EL TERROR ROJO Y EL TERROR PARDO
EN TIEMPOS DE PAZ.
LO QUE ROOSEVELT NO QUISO VER.
¿Por qué Roosevelt estaba absolutamente decidido a ignorar el carácter salvaje y brutal del régimen comunista soviético de Stalin? ¿Por qué estaba convencido de que los regímenes fascistas suponían un peligroso desafío a la libertad de los pueblos y al mismo tiempo pregonaba que la experiencia comunista en Rusia era una inofensiva revolución emancipadora similar a la americana de finales del siglo XVIII? En el verano de 1939, vísperas del estallido de la Segunda Guerra Mundial y para cuando Roosevelt ya estaba totalmente decidido a apoyarse en Stalin para acabar con Hitler, el balance comparativo entre el terror pardo y el terror rojo, no dejaba lugar a dudas. En 1933, año de acceso al poder de Roosevelt, Stalin ya había consumado el exterminio por hambre (Holodomor) de entre 5 y 6 millones de campesinos ucranianos, y el de otros dos millones de campesinos kazakos y caucásicos[1].
Entre 1937 y 1938, durante los tres años que duraron las purgas del aparato del partido y que pasaron a la Historia como El Terror (tomando el nombre del mismo período de la Revolución Francesa), Stalin ordenó en torno a un millón de ejecuciones[2]. Dejando de lado varios centenares de miles de asesinatos más que a buen seguro afectaron a personas sin relevancia ni significación política en los años previos a las purgas, podemos estar seguros de que el régimen comunista soviético, antes de empezar la Segunda Guerra Mundial, en un período de paz interior y exterior (la guerra civil había finalizado hacía 12 años) había asesinado a más de 9 millones de personas, casi todas ellas de nacionalidad soviética y que durante toda la década de los años treinta, la cifra de internados en el Gulag nunca descendió significativamente de los diez millones. Teniendo en cuenta que por esas fechas la población de la Unión Soviética rondaba los 160 millones de individuos, podemos afirmar con rotundidad que en torno a un doce por ciento de la población se vio afectada por la represión. En algunas zonas, como Ucrania, prácticamente no había una sola familia que no contase con víctimas en su seno.
Entre 1937 y 1938, durante los tres años que duraron las purgas del aparato del partido y que pasaron a la Historia como El Terror (tomando el nombre del mismo período de la Revolución Francesa), Stalin ordenó en torno a un millón de ejecuciones[2]. Dejando de lado varios centenares de miles de asesinatos más que a buen seguro afectaron a personas sin relevancia ni significación política en los años previos a las purgas, podemos estar seguros de que el régimen comunista soviético, antes de empezar la Segunda Guerra Mundial, en un período de paz interior y exterior (la guerra civil había finalizado hacía 12 años) había asesinado a más de 9 millones de personas, casi todas ellas de nacionalidad soviética y que durante toda la década de los años treinta, la cifra de internados en el Gulag nunca descendió significativamente de los diez millones. Teniendo en cuenta que por esas fechas la población de la Unión Soviética rondaba los 160 millones de individuos, podemos afirmar con rotundidad que en torno a un doce por ciento de la población se vio afectada por la represión. En algunas zonas, como Ucrania, prácticamente no había una sola familia que no contase con víctimas en su seno.
En el verano de 1939, en la víspera del inicio de la guerra, se calcula que la Revolución Nacionalsocialista en Alemania había sido responsable de la ejecución de 20.000 opositores al régimen, casi todos ellos marxistas[3]. En las purgas nazis que pasaron a la Historia como la Noche de los Cuchillos Largos y que duraron 2 días, en las que Hitler descabezó a la oposición interior del partido, se calcula que murieron unas 150 personas.[4] A finales de la década de los treinta, había unos diez mil presos políticos en Alemania (¿cuántos presos políticos podían tener democracias como Gran Bretaña o Francia en sus colonias de ultramar).[5] Así pues, hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y prácticamente en el mismo período, 1933–1939, el régimen nazi había ejecutado a algo más de 20.000 personas por los nueve millones de ejecuciones perpetradas por el régimen soviético. Las purgas dentro del aparato de poder nazi se habían llevado por delante a unas 150 personas por el millón de ejecutadas en la Unión Soviética. En pleno auge de poder de Hitler en tiempo de paz, no más de 10.000 personas estaban internadas simultáneamente por motivos políticos mientras que en la Rusia de Stalin en las mismas fechas, los internados rondaban permanentemente los diez millones. Antes del estallido de la guerra, la represión nazi había alcanzado a un dos por ciento de la población alemana. Por lo que respecta al régimen fascista italiano, (ese régimen brutal, represivo y policial que con tanta insistencia nos han descrito los comunistas y sus colegas demócratas de centro-derecha), hasta justo su entrada en la guerra en 1940 había ejecutado a nueve personas por razones políticas y en toda su historia, 23 años, hasta la caída de Mussolini, había enviado a la cárcel por motivos políticos a 5.000 personas[6].
