jueves, 25 de noviembre de 2010

HISTORIA DE LOS JUDÍOS, ESOS TIPOS TAN ENTRAÑABLES (X). Jorge Álvarez

LA CULMINACIÓN DEL JUDAÍSMO FARISEO,
EL TALMUD


“Junto a la Biblia, que es la Ley eterna, el Talmud constituye la ley diaria y la diferenciación principal entre las religiones judía y cristiana”
 Ricardo de la Cierva[1]


            El Talmud es un texto del que casi todo el mundo ha oído hablar y del que casi nadie sabe nada. Los judíos, que lo conocen bien, llevan siglos intentando, con bastante éxito, que los gentiles sigan considerándolo un código religioso más, como la Biblia o el Corán. La mayoría de los actuales gentiles, descreídos, materialistas e intelectualmente perezosos, están convencidos de que, en efecto, el Talmud no es más que un código vulgar, anodino, aburrido y anacrónico; por lo tanto, inofensivo.

            El Talmud es el resultado de una labor de siglos llevada a cabo por los fanáticos estudiosos del yahvismo. Hombres que dedicaban toda su vida a leer y releer el Pentatéuco y a interpretar el alcance de sus palabras. Individuos obsesionados con la literalidad de unos preceptos arcaicos y absurdos basados en supersticiones de tribus de pastores analfabetos. Líderes religiosos que querían crear una barrera insuperable entre sus seguidores y el resto del mundo para asegurarse una posición de privilegio. El fariseísmo rabínico que elaboró el agobiante y ridículo código que es el Talmud, era consciente de que sólo la fiel y obsesiva observancia de un montón de preceptos que ordenaban la vida de las personas desde que se levantaban por la mañana hasta que se acostaban por la noche podía mantener a esas gentes unidas entre sí y separadas de las que no participaban de tal reglamento. De esta forma, el judaísmo rabínico fue convirtiendo en preceptos religiosos un sinfín de manías estúpidas que afectaban a la vida cotidiana de los judíos las 24 horas del día y los 365 días del año y que en su mayoría poco o nada tenían que ver con la moral, con la ética o con la liturgia. Y lo que es peor, fue convenciendo a los judíos de que la observancia rigurosa de tales supersticiones maniáticas les convertía en superiores a los paganos e idólatras que vivían de espaldas a ellas. Y que cualquier mezcla o contacto con éstos goyim constituía una gravísima afrenta a Yahvé y una traición a su alianza con él.

            Más o menos por la época en la que vivió Nuestro Señor Jesucristo el judaísmo fariseo se hallaba en plena época de codificación de los preceptos orales que debían regir la vida del judío piadoso. Las escuelas de Hillel y Shamai competían en prestigio y autoridad. En cambio, sus diferencias doctrinales, sobre todo para cualquier persona no judía, resultan menos que nimias. Pondré un breve ejemplo de la altura intelectual de sus disputas “teológicas”. Shamai opinaba que se podía comer un huevo que una gallina hubiera puesto un sábado, pero Hillel - que, por cierto, pasaba por ser un poco más liberal -  opinaba lo contrario, pues las restricciones para elaborar alimentos el sábado debían aplicarse también a las gallinas. Todas estas discusiones de alcance acerca de cómo se debían interpretar y aplicar a la vida corriente las disposiciones de la Torá fueron creando un código legal de inspiración religiosa que es la Halajá.[2]

            Como ya vimos, a finales del siglo segundo los rabinos del centro de Séforis en Galilea culminaron la recopilación del código legal-religioso halájico en los seis volúmenes que constituyen la Misná.

            Antes de seguir, creo que puede resultar interesante hacer una breve recapitulación de la evolución doctrinal del judaísmo y de la de sus tradiciones orales y de cómo éstas fueron codificadas y puestas por escrito.

En una época imposible de datar, pero posiblemente hacia los siglos XII - XI a. de C., algunas tribus semi-nómadas de raza semita instaladas en las tierras altas de Palestina compartían unas leyendas orales de unos antepasados comunes que habían huido de Egipto liderados por algún caudillo. Para unas tribus, las del Norte, se trataba seguramente de Josué y para otras, las del Sur, de Moisés. Algunos de estos líderes venidos de Egipto predicaron entre estas tribus de montañeses analfabetos una religión más monolátrica que monoteísta por la cual adoraban a un dios, no único, pero sí superior a las demás deidades de la zona.

