jueves, 11 de noviembre de 2010

LOS ESTADOS UNIDOS Y EL COMUNISMO. HISTORIA DE UN COMPADREO (IV). Jorge Álvarez.

LAS CORDIALES RELACIONES DE LA ADMINISTRACIÓN ROOSEVELT CON LA U.R.S.S.

“Puedo decir que ”me llevé espléndidamente” con el mariscal Stalin. Es un hombre que combina una enorme e implacable determinación con un sólido buen humor. Creo que es un verdadero representante del corazón y el alma de Rusia; y sé que nos llevaremos muy bien con él y con el pueblo ruso; realmente bien”. (Franklin D. Roosevelt, 23 de Diciembre de 1943)[1].



            Roosevelt tan sólo necesitó ocho meses desde que se proclamó presidente para conseguir reanudar las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. La deuda de los rusos finalmente fue rebajada de 636 millones de dólares a tan sólo 75 millones. El resto de la deuda quedaba en la prática condonado (se estableció una fórmula imprecisa para pagarla mediante intereses de un empréstito concedido por el gobierno americano o algún banco, lo que en la práctica equivalía a renunciar al cobro). Wiiliam C. Bullit pasaría a la Historia como el primer embajador de los EE.UU. en la Unión Soviética.[2] 

            William C. Bullit siempre, desde los primeros momentos de la Revolución Bolchevique, había abogado por el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre la URSS y los EE.UU. A pesar de ello, tenía la mínima capacidad de percepción de la que parecía carecer su presidente y quedó horrorizado cuando en 1936 con el comienzo de las purgas dentro del partido y el ejército, descubrió la auténtica faz del comunismo (bien es cierto que hasta entonces parecía no haberse querido enterar de otras monstruosidades como por ejemplo el genocidio de entre cinco y seis millones de campesinos ucranianos). En cualquier caso, los informes que la embajada americana en Moscú enviaba a Washington incidían más en el efecto devastador que las purgas estaban causando entre las élites políticas y militares soviéticas y en el hecho de que estas depuraciones estaban mermando la capacidad de la Unión Soviética para representar un papel protagonista en la escena internacional. Las consideraciones morales, incluso entonces, pasaban a un segundo plano. Estas observaciones bastaron para que Roosevelt considerase que William C. Bullit ya no era la persona idónea para la embajada en Moscú. Roosevelt necesitaba alguien que tendiese de manera fiable un puente seguro no tanto entre los EE.UU. y la URSS sino más bien entre él y la URSS. Ese alguien lo encontró en Joseph E. Davies, otro millonario experto en ingeniería financiera (lo que siempre se llamó un especulador) que en los ratos libres apostaba por favorecer el comunismo en aquellos países atrasados a los que el Creador no había otorgado la gracia de una población anglosajona. Este pintoresco individuo que carecía por completo de la más mínima experiencia diplomática, se convirtió en un stalinista tan entusiasta como su jefe, a veces incluso más, y poco después de la primera reelección de éste en 1.936 fue nombrado embajador de los EE.UU. en Moscú. Desde el primer momento resultó evidente para qué había sido enviado allí. Los soviéticos nunca podían haber soñado que la nación más poderosa de la Tierra les iba  a acreditar de embajador a un patético lameculos  presto a bendecir todos sus desmanes y a comportarse como el mayor propagandista internacional de los logros del bolchevismo.[3] A partir de ese momento a Roosevelt  le llegaban desde la embajada en Moscú exactamente los informes que quería recibir y que se podrían resumir como sigue: estos pobres eslavos subdesarrollados están encontrando la felicidad gracias a Stalin que si bien no es un perfecto demócrata en el sentido americano de la palabra, sí es para el desdichado pueblo ruso lo más parecido que han tenido nunca a un gobernante democrático. Sus crímenes no son más que exageraciones de los reaccionarios anticomunistas a las que no hay que dar el menor crédito, y los mínimos excesos que se producen bajo su recta dirección son exclusivamente imputables al exceso de celo revolucionario de funcionarios aislados que se exceden en sus por otra parte imprescindibles labores de lucha contrarrevolucionaria.

            En definitiva, Davies le decía a Roosevelt lo que él quería oír y en cambio hacía oídos sordos a las tercas opiniones contrarias de muchos expertos funcionarios diplomáticos de carrera que se obstinaban en expresar sus dudas acerca de la supuesta rectitud moral del régimen soviético. Como consecuencia de todo ello, en la primavera de 1937, al fin Roosevelt pudo hacer algo que perseguía desde hacía mucho tiempo; cargarse de un plumazo la sección del Departamento de Estado para asuntos de Europa Oriental que, según él y sus colaboradores, estaba repleta de reaccionarios anticomunistas. La saña con la que se aplicó en laminar este Departamento llegando incluso a ordenar la destrucción de sus archivos, revela hasta que punto, detrás de estas actuaciones había algo más que una mera actitud irresponsable. [4]  A partir de aquel momento, con la fuerza de la reelección y un segundo mandato por delante, optó decididamente por establecer sus propios cauces para negociar con los soviéticos de espaldas a los organismos oficiales. Con el paso de los años, Roosevelt iría profundizando cada vez más en esta política con los soviéticos. Paso a paso iría prescindiendo en mayor medida de los cauces oficiales y abundando en la creación de un fuerte núcleo de adictos de su confianza y que compartían con él una obstinada predisposición favorable hacia el régimen soviético. Como no podía ser de otra forma, esta política abrió de par en par las puertas de la alta administración americana a una larga lista de admiradores de Stalin entre los que se “colaron” varios informadores al servicio del NKVD soviético. No deja de resultar curioso que aún hoy en día, la mayoría de los historiadores, periodistas y políticos que vuelven sobre este período se obstinen en referirse a esta generación de traidores como “los brillantes intelectuales progresistas de la era Roosevelt”.