Aunque estas cifras son bastante elocuentes, conviene matizarlas explicando las enormes diferencias que además se daban en el ejercicio de la represión en uno y otro régimen. Por ejemplo, es hoy de sobra conocido cómo el terror de Stalin planeaba amenazante sobre todos los súbditos del tirano comunista de manera que nadie podía sentirse a salvo. Muchos de los máximos dirigentes bolcheviques y del Comintern que habían gozado de la confianza total de Stalin fueron detenidos, torturados, obligados a firmar confesiones falsas y finalmente fusilados. El tirano rojo no se contentaba con eliminar, sin más, a quienes consideraba sus enemigos, necesitaba hacerlos sufrir, despojarlos de su dignidad hasta convertirlos física e espiritualmente en auténticos guiñapos que se autoinculpaban como autómatas con tal de no volver a las celdas del NKVD. Los interrogatorios y los confinamientos duraban en muchos casos meses e incluso años, y sólo cuando la víctima había sido destruida como persona, se le concedía la “liberación” a manos del pelotón de fusilamiento. Durante las purgas, cualquiera podía ser acusado. Muchos ciudadanos soviéticos fueron asesinados por el único hecho de haber estudiado o trabajado en países capitalistas en algún momento de sus vidas, otros por conocer a alguien que a su vez había sido asesinado, otros por ser familiares de algún represaliado. Nadie estaba realmente a salvo, la incertidumbre de quién o quiénes podían ser los próximos objetivos torturaba a los súbditos de Stalin haciéndoles vivir en una continua pesadilla. El gobierno se inventaba regularmente categorías nuevas de “enemigos de la Revolución”, y el que no pertenecía a alguna de ellas, sólo podía sentirse a salvo mientras Stalin no se sacase de la manga alguna nueva categoría de traidores. En cualquier momento, cualquier persona podía quedar repentinamente clasificada como “trotskista”, “fascista”, “burgués”, “kulak”, “contrarrevolucionario”, etc, tanto si lo fuese realmente, como si no, lo cual, por cierto, era lo más habitual. Además, un Decreto del 9 de Junio de 1935 modificaba el Derecho Penal Soviético permitiendo al Estado imponer penas de hasta veinte años de prisión a las familias de los “traidores”. De esta forma, se introducía con carácter legal la toma de rehenes para evitar traiciones o deserciones.[7] Este terror que algunos han clasificado equivocadamente como paranoico, era calculado y metódico. La condena de inocentes e incluso de “inocentes próximos al poder”, buscaba crear deliberadamente la sensación generalizada de que nadie estaba a salvo, pretendía evitar que pudiesen existir grupos de ciudadanos soviéticos que por sus ideas comunistas, su lealtad al partido o su fe en Stalin se sintiesen confiados y seguros[8].
Por el contrario, las purgas nazis dentro de su propio partido, siendo crueles e injustificables, fueron rápidas (duraron dos días, frente a los dos años de las purgas soviéticas) e infinitamente menores como ya vimos, afectaron exclusivamente a un grupo determinado (algunos responsables de las S.A. y ocasionalmente algún opositor a Hitler como Von Schleicher o Von Kahr), y se efectuaron en general sin mediar la tortura ni el ensañamiento con las víctimas. Sus familias fueron escrupulosamente respetadas e incluso, por orden directa de Hitler (en un intento evidente de tranquilizar su conciencia), se les asignó a las viudas, una pensión vitalicia (esta misma actitud adoptaría el régimen nazi 10 años después respecto de las familias de los implicados en el atentado fallido contra Hitler del 20 de Julio de 1944).[9] Contemplando las ejecuciones del 30 de Junio de 1934 prescindiendo de las consideraciones humanitarias y atendiendo exclusivamente al frío dato estadístico y comparativo, resulta evidente que la Revolución Nazi “devoró a sus hijos” en mucha menor cuantía y con bastante menos saña que la Revolución Francesa liberal o que por supuesto la Revolución Bolchevique.