Con el paso del tiempo la aristocracia de las tribus del Sur de las tierras altas fue convirtiendo a su dios en el Yahvé único y celoso del Pentateuco. Las tribus del Norte, en cambio, siguieron adorando, junto a un Elohim poderoso entre los dioses, pero no único, a los dioses típicos de Canaán. Éstas tribus se civilizaron antes que las del Sur y constituyeron un reino mítico, el de Israel, que llegó a alcanzar la llanura costera. Los yahvistas del Sur, mientras tanto, seguían siendo una confederación de tribus pobres y atrasadas constreñidas a las montañas del Sur de Judá.

En el año 722 los asirios arrasaron el reino de Israel, acabaron con su dinastía y repoblaron el territorio, que se convertiría en Samaria, con agricultores de otras regiones. La expansión de Israel se había convertido en una especie de tapón para el crecimiento de Judá. Destruido el primero, las posibilidades de prosperar del segundo aumentaron. Los yahvistas anhelaban crear una monarquía única y poderosa en torno a una ciudad, un templo y una religión exclusiva.

Unos cien años después de la caída de Israel, bajo el reinado del joven rey Josías, una conspiración sacerdotal, aprovechando las creencias monolátricas de la población de Judá basadas en las tradiciones orales del Éxodo, se inventó un texto escrito de inspiración absolutamente yahvista y monoteísta que creaba de facto una nueva religión, desconocida hasta entonces por todos: el judaísmo. El rey Josías fue identificado como el heredero de una idealizada dinastía davídica que habría significado la edad dorada de Israel-Judá.

En el 586 a. de C. los babilonios destruyeron Jerusalén y el templo. Deportaron a la clase dirigente sacerdotal. Durante el exilio y a su regreso a Palestina, este núcleo de yahvismo recalcitrante acabó de redactar por escrito casi todo el canon bíblico judío. Por la fuerza de la autoridad persa, la minoría yahvista retornada del exilio impuso a los habitantes de Judá una religión basada en este canon escrito y que resultaba desconocida para casi todos ellos. En los años siguientes se reafirmará la autoridad sacerdotal y la religión judía girará en torno al templo y a la aristocracia sadoquita.

Los yahvistas desplazados del control del templo se retiraron a las zonas rurales y comenzaron a prefigurar un judaísmo basado en la tradición más que en el templo. Eran los primeros fariseos que a la Torá o ley escrita, añadirían como fuente de revelación y autoridad, la tradición oral. De esta forma, los fariseos comenzaron a añadir al canon escrito un amplio repertorio de normas y conductas basadas en él pero no escritas. Mientras los saduceos se aferraban al judaísmo escrito, los fariseos con creciente apoyo popular, pues se hallaban alejados del templo y mezclados con la población rural, iban imponiendo su particular Torá She-Beal Peh  (Torá oral) y que básicamente consistía en una serie de normas, Halajá, que se transmitían oralmente de rabino a aprendiz en las academias, yeshivot, y en las sinagogas. Después de la destrucción del segundo templo y exterminada la secta saducea, el fariseísmo triunfante decidió fijar por escrito la tradición oral halájica con la intención de dotarla de mayor autoridad. Así nació la Misná, hacia el siglo segundo de nuestra era.
           
De esta forma, a comienzos del siglo III el judaísmo tenía un canon escrito, básicamente el Antiguo Testamento y dentro de éste, el mayor rango le correspondía a la Ley, la Torá, que es el Pentateuco. A este canon se había añadido la Misná, la tradición oral puesta por escrito. El judaísmo rabínico, no contento con esto, obsesionado por interpretar todo una y otra vez, se dedicó en sus academias a comentar e interpretar la Misná durante más de doscientos años. Esta labor condujo a la Guemará, que es la recopilación escrita de estas discusiones y comentarios que los rabinos hicieron a la Misná.

El Talmud es, pues, la Misná más la Guemará. Aunque existen dos versiones de la Guemará distintas, una elaborada en Palestina y otra, más voluminosa y desarrollada redactada en Babilonia, en la práctica hablar del Talmud es hablar de esta segunda versión. El Talmud babilónico fue acabado en torno al 500 d. C. y es el que goza de mayor autoridad entre las comunidades judías de todo el mundo hasta la actualidad.

