lunes, 11 de octubre de 2010

POLONIA TRAICIONADA, 1939-1945 (III). Jorge Álvarez

Hitler y Danzig

En Enero de 1933 el partido Nacional Socialista Obrero Alemán, que había resultado el más votado en las elecciones, entró a formar parte de un gobierno de coalición presidido por Adolf Hitler.

El programa de los nazis incidía abiertamente en rechazar muchas de las condiciones que la paz de Versalles había impuesto a Alemania y que la inmensa mayoría de los alemanes consideraba injustas.

Pero, Hitler, además de aspirar a reunificar en la Patria a los territorios poblados por alemanes que habían sido separados del Reich por las arbitrarias decisiones de los vencedores de la Primera Guerra Mundial, también pretendía crear una Gran Alemania orientada hacia el Este que necesariamente habría de colisionar antes o después con la Rusia bolchevique. Esta parte del programa hitleriano, aunque había sido más o menos expuesta en el Mein Kampf, no formaba parte del discurso público de Hitler una vez instalado en el poder supremo de Alemania.

Hitler y los dirigentes nazis eran conscientes de la popularidad que las reivindicaciones para recuperar los territorios poblados por alemanes antes de 1918 tenían entre la gran mayoría de la población. Pero tampoco ignoraban que esta misma mayoría de alemanes no estaba dispuesta a conseguir este objetivo a cambio de una nueva guerra europea. En la memoria colectiva del pueblo alemán todavía se recordaba con horror la tragedia de la Gran Guerra.

El Führer, al contrario de lo que se suele decir en los productos divulgativos para el consumo de masas, tampoco deseaba una nueva guerra contra los aliados. Pero sí estaba convencido de que si Alemania quería ser una gran potencia, debía crear algo parecido a la Commonwealth británica que asegurase al Reich el acceso seguro a una serie de materias y productos estratégicos. Para Hitler resultaba evidente que la victoria aliada en 1918 se había fundamentado casi exclusivamente en el control anglosajón de los mares. En los primeros compases de la guerra Alemania había perdido el contacto con sus escasas colonias de ultramar por causa del férreo bloqueo naval de la marina británica. Mientras los enemigos del Reich controlaban los mares y hacían llegar a sus puertos todo tipo de mercancías que mantenían su esfuerzo de guerra intacto, Alemania iba sufriendo cada día mayores carestías. En los últimos meses de la guerra la población alemana pasaba hambre y el descontento iba minando de forma inexorable la moral de combate. Hitler era consciente de que si el Ejército del Káiser y la población del Reich no hubiesen padecido el desabastecimiento provocado por el bloqueo naval aliado, el resultado de la guerra bien podría haber sido otro. Y, ciertamente, la conclusión no resulta en absoluto descabellada, pues la capacidad combativa de la máquina bélica alemana fue durante toda la guerra muy superior a la de los aliados y sólo muy al final, la superioridad material abrumadora de éstos y la desmoralización de unos soldados que sabían que sus hijos se morían de hambre, inclinó la balanza hacia el lado de la Entente[1].

El programa secreto de los nazis consistía pues, en crear en el Este de Europa una comunidad de estados satélites y en convertir a Ucrania y Bielorrusia en unos dominios explotados por los alemanes en la misma forma en la que los británicos explotaban la India. Este imperio nunca podría ser bloqueado por las fuerzas navales británicas ni norteamericanas y, en caso de una nueva guerra, permitiría a Alemania no volver a padecer ningún tipo de desabastecimiento.

Este programa conducía inexorablemente a una guerra contra la Rusia Soviética a la que Alemania pretendía despojar de la práctica totalidad de sus territorios al Oeste de los Urales. E, igualmente, este programa requería la complicidad de los estados situados entre el Reich alemán y la Unión Soviética. La complicidad o la sumisión.

Y Polonia era una pieza clave en este siniestro juego por el dominio del Oriente europeo. La casi totalidad de la frontera occidental de la Unión Soviética, exceptuando Finlandia, limitaba en los años treinta con Polonia y Rumania. La importancia de Polonia resulta evidente si pensamos que cuando se desencadenó finalmente la invasión nazi de Rusia en Junio de 1941, de las cerca de 120 divisiones alemanas que se lanzaron al asalto del Ejército Rojo, unas ochenta lo hicieron a través de la frontera polaca. Estas unidades constituían además la principal fuerza de ataque que tenía Moscú como objetivo. El resto atacaron desde Prusia Oriental por la costa báltica hacia Leningrado y desde Rumania a través de Ucrania hacia Kiev y el Mar Negro.

Cuando Alemania ocupó el país de los checos estableciendo el Protectorado de Bohemia y Moravia, lo hizo igualmente pensando en su secreto plan de dominio en el Este. Los checos eran una minoría nacional hostil a Alemania y no se podía contar con ellos como aliados en el futuro. Por otra parte, la explotación de la moderna y eficiente industria de armamento checa se revelaba como parte imprescindible de los planes expansivos del Reich. Los eslovacos se declararon independientes y decidieron unir su destino al de Alemania.

