmazo fanático que sin ninguna duda debió ser el profeta Elías. El reino de Israel limitaba al Norte con los fenicios de Tiro. Éstos eran semitas cananeos claramente emparentados con los israelitas, pero seguidores de los tradicionales dioses de la zona, como Baal o la diosa Astarté. Tiro podía ser entonces un formidable enemigo para Israel, o un buen aliado. El rey Omrí, padre de Ajab, apostó por el entendimiento, estrechó lazos con Tiro y casó a su hijo con Jezabel, hija del rey de Tiro. Bajo el reinado de Ajab Israel alcanzó uno de sus mejores momentos, entre otras cosas gracias a la alianza con los fenicios de Tiro, que además reportaba importantes beneficios comerciales a los israelitas. Pero, como no, había un problema. La reina Jezabel era pagana y politeísta. Y el partido profético, liderado por Elías, empezó a socavar la autoridad del rey insultando a la reina. No resulta nada extraño, y menos aún según los parámetros de la época, que Jezabel se enfrentase con saña a estos visionarios fanatizados. A Ajab le sucedió su hijo Joram, que tuvo la mala suerte de que a su vez, a Elías le sucedió Eliseo, otro perturbado yahvista que seguía enredando, pues Jezabel aún vivía y seguía adorando a ídolos paganos. Joram perdió dos campañas en los confines de su reino, derrotas que no ponían en peligro la existencia del mismo, pero sí su hegemonía sobre pequeños reinos vecinos como Aram o Moab. Eliseo, conspiró con Jehú, un general descontento, le ofreció el apoyo del partido profético si se hacía rey y asesinaba a Joram y a la odiada Jezabel. Jehú cumplió el encargo del profeta yahvista con un celo encomiable. Mató al rey Joram, a su madre, al joven rey de Judá Ocozías, emparentado con Joram y que se hallaba de visita y a todos los descendientes de Ajab. En agradecimiento, Jehú también destruyó todos los altares de los dioses fenicios que halló y a todos los sacerdotes de este culto que encontró. Ni los talibanes lo habrían hecho mejor. Naturalmente, el relato bíblico expone el episodio desde el punto vista contrario. Ajab fue un mal rey, Jezabel una perversa y Elías y Eliseo unos santos varones imbuidos del espíritu de Yahvé que preservaron la integridad moral frente a la idolatría y la corrupción. Este es el reiterativo y omnipresente enfoque yahvista que inunda todo el Antiguo Testamento. ¿Cómo fue posible que se impusiese de forma tan aplastante? La rápida desaparición del reino del Norte dejando a los yahvistas sacerdotales de Judá como únicos representantes de lo que un día fue el Israel supuestamente unido, jugó un papel determinante.

El reino de Israel, duró dos siglos. En el año 720 los asirios lo borraron del mapa, dando lugar a las habladurías de las diez tribus perdidas de Israel. El pequeño reino de Judá subsistió hasta el 586, año en el que fue destruido por los babilonios. Durante los dos siglos de coexistencia los dos reinos pasaron por etapas de colaboración y de enfrentamiento. El hecho fundamental de estas fechas radica en que Judá sobrevivió como reino a Israel durante casi siglo y medio. Durante este tiempo, los yahvistas puritanos de Judá se quedaron sin competencia. De un plumazo desapareció ese yahvismo relajado y ajeno al Templo de Jerusalén que profesaban los israelitas. Ahora, estaba libre el camino para el triunfo de la visión más extremista del yahvismo. Estaba llegando la hora de los judíos.



[1] Fue la dinastía de Omrí iniciada en el 884 a. de C. la que constituyó el primer reino israelita digno de tal nombre y no la de David-Salomón.

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