Churchill en brazos de Stalin
Entre finales de 1941 y los primeros meses de 1942 los japoneses se extendieron con rapidez y audacia por el sudeste asiático. En la Navidad de 1941 cayó Hong Kong, Singapur se rindió en Febrero del año siguiente con más de setenta mil soldados de la Commonwealth ante el asalto de poco más de treinta mil japoneses. En palabras de Churchill “el peor desastre y la mayor capitulación de la historia del Reino Unido.” En Marzo le tocó el turno a las Filipinas. De los ciento treinta mil defensores norteamericanos y filipinos, más de cien mil se rindieron a una fuerza asaltante de cincuenta mil japoneses. La Indias Orientales Holandesas, más o menos la actual Indonesia, con sus ricos yacimientos petrolíferos, cayeron igualmente en poder de Japón. Las tropas niponas desembarcaron en Nueva Guinea y amenazaron directamente Australia. La situación de los aliados había empeorado notablemente con el arranque de 1942 y empeoraría aún más en los meses siguientes.
En esos momentos, Churchill, posiblemente muy asustado por la deriva de las operaciones militares, cambió de opinión radicalmente acerca de las exigencias de Stalin respecto a Polonia y a los estados bálticos. El 7 de Marzo cursó una nota al presidente Roosevelt en los siguientes términos:
“La gravedad creciente de la guerra me ha llevado a pensar que no deberían interpretarse los principios expresados en la Carta del Atlántico de tal modo que nieguen a Rusia las fronteras que poseía en el momento en que sufrió el ataque alemán.”
“Todo parece indicar que la invasión alemana (de la URSS) va a experimentar una reactivación colosal durante la primavera, y no es mucho lo que podemos hacer por ayudar al único país que se halla enfrentado con gran parte de sus fuerzas a los ejércitos alemanes.”
Sumner Welles, a la sazón el segundo de abordo en el Departamento de Estado norteamericano después de Cordell Hull, efectuó el siguiente comentario ante el cambio de rumbo del Primer Ministro:
“La actitud del gobierno británico no es sólo indefendible desde todo punto de vista moral, sino estúpida hasta extremos extraordinarios.”
Por desgracia para los polacos, el punto de vista de Churchill se iría imponiendo también al otro lado del Atlántico en los próximos meses y el presidente Roosevelt acabaría asumiéndolo como propio con un entusiasmo digno de mejor causa.
Viacheslav Molotov
El 21 de Mayo el ministro de Asuntos Exteriores soviético Viacheslav Molotov se detuvo en Londres camino de Washington para entrevistarse con Churchill. En la agenda del primero figuraban dos asuntos acuciantes para Stalin, la apertura urgente de un segundo frente en Europa occidental que aliviase la presión que sufría el Ejército Rojo y el reconocimiento por los aliados de las fronteras soviéticas de 1941. Para Churchill, el primer asunto tenía difícil solución. Todos los informes de sus altos mandos militares coincidían en que las fuerzas aliadas no estarían en condiciones de acometer una operación anfibia de la envergadura que se requería, con algunas posibilidades de éxito, hasta por lo menos 1943. Y, aunque con respecto a la segunda cuestión, la de las fronteras, el Primer Ministro estaba personalmente de acuerdo en que se podría acceder a las demandas soviéticas, tampoco podía complacer a Molotov, pues la postura de la Casa Blanca seguía siendo contraria a las mismas.
A pesar de la decepcionante posición británica, después de consultar con Stalin, Molotov se resignó a firmar el día 26 un tratado con el gobierno de Su Majestad que no recogía ninguna de las demandas con las que había aterrizado en Londres unos días antes.
Como bien señaló Laurence Rees:
“Resulta significativo que, al ver a los británicos mantenerse a brazo partido en su posición, negándose a ceder un ápice, fuera Molotov quien acabase por transigir.”[1]
Por desgracia para la humanidad, esta actitud de firmeza ante la barbarie soviética no iba a ser más que un fugaz espejismo.
El día 29 de Mayo Molotov llegó Washington y fue invitado a alojarse en la misma Casa Blanca. Roosevelt y su inseparable Harry Hopkins, en contra de las más solventes opiniones de los jefes militares, decidieron que había que abrir el segundo frente antes de que finalizase 1942 y así se lo hicieron saber a Molotov. Esta promesa precipitada permitió al ministro de Asuntos Exteriores soviético regresar a Moscú con algo más que evasivas. Si bien no había conseguido un compromiso de los anglosajones acerca de las fronteras, al menos sí volvía con una fecha para la apertura del tan ansiado segundo frente.