En aquel contexto conviene recordar que en Marzo de 1939 Polonia se lanzó sobre los despojos de la república checoslovaca anexionándose la rica región minera de Teschen con el beneplácito de Alemania.

El 5 de Enero de ese año Hitler invitó a Josef Beck, ministro de Asuntos Exteriores de Polonia a su impresionante residencia alpina de Berchtesgaden. Beck era mucho más que un simple ministro. A la muerte de Pilsudski en 1935 se había formado algo así como un triunvirato rector formado por políticos-militares continuistas de la línea del fallecido mariscal; el general Rydz-Smigly, Ignacy Moscicki y Josef Beck pasaron a regir los destinos de Polonia.

Hitler aspiraba a conseguir dos cosas de los polacos. La primera era su consentimiento a la construcción de una carretera y una línea de ferrocarril en régimen de extraterritorialidad que uniesen el territorio del Reich con el de Prusia Oriental atravesando el corredor polaco hasta Danzig y la restitución de ésta a la soberanía alemana. La segunda, la incorporación de Polonia a la alianza con Alemania, tal y como harían Rumania, Hungría, Eslovaquia o Croacia.

A cambio Hitler proponía a Polonia dejar Danzig bajo su control económico, aceptar su soberanía sobre el Corredor y garantizar sus fronteras, no sólo las muy discutibles del Oeste, sino también las más polémicas del Este frente a cualquier amenaza soviética. Durante toda la época de la democrática República de Weimar, ningún canciller había osado garantizar a Polonia sus fronteras con Alemania.

Prescindiendo de la ya tópica propaganda anti nazi, resulta obvio desde un punto de vista objetivo que las proposiciones que Hitler hacía a Polonia eran razonables e incluso generosas. En 1939 la viabilidad del estado polaco residía única y exclusivamente en la voluntad del Reich alemán y de la Rusia Soviética. Ninguna otra nación podía influir en el destino de Polonia.

Hitler aspiraba sinceramente todavía a comienzos de 1939 a atraer a los polacos a la alianza con Alemania frente a la Unión Soviética. El Führer era austríaco, había sido educado como católico y carecía de esa visión tan negativa de los polacos que estaba tan arraigada en sus vecinos, los prusianos luteranos.

Josef Beck rechazó todas y cada una de las propuestas que Hitler y su ministro de Exteriores Ribbentrop le hicieron aquel día.

La actitud de los dirigentes polacos en 1939 no ha merecido demasiado la atención de los historiadores. El asunto se suele despachar, como casi todo lo que se relaciona con Hitler y la Alemania nazi, con análisis superficiales y prejuicios políticos basados más en los acontecimientos posteriores que en la realidad política del momento en el que se tomaron las decisiones.

El dirigente político ideal no es el que saca a su nación de crisis aparentemente insalvables. Es realmente el que consigue evitar las crisis con el menor quebranto posible para su nación. La clase dirigente polaca de 1939 había sido testigo y protagonista del milagro de la victoria contra los bolcheviques en la batalla de Varsovia de 1920. El aumento territorial conseguido con una guerra que la comunidad internacional les daba por perdida fomentó una sensación creciente de seguridad y una pérdida de contacto con la realidad creciente. La Rusia soviética nunca fue un país que olvidase una afrenta. La meritoria victoria polaca se produjo en un momento en el que el régimen bolchevique afrontaba el desafío de la guerra civil contra los ejércitos blancos en un país cuyos inmensos recursos aún no había conseguido organizar adecuadamente en su provecho. En el Oeste, las enormes ganancias territoriales conseguidas a costa de Alemania no se debían a ningún mérito de los polacos, sino a una decisión unilateral de los aliados vencedores de la Gran Guerra. La República de Weimar aceptó estas fronteras como un hecho consumado pero nunca las reconoció oficialmente. En 1939 Polonia parecía no acabar de entender que la Unión Soviética de Stalin y el nuevo Reich alemán de Hitler tenían muy poco que ver con las debilitadas Alemania y Rusia de hacía unos años.

Como ya vimos, en Marzo de 1939 Polonia participó activamente en el festín que siguió a la desaparición de Checoslovaquia. Y si lo hizo, fue única y exclusivamente porque Alemania, que se había convertido ya en el árbitro indiscutible de Europa Oriental, se lo permitió. Hitler todavía albergaba alguna esperanza de que los autócratas conservadores que gobernaban Polonia aceptasen su oferta de Enero.


[1] Más de 750.000 civiles alemanes murieron de hambre a causa del bloqueo naval británico. Después de la rendición alemana en Noviembre, el bloqueo se mantuvo a iniciativa de Churchill, a la sazón Primer Lord del Almirantazgo, durante nueve meses más, hasta Julio de 1919, con la única intención de obligar a Alemania a aceptar las humillantes condiciones de paz que los aliados les impusieron. De esta forma, la población alemana siguió muriendo mucho después de que las armas hubiesen callado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario