Stalin no se olvida de Polonia
A pesar de todos los gestos de buena voluntad hacia la URSS, Stalin estaba firmemente decidido a no renunciar a sus demandas territoriales, aunque éstas pudiesen comprometer a sus aliados anglosajones en un tipo de política y de diplomacia que ellos mismos habían declarado inadmisibles en la Carta Atlántica.
El 2 de febrero de 1943 los exhaustos supervivientes del 6º Ejército alemán se rendían en Stalingrado. Y pocos días después el diario Pravda confirmaba oficialmente la reclamación soviética de los territorios polacos anexionados en 1939.
El gobierno polaco emitió inmediatamente un nuevo comunicado recordando de nuevo los principios de la Carta Atlántica y la validez de las fronteras anteriores al 1 de Septiembre de 1939. Los embajadores polacos en Washington y Londres rogaron a Roosevelt y a Eden respectivamente que emitiesen sendos comunicados apoyando al gobierno de Sikorski y rechazando cualquier posible cambio de fronteras. Ninguno de los dos gobiernos anglosajones secundó la desesperada petición polaca. El silencio fue la respuesta.
El 1 de Marzo de 1943, la agencia soviética de noticias Tass emitía un durísimo comunicado acusando al gobierno polaco en el exilio de sostener reivindicaciones imperialistas sobre territorios de Bielorrusia y Ucrania. Según Tass, los polacos, con su política imperialista, intentaban impedir que los pueblos ucraniano y bielorruso pudiesen reunirse con sus hermanos de sangre soviéticos. El comunicado, con evidente intención, mencionaba que hasta el mismísimo Lord Curzon, a pesar de ser un anticomunista convencido, había reconocido que Polonia no tenía ningún derecho sobre estos territorios.
Las protestas de Sikorski y sus ministros tachando de ridículas las afirmaciones de la agencia Tass no surtieron el más mínimo efecto en los soviéticos… ni tampoco en los anglosajones.
El 16 de Marzo Stalin había enviado un mensaje secreto y personal al presidente Roosevelt apretándole nuevamente con el tema del segundo frente. Entresaco del largo mensaje lo más interesante.
“Asimismo, considero mi deber declarar que la temprana apertura de un segundo frente en Francia es el objetivo prioritario. Como recordará, el señor Churchill y usted veían la posibilidad de abrir un segundo frente ya en 1942 o esta primavera como fecha más tardía. Los motivos para emprender esta operación eran suficientemente poderosos. Por ello recalqué en mi mensaje del 16 de febrero la necesidad de atacar en el oeste no más tarde de esta primavera o a comienzos del verano.”
“Soy consciente de las considerables dificultades causadas por la carencia de medios de transporte que me comenta en su mensaje. No obstante, debo hacer hincapié, por el interés de nuestra causa común, en el grave peligro que entraña un nuevo retraso en la apertura de un segundo frente en Francia. De ahí que la vaguedad de las respuestas del señor Churchill y usted sobre la apertura de un segundo frente en Francia me produzca una preocupación que no puedo evitar expresarles.”[1]
Stalin sabía perfectamente, no en vano tenía una tupida red de espías en las más altas esferas de la administración Roosevelt, que éste sufría auténticos ataques de pánico cada vez que él empleaba un tono desabrido en sus mensajes. Y tampoco ignoraba que Eden se había convertido en el más firme adalid de la amistad anglo-soviética dentro del gabinete de guerra de Churchill. Para el líder soviético, el segundo frente se había convertido en una herramienta perfecta para presionar a sus asustadizos aliados anglosajones. Este mensaje, tal vez no por casualidad, fue cursado mientras el Secretario del Foreign Office, Anthony Eden, preparaba su visita a los Estados Unidos para entrevistarse con sus colegas del Departamento de Estado y con el propio Roosevelt. Antes de partir hacia Washington, el embajador soviético en Londres, Ivan Maisky, le advirtió de que la URSS reclamaba la Línea Curzon como su frontera oriental con Polonia para el final de la guerra.