Por lo que respecta a la represión contra los enemigos del partido único, el régimen nazi desencadenó la ofensiva más fuerte contra la oposición en 1935. Miles de dirigentes comunistas y socialdemócratas fueron arrestados y en los años que siguieron hasta el estallido de la guerra, las cifras más altas señalan que 20.000 de ellos fueron ejecutados sobre una población alemana próxima a los 80 millones de individuos. Es una cifra escandalosa pero no tanto como los 40.000 franceses que sobre una población de 25 millones fueron asesinados por los demócratas en nombre de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, durante las purgas de 1794[10]. La realidad es que de las tres grandes revoluciones políticas que han marcado el devenir de la humanidad en los 200 últimos años, la nazi-fascista es, hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, objetiva e incuestionablemente, la menos cruenta a la luz de los datos históricos que están al alcance de cualquiera que los quiera ver. A pesar de ello, los dirigentes de casi todas las democracias occidentales, con Roosevelt a la cabeza, preferían no verlos. A mediados de los años treinta, resultaba perfectamente evidente que el Estado soviético trataba a su propio pueblo en tiempo de paz con mayor severidad de la que habitualmente se emplea con la población de una nación enemiga conquistada en tiempo de guerra. Stalin no gobernaba para su pueblo sino más bien contra él. Su desconfianza patológica le hacía tratar a sus súbditos como potenciales traidores, como enemigos y por esa razón, las más despiadadas técnicas que un ejército invasor emplea contra la población ocupada eran superadas sistemáticamente por el dirigente bolchevique en el gobierno de su pueblo: detenciones masivas sin garantías de ningún tipo, deportaciones, trabajos forzados, toma de rehenes, fusilamientos aleatorios, requisas de alimentos y sometimiento por hambre... El régimen nazi utilizó el terror político en tiempo de paz contra los dirigentes marxistas de la época de Weimar como presuntos opositores a la revolución nacional. La represión alcanzó también a los judíos sobre todo a partir de 1938, aunque las matanzas generalizadas de éstos no comenzaron hasta bien entrada la guerra. A pesar de ello, para la inmensa mayoría de la población alemana, que como la de cualquier otro país, no se significaba políticamente, el régimen nazi no suponía una amenaza. La represión alcanzaba a quienes se oponían a la dictadura hitleriana, pero quienes la apoyaban –y eran millones- podían en general vivir tranquilos (algo que como vimos no podían hacer en Rusia ni los bolcheviques más fanáticos) e incluso no tenían nada que temer los indiferentes, los que no sentían entusiasmo por el Führer ni rechazo hacia él. Entre un grupo y otro, podemos estar hablando sin duda del 90% o más del total de la población alemana. Dicho de otro modo, la revolución nazi antes de la guerra actuó con dureza contra una pequeña parte de su pueblo, la que formaban los individuos hostiles al nuevo régimen con relevancia política (diputados, dirigentes de partidos políticos, alcaldes, cargos de la administración pública afectos a partidos opositores, intelectuales, casi todos ellos marxistas) pero, a diferencia de lo que ocurría en la Unión Soviética, los nazis no actuaron contra su propio pueblo.[11] En contraposición a Stalin que desconfiaba de sus súbditos, los nazis estaban plenamente convencidos de que después de haberse ganado en la oposición a casi la mitad de los alemanes, desde el poder se ganarían para su causa a la otra mitad (a finales de los años treinta prácticamente lo habían conseguido y Adolfo Hitler era probablemente uno de los dirigentes políticos del mundo más querido por su pueblo).
Es incuestionablemente cierto que el régimen nazi, a medida que la guerra se iba recrudeciendo, iba aumentando progresivamente su brutalidad, pero ni tan siquiera los propios jerarcas nazis, habían diseñado ningún plan de “solución final” al problema judío cuando Roosevelt ya había decidido intervenir contra Alemania en cuanto las circunstancias se lo permitiesen. Sin embargo, a mediados de los años treinta, cuando Roosevelt y su camarilla cortejaban frívola e irresponsablemente a Stalin tratando de atraerlo a su frente antifascista internacional, el tirano soviético había ya asesinado a millones de personas, muchas de ellas por razones estrictamente étnicas.
Es sabido que el pueblo americano se puede considerar, además de uno de los más religiosos de entre los países occidentales, el más radical defensor del derecho a la libertad de culto. Pero es que también el derecho a la propiedad privada es un derecho sagrado para el americano de a pie, sin duda uno de esos derechos inalienables. El derecho sin el cual jamás habría existido “el sueño americano” que atrajo a millones de desheredados del viejo continente en busca de la tierra virgen, del país de las oportunidades. ¿Por qué el presidente de los americanos estaba tan predispuesto a entenderse con la única nación de la tierra en la que la propiedad era un robo y por tanto había sido abolida y la religión, considerada como opio del pueblo, prohibida? ¿Por qué a Roosevelt le importaba tan poco que Stalin pisotease a diario los principios sagrados por los que los americanos estarían dispuestos a dar su vida sin dudarlo? ¿Por qué esa obsesión en cambio por destruir a una Alemania en la que, si bien era cierto que algunos derechos políticos habían sido restringidos, también lo era que casi todos los derechos naturales, no políticos, eran respetados para la mayoría de la población? Mientras en la Unión Soviética se cerraban las iglesias y las mezquitas y se perseguía con saña asesina a los religiosos, en la Alemania nazi las iglesias católicas o luteranas (el 95% de los alemanes pertenecen a una de estas dos confesiones) permanecían abiertas y el culto proseguía en ellas como de costumbre. La inmensa mayoría de los alemanes, al igual que ocurría y ocurre en todos los países europeos, no estaba políticamente comprometida con ningún partido. Aunque la afiliación era superior a la de las democracias actuales, eran muchos más los alemanes que estaban deseosos de cambiar inestabilidad y conflictividad por paz social y trabajo para todos. Los nazis, en 1.938 gozaban de un respaldo popular que ningún gobierno había tenido en toda la historia de Alemania. Tal vez únicamente comparable a los momentos de gloria de Bismark. Sin recurrir a demagogias populistas del tipo del Nuevo Trato, los gobiernos presididos por Hitler habían conseguido el pleno empleo. En sólo tres años, de 1933 a 1936, los seis millones de desempleados heredados de la muy democrática (e ineficaz) república de Weimar se habían reducido a cero. Entre 1933 y 1939, el Nuevo Trato de Roosevelt había reducido el paro en los Estados Unidos de 13 a 9 millones de desempleados. Si comparamos la superficie y la disponibilidad de recursos naturales de Alemania y de los Estados Unidos, alcanzaremos a valorar aún mejor el mérito de la política social y económica de Hitler y la sonrojante ineficacia de la de Roosevelt. Es un hecho que mientras en la Unión Soviética se gobernaba contra el pueblo, en la Alemania del Tercer Reich los alemanes se sentían felices y orgullosos de sus gobernantes.[12] Las libertades básicas no habían sido recortadas. Los alemanes, a diferencia de los soviéticos, tenían derecho a la propiedad privada de bienes de producción y de consumo (al igual que los americanos), podían residir donde quisieran (al igual que los americanos), podían circular libremente por su país y entrar y salir de él cuando les viniese en gana (como los americanos), podían asistir sin ser molestados a sus ritos religiosos (como los americanos), podían trabajar donde quisieran (mejor que los americanos entonces, que tenían 9 millones de parados)...Sólo las minorías integradas por destacados activistas políticos marxistas y los judíos se habían visto privados de sus derechos (como los indios de las llanuras americanas que se pudrían en reservas insalubres o los negros, mucho más numerosos que los judíos de Alemania y que en casi la mitad de los Estados de la Unión, estaban sometidos a una segregación[13] no muy diferente de las Leyes de Nuremberg). Por lo demás, aunque los alemanes, efectivamente, no podían votar a diferentes partidos, todos los análisis, incluidos los de los historiadores más anti nazis, coinciden en que, por esas fechas, este era un hecho que les traía sin cuidado. Antes de la llegada de los nazis al poder los