La inmigración judía desestabiliza aún más la región.
El 24 de Julio de 1922 la Sociedad de Naciones otorgó a los británicos el Mandato de Palestina. En el preámbulo de la resolución se citaba expresamente la Declaración Balfour y se establecía la responsabilidad de que el mandatario procurase las condiciones favorables necesarias para el establecimiento de un "hogar nacional judío". De esta forma, los británicos se comprometían a cumplir la promesa realizada a la comunidad judía internacional. Los compromisos realizados a los árabes, en cambio, se esfumaron como si nunca hubieran sido contraídos. La permisividad con la que Gran Bretaña asistió a la masiva inmigración judía, una auténtica invasión, irritó aún más a las masas árabes de la zona ante el evidente agravio comparativo. Aunque la administración británica intentaba calmar a los líderes de la comunidad árabe de Palestina prometiéndoles un mayor control de la inmigración judía, ésta apenas remitió. Al comienzo del Mandato, en 1922, había en Palestina algo más de 670.000 árabes y cerca de 85.000 judíos. En 1947, en vísperas de la Partición de la ONU , había 1.293.000 árabes y 608.000 judíos. Desde 1922, fecha en que estallaron los primeros disturbios significativos entre ambas comunidades, los brotes de violencia no cesaron. En 1928 fueron bastante graves y alcanzaron connotaciones de guerra abierta en muchas fases entre 1936 y 1939.
Los británicos elaboraron sucesivos Libros Blancos sobre Palestina en los que trataban de plasmar y coordinar líneas políticas que permitiesen la coexistencia entre árabes y judíos, pero siempre desde la perspectiva de entender como irrevocable el derecho de los judíos a establecer su hogar nacional en Palestina. En 1930 la administración británica elaboró su segundo Libro Blanco que, con la intención de apaciguar a la irritada comunidad árabe, establecía cuotas más severas a la inmigración judía y pretendía limitar la compra de tierras por parte de los judíos. Como ya se ha apuntado, en la segunda mitad de esa década la violencia entre ambas comunidades alcanzó niveles que nunca antes había conocido. Los británicos, que debían garantizar la paz en el territorio actuando con imparcialidad, tomaron partido abierta y descaradamente por los judíos. Los grupos terroristas sionistas actuaban ante la pasividad cómplice de las tropas británicas que en cambio, detenían y deportaban a los líderes árabes palestinos y desarmaban a sus milicias.
Los sucesivos Libros Blancos empezaron a contemplar la posibilidad de una partición del territorio, esto es, de arrebatarles a los palestinos sus tierras para dárselas a los sionistas recién llegados.
Durante la Segunda Guerra Mundial los británicos, con los panzers de Rommel a las puertas de Suez, realizaron algunos gestos a favor de los palestinos para tratar de conjurar la posibilidad de un levantamiento de las masas árabes en apoyo de los alemanes.
El fin de la guerra supuso, como es sabido, el gran aluvión de judíos que finalmente, aprovechando la baza sentimental de los sufrimientos a manos de los nazis, acabaría consiguiendo el anhelado estado sionista judío haciéndole pagar los platos rotos a los árabes.
Los procesos de independencia después de la II Guerra Mundial.
A diferencia de la Gran Guerra , que fortaleció la posición hegemónica de las potencias coloniales vencedoras, la Segunda Guerra Mundial marcó el comienzo de la era de la descolonización tradicional. Cuando las hostilidades apenas habían comenzado, el presidente Roosevelt, líder de unos Estados Unidos todavía neutrales, ya le había dejado muy claro a Churchill que el precio de la ayuda americana a Gran Bretaña en la guerra que acababa de empezar incluiría el desmantelamiento de los imperios coloniales europeos, empezando por el británico[1]. No es que los estadounidenses fuesen unos anti-imperialistas altruistas. Se trataba lisa y llanamente de que Gran Bretaña (y Francia, y Holanda) ejercía un control monopolístico del comercio de sus inmensos dominios y las empresas norteamericanas querían tener acceso a esos mercados cautivos que incluían a centenares de millones de individuos. Los hombres de negocios yanquis ya sabían en 1939 que el colonialismo tradicional iba a ser sustituido por un neocolonialismo igual de explotador pero mucho más eficaz y barato. Hasta entonces, los británicos y los franceses ocupaban los territorios colonizados, los explotaban a través de sus compañías comerciales y no permitían a ninguna otra potencia meter la mano en la explotación de los recursos de sus colonias. Para ello mantenían tropas en estos lugares, debían invertir en infraestructuras, aunque sólo fuese para mejorar el transporte de las mercancías y debían sofocar periódicamente revueltas. Al final, las empresas ganaban dinero, pero muchas veces, a la administración colonizadora le costaba grandes sumas mantener el entramado.