No deja de resultar curioso que en esos momentos, Churchill hubiese estado dispuesto a entregarle a Stalin media Polonia y los estados bálticos aunque de ninguna forma se hubiese comprometido a dar una fecha tan próxima como el año en curso para un desembarco en Francia. Y que en cambio, Roosevelt estaba dispuesto a comprometer a los aliados en el segundo frente ese mismo año, pero de ninguna manera a garantizarle a Stalin las fronteras de 1941.
Una de las razones por las que al final Roosevelt accedió a renunciar a sus elevados principios morales de la Carta Atlántica y accedió a entregarle a Stalin la parte oriental de Polonia, tal y como ya habían sugerido Churchill y Eden, se debió a que apenas unas semanas después de haber recibido a Molotov y haberle prometido la inminente apertura del segundo frente, la realidad militar le hizo finalmente comprender que resultaba imposible efectuar un desembarco en Francia al menos hasta 1943. Los americanos entendieron que la única forma de compensar a Stalin por dejarle al menos un año más llevando en solitario el peso de la guerra contra Hitler en un momento tan delicado, y más aún después de haberle prometido que eso no ocurriría, era garantizarle las ganancias territoriales que él demandaba.
Y si el año 1942 había empezado mal para la Gran Alianza, cuando llegó el verano resultó aún peor. Los alemanes reanudaron la ofensiva en Rusia atacando hacia el Cáucaso y progresando a un ritmo espectacular.
En Junio, poco después de la visita de Molotov, fue Churchill quien acudió a Washington a entrevistarse con Roosevelt. El Primer Ministro se alojó también en la Casa Blanca. Churchill se había quedado horrorizado cuando a la vuelta de su estancia en Washington, Molotov hizo escala en Londres y le comunicó que Roosevelt se había comprometido a abrir el segundo frente en ese mismo año. Consciente de que era una promesa irresponsable porque resultaba imposible de cumplir, decidió viajar a Washington para hablar personalmente del asunto con Roosevelt.
Mientras Churchill se hallaba en la capital americana, la fortaleza de Tobruk en Libia, puerto clave en la batalla que se libraba en el Norte de África, se rindió a las fuerzas de Rommel. El desastre era una repetición de lo ocurrido en Singapur. Cerca de setenta mil soldados británicos y de la Commonwealth se rindieron a unas fuerzas italo-germanas que no excedían en mucho los treinta mil combatientes. El Primer Ministro se sintió profundamente afectado cuando recibió la noticia. Roosevelt y los miembros de su séquito que fueron testigos del abatimiento que produjo en Churchill el suceso, quedaron igualmente impresionados al ver al enérgico y combativo líder británico en tal estado de “shock”. Por si fuese poco, mientras la Wehrmacht volvía a arrollar al Ejército Rojo y el Afrika Korps de Rommel penetraba en Egipto con la vista puesta en el canal de Suez, ese verano se produjo uno de los mayores desastres navales de la historia de la Royal Navy. El convoy PQ 17, que debía trasladar cerca de doscientas mil toneladas de armas y suministros a la Unión Soviética desde los Estados Unidos, fue asaltado en el Ártico por las “manadas de lobos” del almirante Dönitz y la Luftwaffe. Bastantes más de la mitad de los buques, 24 de un total de 39, resultaron hundidos y con ellos, unas ciento treinta mil toneladas de valiosísimo material; casi 450 carros de combate, más de doscientos aviones de bombardeo y unos tres mil vehículos de transporte. Ciertamente, existían sobrados motivos para que en aquel verano de 1942, los dirigentes de la Gran Alianza temiesen por el resultado de la guerra.
Una de las peores consecuencias de estos sucesos fue la inmediata suspensión de los convoyes de ayuda a la Unión Soviética. En momentos tan delicados, los aliados anglosajones no podían permitirse el lujo de perder otro convoy como el PQ 17.
[1] Laurence Rees, A puerta cerrada. Historia oculta de la Segunda Guerra Mundial, Crítica, 2009, p. 160.
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