Se suele pasar por alto frecuentemente en Occidente que estos primeros movimientos nacionales árabes intentaron crear estados de tipo constitucional según el modelo de las naciones occidentales que habían sido sus aliadas en la Primera Guerra Mundial y que habían salido vencedoras de ella. Las primeras revoluciones árabes de Egipto, Siria o Irak querían establecer regímenes básicamente laicos, con jefes de Estado (ya fueran reyes o presidentes de república) sometidos a una constitución, dotados de un parlamento y vertebrados por partidos políticos. Los principales dirigentes árabes de entonces creían, ingenuamente, que el orden internacional nacido de la victoria aliada y tan publicitado con los Catorce Puntos del presidente Wilson sería más benévolo a la hora de permitir la independencia árabe si ésta se revestía de las formas políticas gratas a las naciones integrantes de la Entente. Pronto comprobarían que a los nuevos amos del mundo, que tenían sus propios planes para la explotación de los territorios arrebatados a lo turcos, estos sentimentalismos les traían sin cuidado.
Los aliados no supieron entender que sus antiguos aliados árabes no pretendían hacer del Islam el eje vertebrador de sus aspiraciones nacionales, pues de ser así, ¿habrían luchado contra los turcos, musulmanes como ellos, con tanto entusiasmo?
El estallido de la Segunda Guerra Mundial supuso el reforzamiento de la presencia militar británica en todos lo países de Oriente Medio. Tropas de todos los confines del imperio, India, Nepal, Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda, reforzaron los dominios para impedir a las fuerzas del Eje alcanzar el Canal de Suez y los campos petrolíferos de Oriente Medio. Como no podía ser de otra manera, la mayoría de los movimientos nacionales de liberación de la zona, profundamente hostiles al imperialismo británico pusieron sus esperanzas de emancipación en una victoria alemana. Los manipuladores judiófilos y americanófilos suelen utilizar estas simpatías hacia el bando del Eje para desacreditar la causa árabe. Sin embargo, en las circunstancias del momento, era lógico que la victoria de las armas alemanas fuera para las masas árabes y persas mucho más seductora que mantener el “statu quo” del momento, es decir, continuar bajo la codiciosa y desmedida rapiña británica. Además, en las décadas anteriores al comienzo de la guerra varias oleadas de inmigrantes judíos –“aliyás”- habían depositado en Palestina a cerca de trescientos mil judíos. Al estallar la guerra mundial en 1939 ya había 450.000 judíos en Palestina y desde dos años antes los choques brutales entre estos recién llegados y los palestinos eran frecuentes. Los árabes reprochaban a los británicos que no pusiesen freno a este permanente aluvión de judíos hacia su tierra[1]. Por otra parte, la población judía de origen europeo estaba repleta de abogados, médicos, ingenieros, técnicos de distinto tipo... lo que convirtió a los judíos, un 30% de la población del mandato británico de Palestina, en los dueños de facto de los recursos económicos del territorio. El sionismo era ya percibido como una amenaza y la lógica del momento hace comprensible que los árabes en general prefiriesen una victoria alemana. A fin de cuentas, no existía ni una sola empresa alemana expoliando la riqueza de las naciones de Oriente Medio por aquellas fechas.
En Abril de 1941 un golpe de estado en Irak derrocaba al gobierno títere de los británicos encabezado por el regente hachemita Abdullah y su fiel primer ministro Nuri Al Said. El nuevo hombre fuerte de Irak, Rachid Al Gailiani, era un patriota nacionalista al que los británicos, en buena lógica, odiaban. El nuevo gobierno, pese a ser tremendamente popular, no iba a ser tolerado por Gran Bretaña que rápidamente envió refuerzos a sus bases y guarniciones en el país. Casi todas las tropas empleadas en aplastar al nuevo gobierno iraquí eran unidades coloniales hindúes. Los británicos, que tantas veces habían acusado a Alemania de violar la neutralidad de otros países atacaron a las tropas iraquíes leales al gobierno, sofocaron sangrientamente las revueltas populares antibritánicas y finalmente, tras treinta días de combates desiguales, depusieron al gobierno díscolo y restablecieron a sus fieles Abdullah y Al Said. Los alemanes y los italianos enviaron algunas decenas de aviones a socorrer a los patriotas iraquíes, pero la ayuda fue escasa y tardía[2].
En Agosto del mismo año le tocaría el turno a Irán. El Sha Reza Khan era también demasiado nacionalista a los ojos de los británicos. Su Anglo Persian Oil Company (embrión de la actual British Petroleum) no ignoraba el poco aprecio que el Sha sentía por el Imperio Británico. Así pues, un acuerdo con la Unión Soviética propició que tropas británicas por el Sur y el Este y fuerzas soviéticas desde el Norte invadieran el país. El Sha fue depuesto y los pozos petrolíferos de Irán quedaron bien seguros en manos de la Anglo Persian.
El gobierno del Reino Unido había vuelto a enviar un mensaje muy claro a los infelices habitantes de sus colonias en Oriente Medio: con el petróleo no se juega.
[1] “La presencia colonial inglesa, obsesionada por la geopolítica del petróleo y sus correspondientes y arbitrarios mapas, contaminó progresivamente las relaciones entre judíos y árabes.” (Roberto Blatt, En defensa de Israel, Libros Certeza, 2004, p. 77).
[2] El mejor relato en español sobre este episodio de la Historia de Irak lo encontramos en la obra del profesor Carlos Caballero Jurado, La espada del Islam. Voluntarios árabes en el Ejército alemán 1941-1945, García Hispán Editor 1990. (N. del A.).
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