EL JUDAÍSMO SIN TEMPLO
“No teniendo ya el ejército a quién matar ni qué jaquear, desaparecidos los promovedores de su ira (pues hubieran abandonado todo trabajo por el de aniquilarlos), el César les mandó que acabasen de destruir lo que restaba de la ciudad y del templo…” Flavio Josefo, La guerra de los judíos.
En el año 66 estalló, en la Palestina judía, una rebelión contra Roma que concluyó con la destrucción de Jerusalén y del templo en el 70. Algunos focos testimoniales de resistencia zelota como el de Massada, aguantaron algún tiempo más, pero en términos generales, la campaña estaba acabada con la caída de Jerusalén.
Con este suceso se cierra una etapa de la Historia judía, la del Segundo Templo. El general romano Tito, hijo del emperador Vespasiano y él mismo emperador a la muerte de su padre, consciente de la agitación político-religiosa que provocaba en los judíos su ciudad sagrada y su templo, decidió destruir éste y expulsar a los judíos de Jerusalén. A menudo, la historiografía judía suele afirmar que Tito expulsó a los judíos de Palestina provocando la gran Diáspora, la dispersión de los judíos de Jerusalén por todos los rincones del imperio. Ninguna de las dos cosas es cierta. Tito prohibió a los judíos vivir en Jerusalén, pero no en Palestina. Y, como ya vimos, mucho antes de la rebelión y la derrota, ya habían emigrado de Palestina millones de judíos.[1] Pero no cabe duda de que esta dolorosa derrota provocó el exilio de muchos más hebreos que buscaron acogida en las numerosas comunidades judías que ya existían por el Mediterráneo.
Desde siempre las comunidades de la Diáspora mantenían contactos permanentes con Judea. La particular idiosincrasia de la religión yahvista impelía a los judíos a permanecer atentos a cuanto acontecía en Jerusalén y por extensión en Judea. Efectuaban donativos para el templo y colaboraban en el estudio de la Torá a través de sus propias academias locales (yeshivot). En concreto, la comunidad judía de Babilonia, formada por los descendientes de los exiliados que habían preferido quedarse en Mesopotamia en lugar de regresar a Sión, alcanzó una enorme importancia, por su población, por la alta posición económica de sus integrantes y por su aportación al desarrollo de la interpretación de la Torá.
La destrucción del segundo templo supuso un cambio radical para el judaísmo. Sin templo, sin sacrificios y sin rituales, los sacerdotes y los levitas perdieron su razón de ser, su estatus y su poder. La entera secta saducea desapareció de la Historia. De esta forma el centro de gravedad se desplazó, como no podía ser de otra forma, hacia los fariseos y hacia la sinagoga. Destruida Sión, las comunidades judías de la Diáspora dejaron de ser satélites del templo y su importancia se igualó. Las relaciones directas entre ellas aumentaron hasta convertirse en una extensa y tupida red de enclaves que salpicaban todo el mundo romano y el imperio parto. La comunicación entre estos núcleos de judíos que se dedicaban casi exclusivamente al comercio y que constituían islas yahvistas en medio de territorios “paganos”, facilitó la creación de un sistema de intercambio basado en la confianza que otorgaba la fidelidad a las leyes mosaicas y la desconfianza hacia los gentiles.
“La destrucción del Templo, en el momento preciso en que habría podido federar el conjunto de las diásporas, las libera de hecho de toda tutela. Tanto en Palestina como fuera de ella, las comunidades reanudan los lazos con las viejas reglas elaboradas en el tiempo de la primera estadía en Babilonia: trabajar duro, no confiar más que en los suyos, transmitir a las generaciones futuras una lengua y una Ley, obedecer al príncipe del país de acogida, permanecer agrupados, comunicarse entre las comunidades.”[2]
En esta atinada descripción empezamos a ver el origen de la riqueza y de la influencia de los judíos a lo largo y ancho del mundo. Siguiendo un código religioso que por una parte les obliga, no sólo a desconfiar del gentil sino a estafarlo siempre que la ocasión sea propicia y por otra a comportarse honestamente con los demás judíos, crearon, para su uso exclusivo, una red de tráfico de mercancías segura y fiable.
