Japón en el punto de mira de los Estados Unidos
Por su parte, Estados Unidos había pasado de ser el padrino de Japón a contemplar con miedo su espectacular desarrollo industrial y militar. La paliza que la flota japonesa infligió a la rusa en Tsushima hizo saltar la alarma en Washington. Un Japón convertido en potencia naval era algo que no figuraba en los planes del Departamento de Estado ni del de Defensa. Las Filipinas, Guam, Hawai, Wake… de repente parecían vulnerables. Para complicar aún más la situación, las elecciones presidenciales de 1932 encaramaron a la Casa Blanca a un estrafalario demagogo sin escrúpulos, Franklin D. Roosevelt. La crisis del 29 hizo imposible la reelección del republicano Herbert C. Hoover y puso en bandeja el triunfo de este acaudalado patricio de Nueva Inglaterra.
Roosevelt era un personaje frívolo, bastante ignorante y repleto de un montón de estúpidos prejuicios, típicamente asociados a la casta dirigente del sector “liberal” del Partido Demócrata de la costa Este y que se basaban en una explosiva mezcla de calvinismo e idealismo progresista. Roosevelt estaba absolutamente convencido de que la revolución bolchevique era algo muy similar a la revolución americana. Su simpleza intelectual le impelía a contemplarla como un proceso de emancipación similar al de las trece colonias americanas que se habían sublevado contra la monarquía británica. En su inaudita necedad había llegado a la conclusión de que todos los anticomunistas del mundo eran gentuza que sólo aspiraba a detener el progreso de la humanidad para conservar sus privilegios de origen aristocrático y feudal y desconfiaba de ellos por sistema. En cambio, se sentía muy a gusto rodeado de ese tipo de intelectuales progresistas que se solidarizan con todas las causas revolucionarias del planeta.
Hoy, en todos los círculos académicos, es sabido que durante la era Roosevelt, al amparo de su sintonía con el izquierdismo y de su desprecio hacia el conservadurismo, centenares de agentes soviéticos se colaron en las altas esferas de la administración federal. Lo que nadie ha podido probar es el grado de implicación en esta traición a la nación del presidente mismo. Sobre Franklin D. Roosevelt y sus amistosas relaciones con el comunismo sólo es posible pensar o que él mismo era un agente comunista o que era rematadamente tonto. No existe ninguna opción intermedia. Yo, personalmente, después de haber leído ocho biografías del sujeto y varias centenas de ensayos más acerca del período histórico de su mandato, sigo sin saber si fue un tonto o un traidor, pero estoy completamente seguro de que fue una de las dos cosas o ambas al mismo tiempo.
Roosevelt se convirtió en uno de los más fervientes defensores de China frente a la agresión japonesa. Realmente nunca le importó China más que como una ficha del tablero en el que para él se jugaba la partida entre las fuerzas del progreso y las del mal absoluto. El Departamento de Defensa, haciéndose eco del sentir de la Marina , identificaba a Japón como la principal amenaza para los intereses americanos. Los progresistas asesores nombrados a dedo por Roosevelt, su “trust” de cerebros, apoyaban esta política hostil hacia el imperio japonés. Pero había algo inconfesable en la motivación de estos “idealistas” de la Casa Blanca. Lo que realmente les preocupaba de Japón era que pudiese llegar a hacer una pinza antisoviética con Alemania y destruir su admirado paraíso proletario. Por nada del mundo querían ver arruinado ese maravilloso experimento de ingeniería igualitaria que tanto les fascinaba desde sus cómodas y millonarias poltronas de Washington DC.
La línea de actuación de los progresistas de la Casa Blanca consistiría en favorecer en China los intereses de la Unión Soviética a toda costa, y la soberanía de China iba a ser el pretexto para enmascarar esta política. Vayamos por partes.
Los Estados Unidos de América habían roto sus relaciones diplomáticas con la Unión Soviética cuando el nuevo gobierno bolchevique se negó a reconocer las deudas exteriores de la etapa zarista (no obstante, las empresas norteamericanas siguieron haciendo negocios en la Rusia roja). La llegada de Roosevelt a la Casa Blanca desatascó la situación. En un gesto de generosidad conmovedor, el gobierno americano condonó a Stalin la práctica totalidad de la deuda y las relaciones diplomáticas, felizmente, se reanudaron.
Roosevelt tan sólo necesitó ocho meses desde que se proclamó presidente para conseguir reanudar las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. La deuda de los rusos finalmente fue rebajada de 636 millones de dólares a tan sólo 75 millones. El resto de la deuda quedaba en la práctica condonado (se estableció una fórmula imprecisa para pagarla mediante intereses de un empréstito concedido por el gobierno americano o algún banco, lo que en la práctica equivalía a renunciar al cobro). William C. Bullit pasaría a la Historia como el primer embajador de los EE.UU. en la Unión Soviética.