alemanes habían soportado una república democrática que les había atiborrado de derechos inútiles y a continuación les había impedido acceder a un puesto de trabajo, les había mantenido en el enfrentamiento y la crispación permanentes, les había hurtado la seguridad ciudadana, les había negado el derecho a sentirse orgullosos de su comunidad nacional...Los alemanes entendían que Hitler les había privado de derechos accesorios y les había garantizado con hechos y no con palabras, los derechos esenciales. Sin embargo, a finales de los años treinta, los ciudadanos soviéticos vivían sin ningún tipo de derecho por elemental que éste fuese. Todos, independientemente de sus simpatías políticas, de su credo o de su raza, eran víctimas potenciales de la paranoia asesina de Stalin y sus secuaces. No podían trabajar más que donde el partido se lo permitía, no podían salir de la Unión Soviética sin un permiso especial (y generalmente sabiendo que su familia quedaba como rehén), no podían moverse tampoco libremente dentro de la Unión Soviética (había pasaportes internos), no podían ser dueños ni del techo bajo el que miserablemente vivían, no podían rezar a su Dios en público...Y todas estas restricciones no afectaban a una minoría claramente identificada de disidentes, no, afectaban a todos y cada uno de los ciudadanos de la Unión Soviética. En Enero de 1941, un año antes de la entrada en la guerra de los Estados Unidos, Roosevelt condensó los objetivos de la nación norteamericana en Cuatro Libertades: libertad de expresión, libertad de culto, libertad de toda carencia y libertad de todo temor.[14] Naturalmente, Roosevelt estaba convencido de que los alemanes carecían de estas cuatro libertades, lo cual es, cuando menos discutible. Pero ¿se había planteado realmente hasta que punto se respetaban estas libertades en la Unión Soviética?
A pesar de todo, ignorando deliberadamente estos hechos, evidentes ya entonces para quien tuviese un mínimo de rigor, Roosevelt prefirió encabezar una cruzada a favor de la Unión Soviética cuando ésta se tambaleaba bajo las granadas del ejército alemán.
[1] Sobre las matanzas de campesinos por hambre, Nicolas Werth, El libro negro del comunismo. Crímenes, terror, represión. Espasa Calpe – Planeta, 1998, pp. 192 – 196.
Yves Ternon, El estado criminal. Los genocidios del siglo XX. Península, 1995, pp. 246 – 252.
[2] Para una descripción del alcance de las purgas de Stalin, ver Nicolas Werth, op. cit., págs. 214 – 234.
Yves Ternon, op. cit., pp. 252 – 256.
J. Arch Getty y Oleg V. Naumov, La lógica del terror. Stalin y la autodestrucción de los bolcheviques, 1932-1939, Crítica, 2001, pp. 473-478.
Roy A. Medvedev, Que juzgue la historia. Ediciones Destino, 1977, pp. 267 y 268.
[3] Stéphane Courtois, El libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión. Espasa Calpe – Planeta, 1998, p. 28.
[4] Ian Kershaw, Hitler. 1.889-1.936. Península, 1999, p. 506.
Alan Bullock, Hitler y Stalin. Vidas paralelas. Plaza y Janés, 1994, Vol. I, p. 577.
No hay unanimidad sobre el número de asesinados en la purga hitleriana del 30 de Junio de 1.934, y dependiendo del autor, las cifras oscilan entre alrededor de cien (Stanley G. Payne) y algo más de trescientos (H.S. Hegner), pero en cualquier caso, quedan muy lejos de los setecientos mil “purgados” en la URSS. (N. del A.).
[5] Alan Bullock, op. cit., Vol. I, pp. 660 y 764.
“El 26 de Enero de 1931, Churchill dijo a los Comunes que había en ese momento 60.000 hindúes en prisión por la situación política” (Paul Johnson, Tiempos Modernos, p. 353).
Sólo entre 1920 y 1926 los franceses y los británicos mataron a cerca de cien mil iraquíes y sirios, incluidos ancianos, mujeres y niños, para consolidar su poder sobre estos territorios.
[6] Datos reflejados en Stanley G. Payne, Historia del fascismo. Planeta, 1995, pp. 151 y 152.
[7] Alan Bullock, op. cit., Vol. I, p. 791.
“Las ejecuciones de los acusados se llevaron a cabo inmediatamente después del juicio y fueron seguidas por las detenciones, ejecuciones o deportaciones a los campos de trabajo de sus mujeres, familiares e hijos”. (Alan Bullock, op. cit., Vol. I, p. 823).