Esto era algo que las grandes corporaciones norteamericanas entendían poco práctico y obsoleto. Aunque desde la Doctrina Monroe de principios del siglo XIX, en América del Sur, prácticamente sólo hacían negocio ellas, su voracidad desmedida les empujaba a ampliar su esfera de influencia. Los auténticos gobernantes de los Estados Unidos, los grandes hombres de la banca y la industria, casi todos ellos fundamentalistas judíos o calvinistas, llevaban décadas presionando a los presidentes para dar este salto. Si no lo consiguieron después de la Primera Guerra Mundial fue porque la inmensa mayoría de la población americana, desencantada de los efectos de la Guerra , de los conflictos que seguían sacudiendo Europa después de haberse firmado la paz y de la ascensión del comunismo en Rusia, había dado la espalda a los planes de los internacionalistas que habían colocado a Wilson en la presidencia y se había vuelto beligerantemente aislacionista.
De esta forma las grandes compañías comenzaron a explotar a las naciones recién independizadas sin tener que asumir responsabilidad alguna hacia la población y sin tener que mantener permanentemente tropas en ellas. Bastaba con sobornar a las élites locales que ellas mismas mantenían en el poder a cambio de concesiones para la explotación, muchas veces saqueo, de los recursos naturales de estas jóvenes y desdichadas naciones.
En este desigual reparto de roles, a las naciones árabes y musulmanas, asentadas muchas de ellas sobre gigantescos yacimientos petrolíferos, les estaba reservado un amargo destino.
Los británicos se obstinaron durante algún tiempo en mantener intactas las estructuras de explotación colonial tradicionales, pero rápidamente vieron que los Estados Unidos no les iban a respaldar. Tenían sus propios planes.
Irak
El fracaso de la revolución nacionalista de Al Gailiani, aplastada brutalmente por el ejército británico en 1941, devolvió al poder a los títeres del Foreign Office, el regente Abdullah y el primer ministro Nuri Al Said. Al acabar la guerra mundial en 1945, y aunque odiados por su pueblo, estos dos lacayos del imperialismo británico, se mantenían en el poder por el respaldo de las bayonetas británicas. En 1948 firmaron con sus amos el Tratado de Portsmouth que convertía a Irak aún más y a todos los efectos en un protectorado británico. A finales de Enero el pueblo iraquí reaccionó con una dignidad indescriptible. Las protestas fueron masivas. La policía disparó contra los patriotas que manifestaban su indignación asesinando a decenas de ellos. La indignación creció y las manifestaciones se multiplicaron en número y en asistentes. Las masas nacionalistas empezaban a clamar por la república. El 27 de Enero la policía mató a centenares de manifestantes abriendo contra ellos fuego de ametralladoras. A pesar de todo, los patriotas no se dejaron intimidar y obligaron a la policía a retroceder. Durante varios meses el régimen títere de Abdullah y Al Said se enfrentó a la indignación popular. Pero en Mayo, la proclamación del Estado de Israel y la primera guerra árabe israelí atrajeron la atención de las masas iraquíes y el gobierno supo aprovechar la situación para distraer su atención hacia la solidaridad pan-árabe con los hermanos palestinos, algo que realmente le traía sin cuidado.
[1] Elliot Roosevelt, Así lo quería mi padre, M. Aguilar Editor, 1946, pp. 70-71.
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