sábado, 16 de octubre de 2010

HISTORIA DE LOS JUDÍOS, ESOS TIPOS TAN ENTRAÑABLES (V). Jorge Álvarez.

LA “MILAGROSA” APARICIÓN DEL “LIBRO DE LA LEY

“Llegó un hombre de Dios de Judá mandado por el Señor. Y gritó contra el altar, por orden del Señor.”¡Altar, altar! Así dice el Señor: Nacerá un descendiente de David llamado Josías que sacrificará sobre ti a los sacerdotes de los altozanos que queman incienso sobre ti y quemará sobre ti huesos humanos”. (I Reyes, 13, 1-2)

“Josías hizo desaparecer todas las abominaciones de toda la tierra de los hijos de Israel y obligó a todos cuantos se hallaban en Israel a servir a Yahvé, su Dios. Durante toda su vida no se apartó de Yahvé, Dios de sus padres.” (II Crónicas, 34, 33)

En el año 622, casi un siglo después de la desaparición del reino de Israel, ocurrió un extraño suceso durante el reinado de Josías que la Biblia recoge en el Segundo Libro de los Reyes. Josías fue proclamado rey con tan sólo ocho años de edad. Es éste un dato fundamental, pues, teniendo en cuenta la enorme trascendencia de los acontecimientos ocurridos durante su reinado, su precoz acceso al trono pudo resultar decisivo.

Antes de Josías había ocupado Manasés el trono de Judá. La verdad es que a este rey, descrito en el segundo Libro de los Reyes como un pecador, un corrupto y un apóstata, le tocó reinar en el período de máxima presión asiria. Su reino era vasallo de los asirios y es fácil entender que la indulgencia con la que contempló la proliferación de altares a dioses asirios en su territorio se debió más a consideraciones pragmáticas, diríamos hoy “Razón de Estado”, que a la naturaleza pervertida que los yahvistas redactores de la Biblia le atribuyeron. Manasés había sucedido a su padre Ezequías como rey. Éste, influenciado por los fanáticos yahvistas había seguido la política de enfrentamiento con Asiria. Y fue un desastre. El monarca asirio Senaquerib invadió Judá y la arrasó. Ezequías se refugió tras las murallas de Jerusalén y los asirios la sitiaron dispuestos a destruirla. Al final, Ezequías consiguió negociar con Senaquerib el pago de un enorme tributo de vasallaje y éste levantó el sitio. La desgracia para Judá fue que los fanáticos yahvistas interpretaron todo, igual que siempre, como les dio la gana. Jerusalén se había salvado, no porque al final había cedido ante las demandas asirias, sino porque su dios estaba con ella, porque era la ciudad del Templo de Yahvé y éste la protegería siempre y porque en consecuencia era invencible. Como es lógico, Manasés, más prudente, decidió aplicar la política contraria a la de su padre. Ignoró al núcleo yahvista que le instaba a seguir los pasos de su predecesor y puso en práctica una política religiosa más acorde con los intereses de Judá. Curiosamente el reinado de Manasés de 55 años, fue el más largo de la historia de Judá y transcurrió en paz y sin sobresaltos. Sin embargo, a los cronistas yahvistas no les gustó nada. A buen seguro, la mayoría de los humildes habitantes, agricultores y pastores de Judá, tenía una opinión muy distinta.

A Manasés le sucedió su hijo Amón, con veinte años de edad y que siguió fielmente la inteligente política de su padre. Sin embargo, a los dos años de su entronización, murió asesinado. Los conspiradores yahvistas, evidentemente, estaban detrás de este crimen de estado. Otro reinado con altares abiertos a diferentes dioses por todo el territorio de Judá era algo inadmisible. Así fue como llegó al trono el hijo de Amón, Josías, con tan sólo ocho años de edad. No se trataba ya de tener que lidiar con un adulto con ideas claras de gobierno como era su padre. Ahora se trataba de un niño pequeño fácilmente moldeable por sus preceptores, es decir, los sacerdotes del Templo, los máximos beneficiarios de la centralización del culto.