En plenos procesos de Moscú Roosevelt cambió de embajador y envió a Moscú a un viejo amigo que además había financiado generosamente su última campaña presidencial: Joseph E. Davies, un tipo multimillonario gracias a un fenomenal braguetazo. El nuevo embajador se mostró entusiasmado con la Unión Soviética, con el régimen bolchevique y con su líder, José Stalin, a quien reverenciaba de forma servil. Los informes que enviaba a la Casa Blanca decían exactamente lo que el Roosevelt quería escuchar sobre la Rusia soviética. Gracias a Davies había tendido un puente fiable con la URSS al margen de los cauces oficiales.
Como consecuencia de todo ello, en la primavera de 1937, al fin Roosevelt pudo hacer algo que perseguía desde hacía mucho tiempo; cargarse de un plumazo la sección del Departamento de Estado para asuntos de Europa Oriental que, según él y sus colaboradores, estaba repleta de reaccionarios anticomunistas. La saña con la que se aplicó en laminar este Departamento llegando incluso a ordenar la destrucción de sus archivos, revela hasta que punto, detrás de estas actuaciones había algo más que una mera actitud irresponsable. [1] A partir de aquel momento, con la fuerza de la reelección y un segundo mandato por delante, optó decididamente por establecer sus propios cauces para negociar con los soviéticos de espaldas a los organismos oficiales. Con el paso de los años, Roosevelt iría profundizando cada vez más en esta política con los soviéticos. Paso a paso iría prescindiendo en mayor medida de los cauces oficiales y abundando en la creación de un fuerte núcleo de adictos de su confianza y que compartían con él una obstinada predisposición favorable hacia el régimen soviético. Como no podía ser de otra forma, esta política abrió de par en par las puertas de la alta administración americana a una larga lista de admiradores de Stalin entre los que se “colaron” varios informadores al servicio del NKVD soviético. No deja de resultar curioso que aún hoy en día, muchos historiadores, periodistas y políticos que vuelven sobre este período se obstinen en referirse a esta generación de traidores como “los brillantes intelectuales progresistas de la era Roosevelt”.
¿Quién estaba detrás de esta política? Sin ninguna duda el mentor “espiritual” del partido Demócrata en la primera mitad del siglo XX, Bernard Baruch. Este individuo, uno de los mayores multimillonarios de los Estados Unidos, se había convertido en el principal asesor económico-político del presidente Woodrow Wilson (después de haber donado para su campaña electoral de 1912 más de 50.000 dólares de entonces, al cambio, unos mil millones de euros actuales). Baruch se había convertido en algo así como el embajador oficioso de los acaudalados judíos de la Costa Este , tradicionalmente buenos patrocinadores del sector “liberal” del Partido Demócrata.
Baruch acompañó “extraoficialmente” al presidente Wilson a la Conferencia de Paz de París en 1919. En Marzo de 1945, cuando Roosevelt estaba casi moribundo, envió a Baruch en misión secreta a Londres para hablar con Churchill. No envió al Secretario de Estado, ni confió la tarea al embajador americano en Gran Bretaña. En 1946 el presidente Truman lo nombró representante de los Estados Unidos en la Comisión de Energía Atómica de las Naciones Unidas.
Junto a Baruch, Samuel Rosenman, Harry Hopkins, Henry Morgenthau, Harry Dexter White, Felix Frankfurter, Lauchlin Currie, Harold Ickes[2] y un largo etcétera de izquierdistas intrigantes, encontraron cobijo en las altas esferas de la administración federal y del grupo de asesores presidenciales. Todos admiraban a los revolucionarios extranjeros con evidente simpatía y todos estaban dispuestos a favorecer los intereses del comunismo utilizando su influencia sobre Roosevelt.
En la parte final de la década de los años treinta este siniestro círculo convenció a Roosevelt de que debía imponer a Japón un asfixiante bloqueo de materias primas que le resultaban imprescindibles, incluyendo el petróleo. Japón importaba de los Estados Unidos prácticamente todo el crudo que su industria y sus fuerzas armadas necesitaban. Y es que conviene recordar que en la práctica, por esa época, el único exportador de petróleo del planeta era Estados Unidos. Los gigantescos yacimientos de Arabia estaban vírgenes y sólo Gran Bretaña y Holanda tenían acceso a los pozos de Mesopotomia y de las Indias Orientales Holandesas (Indonesia) respectivamente. El otro país productor de petróleo era Venezuela, pero sus yacimientos estaban controlados totalmente por compañías anglosajonas.
[1]“Cinco meses después que Davies fue designado embajador, en 1936, con instrucciones de conquistar a toda costa la amistad de Stalin, la división (de asuntos de Europa Oriental) fue disuelta, se dispersó la biblioteca y se destruyeron los archivos. En la embajada en Moscú, Kennan pensó que ese episodio sugería “el olor de la influencia soviética...en algún lugar de las cumbres del gobierno”. (Paul Johnson, op. cit., p. 351).
“La manera confiada en que Roosevelt encaró el trato con Stalin y la Unión Soviética estaba reforzada por su firme convicción de que los anticomunistas eran gente paranoica y peligrosa, reaccionarios de la peor calaña. En esa categoría incluía a muchos de los consejeros del Departamento de Estado...”. (Paul Johnson, Estados Unidos, la historia, 2001, Ediciones B Argentina, p. 683).
[2] De estos ocho, cinco eran, tal vez casualmente, judíos.
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