            La razón principal por la que Roosevelt prefería llevar estos asuntos tan delicados de forma tan personal no era otra que la profunda hostilidad que el pueblo norteamericano sentía por el comunismo. Al presidente no le interesaba que sus flirteos con Stalin trascendiesen más de la cuenta. Hasta el propio Congreso, dominado entonces por el Partido Demócrata, habría sido hostil a muchas de las iniciativas de Roosevelt hacia la Unión Soviética. Cuando alguna de estas iniciativas traspasaba el ámbito de decisión del presidente y su camarilla, podían surgir dificultades. A finales de 1936 Roosevelt, como prueba de su buena voluntad hacia la URSS, accedió personalmente a la petición de Stalin de que empresas norteamericanas construyesen un acorazado para la armada soviética. Naturalmente, la construcción de este gran barco de guerra no era algo fácil de ocultar y como era también lógico, la armada de los EE.UU. puso el grito en cielo cuando se enteró de las intenciones de su presidente. Finalmente, Roosevelt tuvo que elegir entre satisfacer sus infinitas ansias de apoyar a los rojos moscovitas o correr el riesgo de desatar las iras de la opinión pública hacia su persona con el consiguiente desgaste político que conllevaría.[5] El proyecto fue abandonado, pero este aparente fracaso sólo sirvió para que Roosevelt se convenciese aún más de dos cosas; la primera, que había que continuar profundizando en la línea de colaboración con los soviéticos; la segunda, que había que intensificar los cauces “privados” de comunicación con ellos para que los “reaccionarios anticomunistas” no saboteasen esta colaboración.

            A finales de 1937 Roosevelt encargó a su fiel Davies que comunicase a Stalin una propuesta para establecer algo así como un enlace permanente para intercambiar información política y militar sobre la situación en Extremo Oriente. Este ofrecimiento de Roosevelt evidenciaba una clara intención de mostrarle a los soviéticos que para él, la única amenaza real a los intereses de los EE.UU. en Asia provenía de Japón. Una vez más, el presidente americano prescindió de los cauces diplomáticos habituales e hizo saber a Davies que esta misión debía permanecer oculta a la vista, no ya del Departamento de Estado, sino incluso del personal de la embajada americana en Moscú. Finalmente, estos intentos de Roosevelt por colaborar a toda costa con los rusos no fructificarían realmente como él pretendía, hasta que en el verano de 1941, el ataque alemán a la Unión Soviética puso a ésta al borde de la desintegración. No obstante, desde la Casa Blanca, el presidente seguía llamando con tenaz perseverancia a la puerta de Stalin. A pesar de la aparente falta de interés de éste, Roosevelt estaba plenamente decidido a ganarse la confianza del tirano soviético...a cualquier precio, incluso al de entregarle medio mundo en bandeja si era necesario.


[1] Citado en Henry Kissinger, op. cit., p. 437.
[2] Ronald E. Powaski op cit., p. 59.
[3] “En su libro acerca de sus aventuras como embajador había repetido como un loro la propaganda soviética sobre todos los temas imaginables, incluso la culpabilidad de las víctimas de la purgas”. (Henry Kissinger.  Op. cit., p. 456).
“El embajador norteamericano Joseph E. Davies afirmó que Stalin había “insistido en la liberalización de la constitución” y “proyectado el sufragio realmente secreto y universal”. “Sus ojos castaños son sumamente atentos y gentiles”, escribió. “Un niño estaría dispuesto a sentarse sobre sus rodillas y un perro se echaría junto a él”. (Paul Johnson, op. cit., p. 284).
“El embajador Davies informó a su gobierno que los procesos eran absolutamente auténticos, y repitió estas opiniones en una obra mentirosa, Misión en Moscú, publicada en 1941”. (Paul Johnson, op. cit. pg. 314).
“El embajador especial de Roosevelt en Moscú, Joseph E. Davies, no pudo comprender las sesiones de los procesos públicos de Moscú. (Roy A. Medvedev, Que juzgue la Historia. Destino, 1977, p. 280). Las cursivas son mías.
[4]“Cinco meses después que Davies fue designado embajador, en 1936, con instrucciones de conquistar a toda costa la amistad de Stalin, la división (de asuntos de Europa Oriental) fue disuelta, se dispersó la biblioteca y se destruyeron los archivos. En la embajada en Moscú, Kennan pensó que ese episodio sugería “el olor de la influencia soviética...en algún lugar de las cumbres del gobierno”. (Paul Johnson, op. cit., p. 351).
“La manera confiada en que Roosevelt encaró el trato con Stalin y la Unión Soviética estaba reforzada por su firme convicción de que los anticomunistas eran gente paranoica y peligrosa, reaccionarios de la peor calaña. En esa categoría incluía a muchos de los consejeros del Departamento de Estado...”. (Paul Johnson, Estados Unidos, la historia, 2001, Ediciones B Argentina, p. 683).
[5]...el proyecto murió al ser bloqueado por los elementos antisoviéticos de la marina de Estados Unidos, capitaneados por el almirante William Leahy, jefe de operaciones navales. Leahy se oponía a toda medida norteamericana que pudiera mejorar el prestigio internacional o el poderío militar de la Unión Soviética. Temeroso de una reacción hostil del Congreso y de los ciudadanos si la solicitud soviética llegaba a conocimiento de los medios de información, Roosevelt abandonó momentáneamente el intento de colaborar con los soviéticos”.  (Ronald E. Powaski, op. cit. p. 58).

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