El Talmud se convirtió para los judíos en su auténtica religión a partir del siglo VI, sin embargo, en muchas de sus líneas generales ya lo era desde el siglo I, pues una enorme cantidad de su material halájico o legal ya estaba vigente en su forma oral. Esta tendencia pre-talmúdica estaba ya generalizada en el siglo III con la codificación halájica en la Misná. Y durante los siglos posteriores los comentarios orales de la Guemará irán circulando por academias rabínicas y sinagogas. Cuando el Talmud estuvo finalmente acabado, el judaísmo rabínico ya había impuesto lo esencial de su contenido a las comunidades judías del mundo entero. Su concreción formal le dotó de mayor autoridad y facilitó su difusión. Pero de hecho, la cosmovisión talmúdica del judaísmo ya se había impuesto desde hacía tiempo.

La concepción talmúdica del judaísmo y del mundo gentil marcará de forma profunda las relaciones de los judíos con los demás pueblos del planeta. Frente a mucha palabrería incondicionalmente projudía que se empeña en describir el Talmud como una magna obra del intelecto humano, como una aportación incomparable del genio judío a la cultura y como un fabuloso compendio de valores éticos y morales de aplicación universal, la realidad es que el Talmud es un libelo repleto de repugnantes insultos y difamaciones hacia los no judíos, un manual de fanatismo sectario, racismo y xenofobia y un tostón inabordable para cualquier mente sana, escrito en un estilo literario pobre y ramplón y con una estructura narrativa tan demencial, abigarrada y caótica que uno no puede menos que pensar que debió ser concebido por lunáticos o perturbados.

Junto a todo lo expuesto, por otra parte fácilmente demostrable, como enseguida veremos, el Talmud es el fiel reflejo del dogmatismo fariseo y de la hipocresía característica de esta secta yahvista. Los comentarios de autoridades rabínicas que se fueron añadiendo durante siglos a los comentarios de rabinos anteriores que a su vez habían apostillado las observaciones de rabinos precedentes no confieren a este engendro literario un carácter abierto y plural como tal vez cabría pensar de un texto con una paternidad tan compartida.

Por el contrario, la superposición en el tiempo de comentarios e interpretaciones acerca de la aplicación de los preceptos halájicos, es decir de las mitzvot, va adquiriendo un creciente carácter restrictivo que convierte la observancia de dicha norma en una misión cada vez más difícil. Por ejemplo, cuando se comentó la prohibición de trabajar en sábado las autoridades rabínicas fueron añadiendo comentarios a la prohibición, de forma que cada vez se prohibía hacer más cosas en sábado. La prohibición de montar en carros tirados por bestias se amplió posteriormente, con las sucesivas interpretaciones, a la de conducir bicicletas y finalmente vehículos a motor, la prohibición de efectuar transportes acabó obligando a los judíos a no caminar con objetos en los bolsillos, la prohibición de encender fuego se convirtió en la de pulsar el interruptor de algún aparato eléctrico, la prohibición de escribir se amplió a la de tocar una pluma, un bolígrafo o un teclado… De esta forma, el cumplimiento de los preceptos se va complicando cada vez más, en lugar de cada vez menos. Los rabinos eruditos que plasmaban su autoridad en nuevos comentarios nunca cuestionaban la deriva de la línea precedente, por absurda y anacrónica que resultase. Al contrario, por lo general, la confirmaban y la precisaban aún más. Resulta difícil entender esta tendencia cuando no es necesariamente común a todas las religiones.[3] Los primeros judeocristianos simplificaban la práctica de la religión. Mientras San Pablo depuraba la antigua alianza de casi todas sus extravagancias incluyendo la circuncisión, mientras los apóstoles y los evangelistas, siguiendo a su Maestro insistían en que el hombre está hecho para el sábado y no al revés, mientras todos ellos ponían el acento en el amor y en la caridad, mientras reducían los mandamientos al decálogo moral interpretado de forma universal y no restrictiva, mientras los cristianos abrían su mensaje de esperanza a la Humanidad entera prescindiendo de rituales atávicos y ganaban prosélitos por todo el mundo conocido, las autoridades rabínicas hacían exactamente lo contrario. ¿Por qué?