En el año 622 el rey Josías tenía unos 25 años. Fue entonces cuando, siempre según el segundo Libro de los Reyes, en el transcurso de unas obras de reforma que se efectuaban en el Templo, el sumo sacerdote Helcías declaró que había aparecido un misterioso libro, que definió como el “libro de la Ley”. Por orden de Helcías, el secretario, Safán, le entregó el libro al rey. La reacción que según el texto bíblico este hallazgo provocó en el rey Josías es muy interesante. El rey “rasgó sus vestiduras” y ordenó al sumo sacerdote Helcías y a otros notables:

“Id a consultar a Yahvé por mí, por el pueblo y por todo Judá respecto de las palabras del libro que se ha encontrado, porque seguro que es grande la cólera de Yahvé contra nosotros por no haber obedecido nuestros padres las palabras de este libro y no haber puesto por obra cuanto en él se nos manda.”[1]

            El relato bíblico, como hemos visto, reconoce que, hasta para el propio rey, la misteriosa ley encontrada había sido básicamente ignorada hasta entonces.

Josías reunió en asamblea al pueblo de Jerusalén y en persona leyó ante todos el misterioso libro recién hallado. A continuación, el rey, en una sobrecogedora ceremonia selló, sobre el libro, un pacto con el pueblo, por el que se prohibía terminantemente el culto a Yahvé fuera del Templo, pues según el “libro de la Ley” era notorio que Yahvé sólo quería ser honrado en ese lugar y no en otros.

La reforma de Josías acabó definitivamente con los altares que seguían diseminados por las colinas y cerros, siempre lugares altos, del territorio de Judá y en los que muchos aldeanos seguían haciendo sacrificios a dioses cananeos, pero también en otros casos al mismo Yahvé. Junto a estos altares, los soldados del rey Josías asesinaron a todos los sacerdotes que se ocupaban del culto en ellos.

¿Qué se escondía detrás de esta siniestra maniobra del sumo sacerdote Helcías? Ni más ni menos que el poder y la riqueza para él, sus descendientes, y en general toda la clase sacerdotal que vivía del negocio del Templo.

Que el templo era antes que nada un suculento negocio para la clase sacerdotal es un hecho incontestable sin el que es imposible entender la historia de los judíos. Lo explica con meridiana claridad el judío francés Jacques Attali[2],

“Se organiza una verdadera economía alrededor del Templo, que recibe cada año el sexto de las cosechas; un décimo de esa ofrenda va a los levitas, sacerdotes entre los sacerdotes, el resto sirve para la gloria del Templo y para alivio de los pobres. Los primeros frutos del año deben ser ofrecidos al gran sacerdote. Toda donación al Templo se vuelve sagrada, y el donante no puede recuperarla sino comprándola por una suma superior a su valor en el mercado. El Templo, el lugar mejor custodiado del país, se convierte así en una cámara fortificada que también utilizan el Estado y las grandes fortunas privadas para resguardar sus riquezas. Rápidamente constituye el principal polo de atracción del país, el lugar de encuentro de todos los hebreos provenientes de los imperios vecinos. Incluso, su atrio se convierte en el lugar de trabajo de los pesadores de metal precioso, luego de los prestamistas, que ejercen ya sea con personas privadas o con empleadores, en especial con los propietarios rurales, que piden préstamos antes de las cosechas para pagar el salario de sus aparceros.”

Esto y no otra cosa, era el templo de Yahvé. Con tal negocio en sus manos es fácil entender cómo la corrupta clase sacerdotal de origen levítico hizo todo lo posible por no perder el chollo. Entre otras “minucias” y sin ánimo de ser exhaustivos:

·         inventarse a un Yahvé celoso y vengativo que sólo quería ser honrado en el Templo,
·         legitimar esta estafa con la redacción tramposa de un libro de la Ley manipulado groseramente en su exclusivo beneficio
·          presentar como hombres santos imbuidos del espíritu de Yahvé a los fanáticos y codiciosos levitas y profetas que engañaron al pueblo con trucos de brujería, que conspiraron contra los que se oponían a sus privilegios, que asesinaron a sacerdotes de otros credos y a reyes enfrentados a sus privilegios y que llevaron con su fanatismo a sus reinos a guerras inútiles y crueles.

