LA DECISIÓN DE ROOSEVELT:
SALVAR LA DEMOCRACIA Y LA LIBERTAD...
DE LA MANO DE STALIN
“No aceptaremos un mundo dominado por Hitler. No aceptaremos un mundo, como el de la posguerra de los años veinte, en que las semillas del hitlerismo puedan volver a plantarse y se las permita crecer.
Sólo aceptaremos un mundo consagrado a la libertad de palabra y de expresión: libertad de cada uno para adorar a Dios a su propia manera, libertad de toda necesidad, y libertad de todo terror.” (F. D. Roosevelt. 27 de Mayo de 1941)[1].
Casi todo el mundo da hoy por sentado que Roosevelt fue un hombre excepcional, algo así como uno de esos profetas veterotestamentarios de lucidez única que mostraban el camino a un pueblo ciego que no lo quería ver. Después de haber contemplado al final de la guerra todo el horror de la barbarie nazi parece evidente que Roosevelt fue un hombre de Estado clarividente y que gracias a él la humanidad pudo librarse de la pesadilla fascista.
Que Roosevelt estaba obsesionado con pasar a la Historia como el principal artífice de la destrucción del fascismo resulta incuestionable. Lo que resulta más inquietante es saber por qué esta obsesión le hacía ignorar permanentemente y desde el primer día de su mandato la existencia de un peligro que ya por entonces se había mostrado nada desdeñable, el del expansionismo comunista. Es interesante recordar que cuando Roosevelt ya estaba resueltamente decidido a intervenir en la Segunda Guerra Mundial en contra de las potencias fascistas, los excesos que los regímenes de Hitler y Mussolini habían cometido eran un juego de niños si los comparamos con las múltiples atrocidades cometidas hasta entonces por los bolcheviques. Los propagandistas de Roosevelt suelen pasar por alto la pregunta crucial ¿por qué el presidente era tan sensible a las violaciones de los derechos humanos en Alemania y en cambio pasaba sistemáticamente por alto el salvajismo que reinaba en la Unión Soviética? Solamente caben dos respuestas a esta pregunta; o bien Roosevelt carecía de información sobre el vandalismo rojo, o bien no daba crédito a los informes que lo confirmaban. Respecto a la primera, resulta evidente que el jefe de Estado de la nación más poderosa del planeta tenía que poseer forzosamente información sobre las purgas y los asesinatos masivos que Stalin estaba perpetrando regularmente. En cuanto a la segunda, conociendo un poco al personaje y su firme convicción de que los anticomunistas eran reaccionarios dispuestos a inventarse las mayores mentiras para desacreditar a la URSS, resulta más verosímil.
Los prejuicios empujaban a Roosevelt a ver una paja en el ojo fascista y al mismo tiempo no advertir una viga en el ojo bolchevique. El presidente tenía una obsesiva predisposición en contra de Hitler y una irracional convicción en la superioridad moral de Stalin.
Actualmente se da por sentado sin más, a la vista del Holocausto, que efectivamente, Roosevelt acertaba al establecer como prioridad inexcusable la destrucción del régimen nazi, olvidando que las masacres de judíos tuvieron lugar muy empezada la guerra y que muchos años antes, Roosevelt ya estaba intrigando ante las principales cancillerías europeas para alentar la creación de una gran coalición destinada a destruir el Estado Nacionalsocialista Alemán. Como enseguida veremos, en la época en que el presidente norteamericano cortejaba a Stalin y conspiraba contra Hitler, el único Holocausto que se había perpetrado ya, era el de los cerca de seis millones de campesinos ucranianos asesinados por los bolcheviques. Se pretende de esta forma hacer creer a la opinión pública que, aunque Stalin era un tirano despreciable, no había otra política posible que aliarse con él si se quería acabar con la tiranía aún mayor de Hitler. Casi todos los productos de divulgación histórica destinados al consumo de masas insisten en el fatalismo de esta teoría así como en la recta actitud de un Roosevelt que obligado por las trágicas circunstancias, tenía, muy a su pesar, que pactar con el dictador soviético para librar al mundo del tirano nazi.
La realidad es bien distinta. Roosevelt estaba plenamente convencido de que Stalin era una buena persona y un tipo en el que se podía confiar. Múltiples testimonios de declaraciones del presidente por aquellas fechas muestran a un Roosevelt que no sólo no guardaba la más mínima reserva hacia la buena fe de Stalin sino que incluso sentía una profunda admiración hacia él. Se puede afirmar sin ninguna duda que cuando se lanzó entusiasta en brazos del dictador rojo, ningún remordimiento torturó su conciencia. Por otra parte, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, había bastantes políticas alternativas que la obstinación de los dirigentes de las grandes potencias hicieron inviables. Finalmente, los datos objetivos hoy plenamente aceptados por todos los historiadores sobre la monstruosidad de la represión bolchevique antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial en comparación con la que habían puesto en práctica las naciones fascistas hasta esa fecha, no deja lugar a dudas: si a finales de los años treinta existía algún régimen político genocida regido por principios morales que repugnasen a las naciones civilizadas, ese no podía ser otro que la Rusia Soviética de Stalin. Hitler y Mussolini, por entonces, eran almas caritativas comparadas con aquél. Sin embargo, ocurría que la ejecución de un disidente en Italia desataba un escándalo de primera magnitud entre los medios de comunicación y la intelectualidad occidental y en cambio, las ejecuciones en masa de centenares de miles de campesinos en Kazajstán parecían no importarle a nadie en las redacciones de los periódicos parisinos, londinenses o neoyorquinos ni en los muy progresistas ateneos y foros de debate intelectual de estas y otras grandes ciudades de los países ricos.
La realidad es bien distinta. Roosevelt estaba plenamente convencido de que Stalin era una buena persona y un tipo en el que se podía confiar. Múltiples testimonios de declaraciones del presidente por aquellas fechas muestran a un Roosevelt que no sólo no guardaba la más mínima reserva hacia la buena fe de Stalin sino que incluso sentía una profunda admiración hacia él. Se puede afirmar sin ninguna duda que cuando se lanzó entusiasta en brazos del dictador rojo, ningún remordimiento torturó su conciencia. Por otra parte, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, había bastantes políticas alternativas que la obstinación de los dirigentes de las grandes potencias hicieron inviables. Finalmente, los datos objetivos hoy plenamente aceptados por todos los historiadores sobre la monstruosidad de la represión bolchevique antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial en comparación con la que habían puesto en práctica las naciones fascistas hasta esa fecha, no deja lugar a dudas: si a finales de los años treinta existía algún régimen político genocida regido por principios morales que repugnasen a las naciones civilizadas, ese no podía ser otro que la Rusia Soviética de Stalin. Hitler y Mussolini, por entonces, eran almas caritativas comparadas con aquél. Sin embargo, ocurría que la ejecución de un disidente en Italia desataba un escándalo de primera magnitud entre los medios de comunicación y la intelectualidad occidental y en cambio, las ejecuciones en masa de centenares de miles de campesinos en Kazajstán parecían no importarle a nadie en las redacciones de los periódicos parisinos, londinenses o neoyorquinos ni en los muy progresistas ateneos y foros de debate intelectual de estas y otras grandes ciudades de los países ricos.
[1]Roosevelt, Public Papers, Harper & Brothers, 1950, vol. 1.941, pág. 192. (Citado en Henry Kissinger, op. cit., p. 411).
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