Las causas de esta cerrazón hay que buscarlas en el entorno político y social. Los rabinos fariseos se habían convertido a principios del siglo II en los únicos representantes de la ortodoxia, después de habérsela disputado durante siglos a la aristocracia saducea. Ya no había templo, pero seguía habiendo fieles que además se habían desparramado por el mundo alcanzando muchos de ellos riquezas inimaginables para la mayoría de los judíos de Palestina. Los rabinos de las comunidades de la Diáspora mantenían unidas a éstas con Palestina. Si las costumbres se relajaban, si la autoridad rabínica declinaba, los judíos de estas comunidades acabarían siendo asimilados por la población gentil circundante. Y si esto ocurría, los judíos de a pie podrían seguir viviendo tan ricamente, casados con sus cónyuges gentiles y cambiando su forma de vida, pero los rabinos se extinguirían.

Lo que realmente ocurrió fue algo que guarda cierto parecido con el regreso de los exiliados de Babilonia en la época persa aqueménida.

Los imperios, desde antiguo, antes que controlar sus dominios por la fuerza de sus ejércitos de ocupación, prefieren controlarlos por el procedimiento mucho más barato de sobornar a las élites dirigentes. Los británicos imperiales y sus sucesores en la hegemonía mundial, los yanquis, saben mucho de esto. Resulta más económico sobornar a pachás, maharajás o militares bananeros (somozas, batistas, pinochets…) para que controlen los intereses del imperio en sus territorios que tener que controlarlos directamente. Además, ejercer el poder mediante vicarios otorga una aparente legitimidad de no injerencia en los asuntos del dominio. El Imperio romano, incluso después de la segunda revuelta judía de Bar Kojba, prefirió negociar con las oligarquías locales a fin de conseguir una paz romana. En esa época, los únicos representantes del judaísmo con los que se podía negociar eran los rabinos fariseos. Y los romanos, a pesar de todos los quebraderos de cabeza que les habían producido las revueltas judías del 70 y del 130, eran unos individuos sumamente prácticos. Querían administrar sus provincias con el mayor grado de colaboración local y para ello necesitaban interlocutores válidos. Los rabinos del nuevo centro de Galilea se ofrecieron encantados para asumir este rol. Ya entre las dos rebeliones mencionadas, hacia el año 96, el emperador Nerva otorgó al rabino Gamaliel II, jefe del Sanedrín, el título de Patriarca. Jacques Attali lo explica de manera diáfana:

(Nerva) Les devuelve el derecho, único en el Imperio, a no celebrar el culto al emperador; alienta a sus tribunales a resolver sus litigios; restituye algunas de sus prerrogativas a la casa de David, refugiada fundamentalmente entre los partos; devuelve el título de patriarca al jefe del Sanedrín, rabí Gamaliel II, y lo exime de impuestos al tiempo que lo autoriza a recaudar en su provecho, sobre todas las comunidades del Imperio, el impuesto pagado antaño al Templo (el aurum coronarium), para financiar su corte en Yavné y las escuelas. Nerva deja circular libremente a través del Imperio a los recaudadores de este impuesto, personajes a menudo importantes que van de comunidad en comunidad, nuevos agentes de la red intercomunitaria.[4]

            La rebelión de Bar Kojba del 130, finalmente aplastada por Adriano, tampoco cambió este estatus privilegiado del fariseísmo rabínico. A pesar de que centenares de miles de judíos perdieron la vida en esta guerra, y a pesar de que la población judía de la Palestina romana quedó reducida a una minúscula comunidad concentrada principalmente en Galilea, a la muerte de Adriano, la dinastía Antonina volvió a pactar con los rabinos de Jamnia, ahora instalados en Séforis, restituyéndoles sus privilegios como representantes del judaísmo entre todas las comunidades dispersas por el Imperio.