Y al mismo tiempo, como consecuencia de su fanático desprecio por todos los no judíos, estas comunidades se cerraron sobre sí mismas, para evitar, en todo lo posible, la contaminación que para sus integrantes suponía cualquier trato con sus vecinos “paganos” que fuese más allá de la venta de mercancías o del préstamo de dinero a intereses desorbitados.
Es en este contexto en el que nace, aunque aún no sería conocido así, el gueto. Los judíos desconfían y desprecian a los goyim entre los que se establecen. Los rabinos de las comunidades les exhortan machaconamente a que no olviden el ejemplo del exilio babilónico durante el cual los exiliados se aferraron a su credo y a sus costumbres y no se mezclaron con los babilonios, manteniendo así viva la llama del judaísmo. En las sinagogas y en las academias se predica el más absoluto apartheid. Los goyim son incircuncisos, comen cerdo y mezclan los productos cárnicos con los lácteos en sus cocinas, no obedecen el kashrut – las ridículas y obsesivas leyes alimentarias judías, no practican la mikvé - el baño ritual, no respetan el shabat, visten de forma indecorosa, se cortan los cabellos y se rasuran la barba, son idólatras y sus templos rebosan de imágenes… Con este estúpido código, las comunidades judías vivían obsesionadas por evitar la contaminación que acarrea el contacto con los impuros “paganos”. No dormirás en su casa, no comerás en su mesa, no pisarás sus templos… La única relación que la ley yahvista permitía a los judíos con los indeseables goyim era la estrictamente económica y siempre que se obtuviera de ésta un claro beneficio. Cualquier tipo de relación altruista o de confraternización estaba (y básicamente sigue estando) absolutamente prohibida. Los rabinos exigían sumisión total a estas prácticas. Y lo ideal para controlar estrechamente a su grey era mantenerla próxima entre sí y aislada de la contaminación “pagana”. La sinagoga se había convertido en el centro de la vida religiosa y social de las comunidades yahvistas. Los judíos debían abstenerse de realizar cualquier labor en el día destinado al descanso y a la oración. No podían montar un caballo o asno ni conducir un carruaje. Tampoco podían caminar más que unos metros, a lo sumo poco más de un kilómetro, pero en cambio debían asistir obligatoriamente a la sinagoga, por lo cual, también obligatoriamente, debían todos vivir en sus proximidades. Entre la caminata de ida y la de vuelta no debían exceder ese kilómetro largo. Como por otra parte las leyes alimentarias les prohibían comer un sinfín de cosas y también les prohibían comer cosas permitidas si habían sido cocinadas o cortadas por “paganos” (pues resultaban impuras por la contaminación del contacto con los goyim), en sus barrios tenían sus propios mercados de comida kosher, comida manipulada por judíos autorizados por los rabinos para prepararla según la kashrut. El respeto obsesivo del shabat provocaba a los judíos otra serie de problemas que contribuían también a aislarlos del circundante mundo gentil. Cuando en la Roma imperial se fundan los primeros gremios de artesanos, los rabinos de las comunidades prohíben a los judíos integrarse en ellos, pues si lo hiciesen se verían obligados a trabajar el sábado[3]. Los judíos entonces, montan sus propias corporaciones al margen de las romanas.
Como resulta lógico, a los habitantes nativos de los lugares en los que se establecía cualquier comunidad de esta clase les resultaban enormemente chocantes el comportamiento, la vestimenta, el aspecto y las costumbres de estos individuos. La extrañeza y la curiosidad iniciales casi siempre acababan dando paso a la desconfianza hacia sus extrañas costumbres y poco después a la abierta hostilidad. Los lugareños, antes o después, comprendían que los judíos los despreciaban y que sólo los tenían en cuenta como clientes o potenciales clientes de sus negocios.
Todo lo expuesto tiene su importancia pues la hostilidad que más tarde o más temprano acababan provocando estas comunidades yahvistas en casi cualquier sitio es sistemáticamente atribuida por los judíos a la mala fe de los gentiles, o a su ignorancia, o a la envidia que les causaba la prosperidad de sus vecinos hebreos… Nunca admiten, ni tan siquiera mínimamente, que su idiosincrasia abiertamente xenófoba, su sectarismo, su racismo y su fanatismo, podían ayudar a que las relaciones con sus anfitriones fueran cuando menos tensas. Y sin embargo, era esta actitud la que inevitablemente les impelía a despertar en los demás una profunda animadversión. Los judíos pretendían – y pretenden – establecerse entre cualquier pueblo del mundo y al mismo tiempo no mezclarse con él (para conservar la pureza de la raza elegida por Yahvé), no comer ni beber sus alimentos contaminados, desconfiar de él por norma religiosa, aprovecharse de él también por precepto religioso, odiar su religión pagana e idólatra… Y al mismo tiempo los judíos pretendían – y pretenden – que estos pueblos entre los que se instalan observen con simpatía esta actitud y les abran generosamente sus corazones. ¿Mucho pedir, no creen?