La descripción magistral que Attali hace del Templo recuerda bastante al entramado público-privado que es hoy en día la Reserva Federal norteamericana, la Fed, con su “sancta sanctorum” de Fort Knox. Esta descripción del primer Templo también coincide con la descripción evangélica del segundo Templo, aquel turbio centro de negocios que tanto indignó a Jesucristo. El arranque de santa indignación que le provocó la visión del Templo convertido en un mercado y que le movió a expulsar violentamente a los mercaderes, le puso directamente en el punto de mira de los sacerdotes, que no permitían, como ya hemos visto, que nadie pusiese en peligro sus negocios de familia. Y por ello fue crucificado. Por desafiar a los saduceos y al sanedrín. Pero sobre esto volveremos más adelante, cuando dejemos absolutamente clara la exclusiva responsabilidad de los judíos saduceos en la muerte de Cristo, acción abominable que, cínicamente, los judíos siempre han intentado hacer recaer en los romanos.

Retomemos la historia de los judíos donde la habíamos dejado. Los estudiosos de la Biblia no han sido capaces de averiguar el contenido exacto del “libro de la Ley” que tan oportunamente apareció bajo el reinado del joven rey Josías. Es seguro que como poco, el libro misterioso contenía íntegramente lo que hoy conocemos como el Deuteronomio. Y también, durante esta época tuvo lugar la redacción que nos ha llegado del libro de Josué, de Los Jueces, de Samuel y del de Los Reyes. Pero es seguro que el autor del libro manipuló, además, otros libros bíblicos para hacerlos más acordes con el espíritu yahvista[3]. Obviamente, toda esta farsa del libro hallado en un hueco oculto del Templo durante unas obras de reforma, había sido planeada por el sumo sacerdote y sus secuaces seguramente durante el reinado del odiado Manasés. Estos conspiradores siniestros eran conscientes de que otro reinado tan largo como el de Manasés, con la misma política de permisividad religiosa, con paz y prosperidad significaría, sin lugar a dudas, el fin del yahvismo, y, lo que es lo mismo, el fin de los privilegios. A la muerte de Manasés, aguardaron a ver como respiraba su hijo Amón. Cuando comprobaron, tras dos años de reinado, que iba a ser un rey como su padre, independiente e insensible a sus demandas de pureza religiosa, decidieron pasar a la acción[4]. Lo asesinaron sabiendo que el nuevo rey, Josías, con tan sólo ocho años, sería presa fácil para su adoctrinamiento. Escribieron el falso libro posiblemente durante la infancia del joven rey, prepararon a éste para que se creyese cualquier cosa que el sumo sacerdote le presentara como cierta, escondieron el libro y lo “encontraron” justo en el momento en el que consideraron que Josías estaba maduro para la reforma yahvista que tanto anhelaban. Y así fue. El ingenuo rey se tragó el cuento e hizo exactamente todo lo que el sumo sacerdote Helcías y su clan habían previsto que hiciese. Si en algo coinciden todos los expertos bíblicos e historiadores del período, es en que los únicos beneficiarios de esta reforma fueron los sacerdotes del Templo, que acabaron con toda la competencia que había tolerado Manasés y además, vieron enormemente reforzada su autoridad gracias a la legitimidad que les otorgaba el nuevo y desconocido “libro de la Ley” recién hallado y que, como es lógico, dataron seiscientos años atrás y atribuyeron al mismo Moisés. Si por aquel entonces hubiese sido posible hacerle al misterioso libro la prueba del carbono 14, a buen seguro hubiesen descubierto que había sido escrito unos meses antes. Pero los supersticiosos semitas del siglo VII antes de Cristo estaban dispuestos a creerse muchas cosas que hoy, en el mejor de los casos, consideraríamos bromas de cámara oculta.