            Los rabinos fariseos habían conseguido gozar de la autoridad y de las riquezas de las que antes habían disfrutado sus rivales saduceos. De la misma forma que Esdras y Nehemías, utilizaron en su beneficio el poder que les había otorgado la monarquía persa en el siglo VI a. de C. para restaurar el orden en Judá, imponiendo a los desconcertados campesinos que habitaban entonces la zona un yahvismo centralizado y racista, los rabinos del siglo II d. C. utilizaban la autoridad romana para imponer a todas las comunidades de la Diáspora la versión del fariseísmo rabínico que les permitía vivir como príncipes a costa de una población que debía mantenerlos y obedecerlos en todo momento y circunstancia. Con la era talmúdica da comienzo el judaísmo clásico o tradicional, que es el mismo que hoy subsiste. Es el judaísmo basado en la autoridad rabínica, aliada siempre con el poder gentil para no perder el control de sus comunidades ni los beneficios inherentes a este control. Es la dictadura rabínica, la dictadura del odio a lo gentil. La dictadura de la automarginación. La dictadura que llevará a los judíos de cabeza al gueto, del cual culparán, siglos después, con su proverbial hipocresía y su inteligente victimismo, a los intolerantes cristianos[5].

            Los historiadores judíos actuales suelen mostrar un odio insuperable a Roma. En su fanática cosmovisión mezclan las dos guerras de la Roma pagana y sobre todo la del 70 que culminó con la destrucción del templo, con la Roma cristiana y católica, que supuso para el judaísmo una pérdida de estatus social. Y olvidan que durante dos siglos de paz romana las comunidades judías, protegidas por su colaboracionismo con la autoridad imperial y por su condición de religio licita florecieron, se beneficiaron de la seguridad que el poder militar romano extendía por todas las rutas mercantiles para intensificar las relaciones de unas comunidades con otras y extender así sus exitosas redes comerciales y al mismo tiempo facilitar el control rabínico de todas estas comunidades. Durante el tiempo que transcurre entre la segunda mitad del siglo I y el comienzo del siglo IV se asienta el éxito económico de los judíos como pueblo de comerciantes con poderosos enclaves establecidos estratégicamente por todo el orbe romano y fuera de él. Desde el remoto Oriente parto hasta la Hispania y la Galia, las comunidades judías, lideradas con mano de hierro por rabinos dirigidos desde el sanedrín de Galilea y comunicadas entre sí por sus lazos religiosos y familiares prosperaron de forma extraordinaria situándose económicamente muy por encima del nivel medio de las poblaciones de campesinos gentiles que las rodeaban.

            Esta era de prosperidad judía coincidirá en muchos momentos con las sangrientas persecuciones que contra los cristianos efectuaron, durante más de tres siglos al menos diez emperadores romanos, desde Nerón en el siglo I hasta Diocleciano en el IV. Mientras los judíos acaparaban riquezas e influencia en el mundo romano, los cristianos eran martirizados. No existe la más mínima evidencia histórica de que alguna autoridad judía de la época mostrase la más mínima compasión por el maltrato al que eran sometidos los seguidores de Jesús de Nazaret. Los florecientes judíos no se sintieron en absoluto conmovidos cuando la todopoderosa Roma decidió exterminar a los cristianos.[6] Al contrario, los únicos testimonios históricos que existen acerca de la actitud de los judíos durante esta trágica época del cristianismo demuestran que, en el mejor de los casos asistían encantados al espectáculo y que en muchos otros colaboraron de manera activa en la denuncia y la represión[7].

A pesar de todo, el cristianismo, como religión abierta a la humanidad y que hablaba de un Dios que es Padre de todos los hombres y no sólo de unos pocos elegidos, se iba abriendo camino de forma imparable. Las persecuciones sólo servían para que más personas, atraídas por el ejemplo de la serena actitud de los mártires frente al suplicio, se convirtiesen a la fe de Cristo. Hacia finales del siglo III y a pesar de la última y brutal persecución de Diocleciano, la ascensión del cristianismo se había convertido en un fenómeno imparable. La nueva fe había alcanzado ya a muchos representantes de las más altas magistraturas romanas. Senadores, legados, patricios, tribunos, generales, centuriones… A comienzos del siglo IV Roma se rindió y el emperador Constantino, con el edicto de Milán del 313, autorizó a los cristianos a practicar libremente su religión. El mismo emperador murió bautizado. El edicto de Tesalónica, 67 años después, durante el reinado de Teodosio, confirmó al cristianismo como religión oficial del Imperio. El Código de Teodosio II, emperador de Bizancio, del año 438 incluyó oficialmente algunas restricciones de derechos para los judíos y las monarquías godas de Occidente lo adoptaron como base de su propio ordenamiento. Estos momentos marcan un antes y un después en la historia del judaísmo.