Pero, volvamos a la Palestina del naufragio. Destruido el templo, la secta farisea se consagró como la única voz del yahvismo. Cuando Tito sitió Jerusalén, los judíos encerrados tras las murallas, fariseos, saduceos y zelotas, comenzaron a discutir acerca de la mejor estrategia a seguir. La mayoría pensaba que lo más inteligente era negociar, pero los zelotas se negaban a cualquier tipo de pacto. Al poco tiempo los judíos comenzaron a matarse entre sí con saña, como les ocurría periódicamente, ante los complacidos ojos de las legiones sitiadoras. Los zelotas ganaron esta guerra civil dentro de las murallas. Cualquiera que intentase rendirse y abandonar la ciudad sería ejecutado. Un prestigioso rabino fariseo, Jonatán Ben Zakai, consiguió burlar la vigilancia zelota y abandonó Jerusalén durante el asedio escondido en un ataúd. Los romanos le autorizarían de inmediato a abrir un centro judío en Jamnia (Yavne) muy cerca de la costa (actualmente es prácticamente un suburbio al Sur de Tel Aviv).
En Jamnia se reconstruyó el sanedrín, esta vez bajo el control de los fariseos. En este nuevo centro tuvo lugar la excomunión oficial de los judeo-cristianos. Ya hemos visto cómo el sanedrín intentó exterminar físicamente a los primeros cristianos, que eran casi en su totalidad judíos y que, si bien seguían las enseñanzas de Cristo, se sentían ellos mismos judíos. La autoridad de Roma fue lo único que se interpuso entre este anhelo sanguinario de las autoridades yahvistas y la incipiente comunidad cristiana de Judea. Los rabinos fariseos que se reunieron en Jamnia decidieron, ya que no podían acabar con la vida de estos herejes - al menos mientras los romanos siguieran en Palestina - expulsarlos formalmente del seno del judaísmo. Hacia el año 80 tuvo lugar esta “excomunión” –birkat haminim o maldición de los herejes- durante una especie de concilio rabínico. Desde ese momento los judíos seguidores de Jesús de Nazaret quedaban automáticamente excluidos de la sinagoga y eran oficialmente declarados herejes. La decisión de los rabinos tenía más alcance de lo que podría parecer a simple vista. El acuerdo que Ben Zakai había alcanzado con las autoridades romanas para restaurar el sanedrín suponía un reconocimiento de la religión judía como religio licita, es decir, un culto autorizado por el Senado y el Pueblo Romano. Cualquier seguidor de una religio licita dentro de los confines del Imperio quedaba protegido para practicarla libremente. La excomunión de los cristianos los privaba del paraguas protector de la religio licita judía, lo que los convertía en blanco fácil de cualquier persecución. Detrás de esta exclusión se encontraba también una diferencia sustancial entre judíos y cristianos que aún hoy no ha desaparecido. Yahvé había sellado una alianza exclusiva con el pueblo judío al que había elegido entre todos los pueblos de la Tierra. Los judíos no estaban, ni están, dispuestos a compartir su dios con los gentiles paganos e idólatras. Para asegurar esta permanente separación el yahvismo había creado un agobiante código de conducta que hacía prácticamente imposible a los judíos convivir con los gentiles. El riguroso cumplimiento de los 613 preceptos era la señal de la elección divina que distinguía a los judíos de los paganos. Los cristianos, en cambio, entendían que bastaba con observar los diez mandamientos que Yahvé entregó a Moisés y que la nueva Alianza tenía carácter universal, siendo así que todos los hombres podían ser considerados hijos de Dios. Para los rabinos fariseos todo esto era inasumible. A partir de Jamnia la sinagoga acabó rechazando formalmente a Cristo y a sus seguidores. Con la inagotable labor de apostolado de Pablo de Tarso el mensaje de Jesús llegó a oídos de los gentiles y mientras el judaísmo se consumía encerrado en sí mismo como una reliquia atávica, el cristianismo se abría al mundo y se extendía entre millones de nuevos fieles.