[8] “En una palabra, la NKVD detuvo y mató en dos años más comunistas que los que se perdieron entre todas las luchas clandestinas, las tres revoluciones y la guerra civil. Los miembros más antiguos fueron las mayores víctimas, como lo demuestra la composición de los Congresos. (...) El número de víctimas era muy superior entre las personas no pertenecientes al Partido –trabajadores corrientes, campesinos y personal de oficinas. (...) En el curso de los procesos la NKVD detenía a todos aquellos obreros, ingenieros y personal de oficinas que habían ido a las fábricas estadounidenses o alemanas para perfeccionarse en su profesión respectiva.” (Roy. A. Medvedev, op. cit., p. 263).
“Un principio básico de la NKVD era que el sistema necesitaba el arresto, la tortura y la muerte de gente totalmente obediente; es decir, inocente, ya que sin un terror al azar, los inocentes jamás tendrían miedo. Y el miedo proporcionaba coherencia al Estado soviético (incluso ideológicamente). (Stephen Koch, El fin de la inocencia. Willy Münzenberg y la seducción de los intelectuales. Tusquets, 1997, p. 163).
“Casi todo el mundo podía entrar en una de las categorías de víctimas: no se trataba sólo de criminales, sino también de quienes habían llevado a cabo “actividades antisoviéticas”, los reclusos de los campos de trabajo y las prisiones que realizaban actos de “sabotaje”, personas cuyos casos “todavía no han sido estudiados por los órganos judiciales”, personas “capaces de actividades antisoviéticas”. También hay que destacar el que se fijarán cuotas redondeadas, que las víctimas debieran ser escogidas por el partido, la policía y los funcionarios judiciales locales de acuerdo con su propio criterio...El régimen fustigaba a ciegas las supuestas concentraciones de enemigos” ( J. Arch Getty, Oleg V. Naumov, op. cit., p. 374).
“Otra posibilidad era la de los interrogatorios prolongados y a intervalos, a lo largo de varios meses seguidos, incluso durante un año o dos.” (Alan Bullock, op. cit., Vol. I, p. 853).
[9] David Irving, La guerra de Hitler, Planeta, 1989, p. 558.
[10] Fernando Prieto, La Revolución Francesa, Itsmo, 1989, p. 48.
[11] “Algunos de los rasgos del totalitarismo comunista, como los exterminios programados, están también presentes en el totalitarismo nazi. Pero no el fracaso económico deliberadamente perseguido. Al confiscar la producción de los países vencidos para alimentar a su propio ejército, los nazis provocaron el hambre de las poblaciones conquistadas. Jamás provocaron el hambre de su propia población, mataron a sus propios campesinos o devastaron su propia agricultura en tiempo de paz imponiéndoles decisiones estrambóticas. En la Alemania nazi, la penuria económica provenía de la guerra, no de la voluntad de sus dirigentes”. (Jean-Francois Revel, La gran mascarada. Ensayo sobre la supervivencia de la utopía socialista, Taurus, 2000, p. 133).
“Pero en todas las etapas, e incluso en la cumbre del programa nazi de exterminio de 1942-1945, había muchos más campos soviéticos, la mayoría de ellos más grandes que los nazis, y con una población mucho mayor.” (Paul Johnson, op. cit., p. 311).
“Durante ese período (la década de los treinta) hubo dos diferencias importantes entre Alemania y Rusia: la cantidad de reclusos en los campos de concentración alemanes no superó los cien mil hasta el estallido de la guerra. Además, en la Alemania nazi nadie tenía motivos para temer que lo arrestasen amenos que fuese un antifascista activo, un judío, o perteneciese a otro grupo indeseable. La situación en la Unión Soviética era distinta porque incluso los estalinistas más entusiastas no podían sentirse seguros”. (Walter Laqueur, Stalin. La estrategia del terror, Ediciones B, 2003, p. 132).
“De manera provisional, se calcula que en esos dos únicos años (1.937-38) entre un millón y un millón y medio de personas bajo la custodia del NKVD murió como consecuencia de los pelotones de fusilamiento, los malos tratos físicos y el exceso de trabajo. Los judíos y gitanos exterminados por Hitler sabían que estaban muriendo por el hecho de ser judíos y gitanos, mientras que el terror de Stalin era más caótico y confuso: millares de personas se encaminaron hacia la muerte gritando que eran partidarios fervientes de Stalin”. (Robert Service, Historia de Rusia en siglo XX, Crítica, 2000, p. 216).