La reforma de Josías se llevó a cabo según las instrucciones del “libro de la Ley”, del Deuteronomio. Lo curioso de este libro es que establece, con una meticulosidad más que sospechosa, todas las obligaciones del pueblo hacia sus sacerdotes levitas, lo que deben donar al Templo, la periodicidad con la que deben hacer sus ofrendas y donativos… Y además, es el único que establece horrorosos castigos impuestos por Yahvé a los infelices que no cumplan estas obligaciones. Resulta evidente la intención de los redactores por unir a través del tiempo a los levitas de Moisés con los sacerdotes del Templo, que serían los nuevos levitas. Algo así como los elegidos entre los elegidos. También resulta evidente la intención de éstos de legitimar la autoridad del rey Josías sobre el territorio del antiguo reino de Israel, como descendiente de David. La dinastía davídica era la única que podía gobernar todo Israel por la legitimidad de la voluntad de Yahvé.

Casi todos los pasajes de los libros del Pentateuco en los que Moisés exhorta a los israelitas a asesinar a sangre fría a los pueblos cananeos para despojarlos de sus tierras y todos los relatos sangrientos de la conquista de Canaán que se mencionan en Josué o Jueces, imbuidos de fanatismo sectario y genocida, no pertenecen a las viejas tradiciones orales de J o E. Son enteramente atribuibles a la fuente D, son obra del redactor deuteronomista, es decir, de Helcías y sus conspiradores del Templo.

Que los libros bíblicos históricos impregnados de estilo deuteronomista fueron escritos en el siglo VII bajo el reinado de Josías se deduce de una lectura atenta en la que se detectan numerosos anacronismos que únicamente han podido ser causados por un redactor del siglo VII o posterior.[5]

La visión pues que triunfó del judaísmo, la que actualmente veneran los judíos creyentes, no es más que la versión fanática que se origina bajo el reinado de Josías. La idea de un pueblo elegido por el único dios verdadero, idea excluyente donde las haya, de un dios vengativo y celoso, la idea de este concepto patrimonialista de dios, no surge de la mano de Moisés en las arenas del desierto, surge de las manos de los sacerdotes del Templo más de seiscientos años después.

Tan sólo habían transcurrido unos treinta años de esta gran farsa conocida como “Reforma de Josías”, cuando los babilonios de Nabucodonosor conquistaron Jerusalén, destruyeron el Templo y deportaron a las élites judías, comenzando así la época del exilio babilónico. La lógica podría hacer pensar que estos sucesos, acaecidos tan poco tiempo después de la revolución religiosa de Josías, darían al traste con ella. Pero no sólo no fue así, sino que ésta se consolidaría durante el exilio y tras la vuelta a Palestina, la religión judía profundizaría aún más en esta línea que culminaría cinco siglos más tarde con la aparición del Talmud. Veamos con cierto detenimiento este proceso.


[1] II Reyes 22, 11-13
[2] Jacques Attali, Los judíos, el mundo y el dinero, Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 44.
Attali es un prestigioso intelectual francés de origen judío que, entre otras importantes responsabilidades, fue asesor del presidente François Miterrand.
[3] La redacción deuteronomista-yahvista efectuada durante el reinado de Josías, además de inventarse por completo el Deuteronomio, contaminó de su espíritu fanático y sectario a pasajes del Éxodo, del Levítico, de Números,  de Jueces, de Samuel y de parte de Reyes. La redacción definitiva siguiendo este mismo espíritu se acabó durante y después del exilio babilónico por los redactores sacerdotales.
[4] La historia no es tan extraña como pudiera parecer a simple vista. El faraón Akenatón que introdujo el nuevo culto pre-monoteísta en Egipto hubo de enfrentarse a la casta sacerdotal que se oponía a  este culto. El cierre de los templos de Amón-Ra y la confiscación de sus tierras, soliviantó a los codiciosos  sacerdotes. Hubo estallidos de violencia instigados por éstos y a la muerte del faraón, Egipto volvió al politeísmo.  
[5] Detalles de la historia de los patriarcas hablando de camellos de carga cuando estos animales sólo fueron domesticados en la zona hacia el año 1000 a. de C. o menciones en el Génesis a pueblos o reinos que existían durante la época de Josías pero no aún en la de los patriarcas, como los arameos o el reino de Edom, son reveladores del momento histórico de su redacción. Sobre este asunto es definitiva la aportación de Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman en la obra ya citada “La Biblia desenterrada”.

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