Los rabinos de Jamnia no sólo depuraron el yahvismo de elementos que consideraban heréticos, sino que también fijaron el canon de la ortodoxia yahvista que se convertiría en el judaísmo actual, establecieron un calendario, y dieron un extraordinario impulso a la compilación escrita de la Torá She-Beal Peh (Torá oral). Con el paso del tiempo, esta labor sería culminada por el rabino Yehuda haNasi en la Misná , que a su vez sirvió de base para el Talmud[4].
A Ben Zakai le sucedió el rabino Gamaliel hacia finales del siglo I. En este período la autoridad del sanedrín de Jamnia llega a ser reconocida definitivamente por todas las comunidades judías de la Diáspora. Rabinos de Jamnia visitaban regularmente estas comunidades con el propósito de mantener la autoridad sobre ellas. A su vez los judíos de la Diáspora colaboraban económicamente en la manutención del centro de Jamnia.
En el año 132 un judío llamado Bar Kobja[5] lideró una nueva rebelión contra Roma que acabó exactamente igual que la anterior, en un estrepitoso fracaso. Las legiones de Adriano la aplastaron en el 135. Jerusalén fue refundada como una ciudad romana con el nombre de Aelia Capitolina y la población judía fue barrida de las montañas de Judea. Como muchos rabinos de Jamnia habían apoyado la rebelión, este centro desapareció y el eje de la vida judía se trasladó a Galilea.
[1] Por esas fechas se calcula la población judía en unos siete millones de individuos, de los cuales tres vivían en Judea y cuatro fuera. De éstos, tres millones vivían dentro de las fronteras del imperio y un millón en Mesopotamia, bajo el dominio de los partos.
[2] Jacques Attali, op. cit,. p. 83.
[3] El absurdo código religioso judío prohíbe efectuar casi cualquier actividad en sábado. Entre las miles de prohibiciones existen algunas tan absurdas como caminar con objetos en los bolsillos (pues está prohibido efectuar transportes), o abrir un paraguas o encender la luz.
[4] “Unos círculos de pietistas y sabios - los fariseos y los maestros de la Misná de la época que sigue a la destrucción del Segundo Templo - crearon aquella armazón de leyes y observancias rituales que iban a regir en toda la Diáspora.” Ytzhak Baer, op. cit., p. 8.
“Los autores de la Misná quisieron restringir la cultura judía dentro de los límites de la Halajá y la Aggadá. Para ellos cualquier niño o menestral de Israel poseía conocimiento y saber suficientes como para competir con la doctrina y la ciencia de las demás naciones. “No debes decir - amonestaban los sabios - : “He adquirido el saber judío, ahora puedo estudiar la cultura de las demás naciones.” “No adoptes sus instituciones - advertían - : sus teatros, sus circos y sus estadios” (Sifrá, fin de Aharé mot). Todo un tratado, Abodá Zará, fue dedicado a la enseñanza detalladísima de cómo un judío ha de preservarse del contacto con la idolatría y la herejía, incluyendo en esta última al naciente movimiento cristiano.” Ytzhak Baer, op. cit., p. 12.
“En los círculos judíos las manifestaciones despectivas hacia la sociedad pagana fueron incesantes. Frente al aforismo de que los justos de todas las naciones merecen la salvación en el mundo venidero, abundan las expresiones que condenan a los paganos al infierno, del cual el pueblo de Israel será salvo en virtud de su observancia de los mandamientos.” Ytzhak Baer, op. cit., p. 13.
[5] San Justino Mártir, nacido en la Palestina romana, la actual Nablus, y testigo directo de la rebelión, relata cómo los judíos rebeldes aprovecharon la guerra contra Roma para masacrar a las escasas comunidades cristianas que aún permanecían en Palestina.
Grande una vez más, Jorge.
ResponderEliminarEspero que sigas ilustrándonos en la fantástica historia de esos hijos de las seis putas.
Un saludo.
Perdón, quería decir "esos hijos de las seis puntas", es que el subconsciente me traiciona...
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