Para los judíos dispersos por el Imperio romano, que esa religión surgida en el seno de la suya, a la que consideraban herética y a la que durante siglos habían intentado exterminar, se hubiese convertido, primero en la religión mayoritaria de los gentiles que los rodeaban y poco después en la religión oficial de la administración romana bajo cuya autoridad política vivían, supuso una auténtica convulsión.

Antes de que el cristianismo se extendiese por el Imperio, para los paganos latinos, es decir, los romanos y los habitantes de las provincias occidentales que se habían romanizado, los judíos no eran más que los seguidores de una antigua y peculiar religión oriental. Sólo tenían contacto con las pequeñas comunidades que se establecían cerca de ellos y casi nada sabían acerca de estos pintorescos sujetos de estrafalaria conducta. Esta ignorancia de los gentiles acerca de la auténtica esencia de la religión mosaica favorecía los intereses de los judíos. Sin embargo, las relaciones entre los paganos helenizados de Oriente y los judíos siempre habían sido turbulentas[8]. Después de los filisteos, de origen griego, toda la costa palestina y fenicia fue helenizada por Alejandro y sus descendientes. Los palestinos helénicos que convivían con los judíos no podían entender el fanatismo sectario repleto de absurdas supersticiones y prejuicios que impregnaba el yahvismo de sus barbudos vecinos. Las fricciones entre las comunidades judías y helénicas en Palestina y en otras zonas de Oriente en las que coexistían judíos y griegos, como Egipto o Siria, fueron constantes. Cada período de triunfo del yahvismo acarreaba matanzas de palestinos helénicos y cada vez que las tornas se volvían, éstos arremetían contra los judíos. Uno de los quebraderos de cabeza con que se encontraron los romanos fue  el profundo foso de odio e incomprensión que separaba a griegos y judíos en Palestina. Prueba de ello es la enorme cantidad de palestinos de cultura helena que engrosaban las filas del ejército romano en la zona, formado, como ya vimos, por tropas auxiliares reclutadas entre los habitantes de la provincia y al mando del procurador instalado en Cesarea, ciudad costera mayoritariamente helénica.

Cuando los paganos romanizados de Occidente - Italia, Hispania, Helvecia, Galia, Britania - se fueron cristianizando, comenzaron a interpretar correctamente el significado de las extrañas costumbres y del sospechoso hermetismo de las comunidades judías. Empezaron a comprender el repugnante racismo que impregnaba su conducta y el repulsivo desprecio con el que contemplaban a todos los gentiles. Y también se enteraron de la fría crueldad con la que los judíos habían asesinado a Cristo y a muchos de sus primeros discípulos, comenzando a ver a los judíos bajo un prisma bastante más desfavorable, pero mucho más acertado. De forma parecida a como los llevaban considerando los griegos del Oriente Próximo desde hacía siglos. Un autor extremadamente filojudío como Hans Küng no pudo evitar reconocer este hecho:

“¿Podía generar grandes simpatías un pueblo que trata de “impuros” a los otros pueblos y que, en consecuencia, rechaza no sólo los matrimonios mixtos, sino incluso sentarse a la mesa con ellos, tener fiestas y diversiones comunes? Por su negativa a compartir matrimonio, culto y fiestas, los judíos fueron considerados, especialmente por los griegos - que constituían la élite intelectual también en Oriente Próximo -, no sólo como extraños, sino como enemigos, incluso como misántropos.”[9]

La autoridad centralizada de Roma, no obstante, aseguraba un nivel razonable de protección jurídica a los judíos diseminados por el Imperio, aunque no profesasen la religión cristiana. El desmoronamiento de esta autoridad con la caída de Roma afectó a las comunidades judías de forma desigual. La Edad Media será decisiva como período histórico que marcará el comienzo del enfrentamiento secular entre cristianos y judíos. Y en el epicentro de este conflicto jugará un papel determinante la aceptación del Talmud como código de conducta de las juderías europeas en sus relaciones con los gentiles.