Esta última cita, aunque ilustrativa en general de una de las principales diferencias del terror nazi y el rojo, realiza una comparación ya habitual pero no por ello menos desafortunada, la del terror de las purgas stalinistas con las matanzas de judíos y gitanos. El primero se empleó en tiempo de paz contra la propia población soviética. Las segundas tuvieron lugar en tiempo de guerra, se realizaron casi en su totalidad contra individuos de países enemigos ocupados y en tiempo de guerra cuando los angloamericanos eran capaces de asesinar a decenas de miles de civiles en un solo día (Dresde, Febrero de 1945).
“Tampoco era sólo el hecho de que Stalin fuera, en palabras del general Volkogonov, “el mayor genocida de la historia contra su propio pueblo”, una afirmación nada exagerada si se tiene en cuenta que bajo Stalin nunca hubo menos de cinco millones de personas entre desterrados y confinados en campos de concentración o de que, según Igor Bestúzhev-Lada, el número de víctimas de su gobierno alcanzara los cincuenta millones de personas.” (César Vidal, La estrategia de la conspiración, Ediciones B, 2000, p. 224).
[12] “La autoridad indiscutible del Führer en la primavera de 1936 estaba apuntalada por la adulación de las masas. Grandes sectores de la población sencillamente le adoraban. Esto lo reconocían hasta sus adversarios.”
“En 1936 el pueblo alemán (al menos la inmensa mayoría de él) se complacía en el orgullo nacional que Hitler (casi él sólo, daba la impresión a veces, en los trompeteos de la efusiva propaganda) había devuelto al país.”
“Pero el apoyo a Hitler era bastante genuino y de alcance masivo”.
“La admiración por el Führer era generalizada”.
“El paro, lejos de aumentar más (como habían predicho los Jeremías de turno) había quedado prácticamente barrido. El nivel de vida estaba empezando a mejorar, de forma modesta pero apreciable. Había más artículos de consumo asequibles. La “radio del pueblo” (Volksempfänger) se estaba extendiendo a cada vez más hogares. Se expandían las actividades de tiempo libre, las diversiones y las formas menores de turismo. Los cines y los salones de baile estaban llenos (...) hubo mucha más gente que pudo aprovechar los días libres en el campo o asistiendo a funciones de teatro y a conciertos”.
“En sólo tres años, Hitler parecía haber salvado a Alemania de las miserias y divisiones de la democracia de Weimar, y haber preparado el camino para un futuro grandioso para el pueblo alemán. El demagogo y agitador político parecía haberse transformado en un estadista y un dirigente nacional de una talla comparable a la de Bismarck. Que el resurgimiento nacional hubiese llegado acompañado de un rígido autoritarismo, de la pérdida de los derechos civiles, de una represión brutal de la izquierda y de una discriminación creciente contra los judíos y contra otros sectores sociales considerados indignos de pertenecer a la “comunidad nacional” era algo que la mayoría consideraba, al menos, un precio que merecía la pena pagar y para muchos eran hechos deseados y positivos”. (Ian Kershaw, Hitler: 1936 – 1945, Península, 2000, pp. 15 y 16).
“A Hitler se le veía como el hombre que proporcionaba a Alemania, por primera vez desde los tiempos de Bismarck, una dirección autoritaria, considerada por muchos alemanes de todas las clases sociales como la que se correspondía a la auténtica tradición política germana”.
“Pero por encima de todo, Hitler había acabado con el desempleo. Esto era, con mucho, el hecho más importante para millones de familias de la clase obrera que habían sabido lo que era encontrarse sin trabajo y sin esperanzas de obtenerlo, tan sólo unos cuantos años atrás.” (Alan Bullock, op. cit., Plaza y Janés, 1994, Vol. I, pp. 759 – 761).
“Hacia mediados de los años treinta Hitler dirigía un régimen brutal, desprovisto de conciencia, con éxito, y para la mayoría de los alemanes, también popular. En general, los trabajadores alemanes preferían los empleos seguros antes que los derechos civiles, que siempre habían significado poco para ellos. En cambio, les importaban las organizaciones sociales creadas por Hitler en número sorprendente...” (Paul Johnson, op.cit., p. 302).
[13] En la década de 1930, con Roosevelt ya en la Casa Blanca, unos 150 negros fueron linchados en los Estados Unidos.
[14] Henry Kissinger, op. cit. ,p. 410.
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