[1] Ricardo de la Cierva, El Tercer Templo,
[2] La mayoría de los preceptos de los que emana la Halajá se encuentran en Números, Levítico y Deuteronomio.
[3] Sin ir más lejos, y a modo de ejemplo, tradicionalmente la Iglesia Católica prohibía a sus fieles recibir la Comunión si antes no habían ayunado desde la medianoche anterior; en 1957 durante el pontificado de Pío XII se redujo a tres horas y en la actualidad es sólo de una hora. 
[4] Jacques Attali, op. cit., p. 85
[5] “¿Qué decir del tristemente célebre gueto de los judíos? En lo tocante al distrito delimitado, al gueto judío, es preferible hablar, con Bernard Blumenkranz, de un “barrio judío” elegido de forma voluntaria y espontánea desde el siglo X/XI, tal como se dieron desde la antigüedad y existían en las grandes ciudades islámicas, y que fueron inicialmente la consecuencia de la descrita autosegregación judía: del estilo de vida elegido por ellos, de las exigencias litúrgicas, dietéticas y educativas de una vida ortodoxa judía.” Hans Küng, El judaísmo, Trotta, 1993, p. 162.
“Había una prohibición radical de convivencia. Es importante señalar que los rabinos adoptaban a este respecto la misma actitud: por razones obvias trataban de apartar a sus fieles del peligroso trato con los cristianos.” Luis Suárez, Los judíos, Ariel, 2003, p. 313.
“Pero como por encima de todo se teme la asimilación, los rabíes velan por hacer respetar las prescripciones alimentarias, prohibiendo que todo judío comparta una comida o beba con un cristiano. Instan a sus fieles a agruparse en los mismos barrios, alrededor de una sinagoga, de un baño ritual, de un cementerio. A veces raclaman la facultad de cerrar ellos mismos ambos extremos de su calle con un portal para defenderse mejor en caso de agresión. En lo sucesivo, en este tipo de barrios, el rabino. El maestro de escuela, el carnicero y algunos artesanos ya nunca tienen contactos con los gentiles.” Jacques Attali, op. cit., p. 177.
[6] Lo que no ha impedido las permanentes e injustificadas quejas de los judíos por la supuesta indiferencia de los cristianos ante las persecuciones nazis contra ellos. Exigir a las demás religiones una solidaridad con el judaísmo que éste desconoce por completo en el sentido inverso constituye un rasgo típico de su particular idiosincrasia. Los judíos siempre exigen tolerancia cuando son minoría marginada del poder y en cambio la suelen ignorar cuando lo ejercen.
[7] En al menos dos de sus obras Tertuliano, que fue contemporáneo de algunas persecuciones, declara con rotundidad que "las sinagogas son los puntos de donde salen las persecuciones de los cristianos" o que "de los judíos es de donde salen las calumnias contra los cristianos". Obviamente, los romanos no persiguieron al cristianismo únicamente porque los judíos los instigasen a hacerlo. Había razones poderosas para que Roma viese con preocupación la tremenda expansión de una religión que podía socavar los cimientos de la sociedad. Pero sí es cierto, que los judíos, que ya habían intentado mucho antes acabar con el cristianismo, asistieron complacidos a las persecuciones y en muchos casos actuaron como instigadores y delatores. Que las persecuciones comenzasen bajo el mandato de Nerón, que tenía por esposa a Popea, simpatizante de los judíos según Flavio Josefo e íntimamente relacionada con importantes personalidades judías, puede no ser casual.
[8] Los historiadores judíos suelen mencionar las revuelta antijudía del año 38 d.C. en Alejandría como el primer acto de violencia antisemita, el primer pogromo, de la Historia.
[9] Hans Küng, op.cit., p. 150.

3 comentarios:

  1. Cada artículo que te leo, aumenta mi consideración hacia estos seres tan entrañables.

    ¿Me estaré volviendo yihadista?

    Un Saludo, tu tocayo asturiano

    ResponderEliminar
  2. De lo que se entera uno…los identitarios franceses se unen a los judios sionistas para combatir a los musulmanes, realmente vomitivo:

    http://www.patriayresistencia.blogspot.com

    Esperemos que eso no ocurra en España nunk

    ALTO A LA SIONIZACIÓN!

    ResponderEliminar
  3. Excelente aporte. Gracias por tu trabajo.

    ResponderEliminar