La visita de Eden a Washington en los últimos días de Marzo de 1943 resultó una traición en toda regla a los aliados polacos de Gran Bretaña. Durante su estancia en la capital norteamericana se dedicó a exponer, a todos los altos funcionarios con los que se entrevistó, incluido el mismo presidente, las ambiciosas e injustificadas reclamaciones territoriales ¡de Polonia! Eden repitió, haciéndolos suyos, todos los argumentos anti polacos de la agencia Tass, de Pravda y del embajador Maisky. A Roosevelt llegó a decirle que los polacos de Sikorski reclamaban la anexión de toda la Prusia Oriental y que se dedicaban a conspirar con las naciones balcánicas en contra de los intereses soviéticos. El presidente garantizó a Eden su apoyo, por el momento secreto, a las reivindicaciones soviéticas a la Línea Curzon y a la anexión de los estados bálticos.
Cuando Eden abandonó Washington, había conseguido indisponer claramente a la administración Roosevelt con los polacos. Pero esto era algo que ellos aún no sabían, ni tan siquiera sospechaban. Seguían confiando ciega e ingenuamente en sus aliados anglosajones, con los que colaboraban generosamente en el esfuerzo de guerra.
El 7 de Abril la propaganda soviética, esta vez radio Moscú, volvió a la carga contra el gobierno polaco acusándolo de fomentar actividades antisoviéticas entre los polacos residentes en la URSS.
El día 12 Roosevelt escribió una carta a Sikorski. En lugar de expresarle su apoyo y el de su gobierno frente a las falsas acusaciones de los soviéticos, tal y como el gobierno polaco llevaba meses solicitando a sus aliados, le exhortaba a que hiciese todo cuanto estuviese en su mano para evitar cualquier ruptura de relaciones entre Polonia y la Unión Soviética. O, dicho de otro modo, le sugería que callase ante los ataques y amenazas de los rusos para evitar el enfado de Stalin. Al historiador británico David Irving no se le escapó el alcance de este mensaje:
“Pero a parte de una vaga promesa de que él consideraría la manera en que podría ayudarle, la carta de Roosevelt resultó decepcionante para Sikorski, que habría esperado de los americanos una firme declaración respecto a un asunto que parecía muy claro.”[2]
A comienzos de la primavera de 1943, como vemos, las tensiones entre los polacos y los soviéticos iban rápidamente en aumento y comenzaban a preocupar seriamente a los líderes de la alianza anglosajona. En Washington y Londres se afanaban en contentar a Stalin ante la imposibilidad de satisfacer su acuciante demanda de apertura del segundo frente. Las reticencias iniciales a ceder ante unas ambiciones territoriales soviéticas que resultaban incompatibles con los elevados principios de la Carta Atlántica fueron poco a poco superadas por consideraciones más oportunistas y menos honorables. Casi sin darse cuenta, los aliados anglosajones estaban deslizándose hacia un tipo de política y diplomacia que afirmaban condenar y por cuya proscripción decían haberse lanzado a la guerra. A mediados de 1943 estaban a punto de garantizarle a la URSS, una nación con un acreditado historial opresor, la entrega de vastísimos territorios pertenecientes a otros estados y de millones de individuos de diferentes nacionalidades a los que se impondría por la fuerza de las armas un régimen político que mayoritariamente rechazaban (y que ni ingleses ni estadounidenses querrían para sí mismos). Y esta siniestra operación se estaba gestando de espaldas a los pueblos afectados y en el más absoluto secreto. De una forma muy parecida a la que habían utilizado en 1939 Hitler y Stalin cuando firmaron su tristemente célebre pacto. Y la política de cesiones continuas ante la voracidad soviética comenzaba a recordar a la desacreditada diplomacia del apaciguamiento con los nazis por la que tanto había fustigado Churchill a su predecesor Chamberlain.
Tanto Roosevelt como Churchill eran conscientes del jardín en el que se habían metido y de que, a poco que no anduviesen con pies de plomo, la opinión pública mundial podría empezar a preguntarse si merecía la pena la dantesca guerra en la que las democracias se habían metido. Si éstas para ganar la contienda podían provocar un resultado final igual o peor del que supuestamente habían querido evitar y, si además, para conseguirlo, estaban conculcando todos los principios por los que también se suponía que habían decidido luchar, ¿qué objeto podía tener la descomunal carnicería que se estaba produciendo?
Los líderes de las democracias anglosajonas se hallaban en una incómoda situación. Eran rehenes de los hipócritas principios que habían proclamado a los cuatro vientos en una descarada maniobra de propaganda llamada Carta Atlántica y de la dependencia que creían tener del Ejército Rojo para ganar la guerra. En otras palabras, decían luchar por la libertad, la independencia y la soberanía de todas las naciones pero a la vez, estaban convencidos de que sólo podían obtener la victoria de la mano de Stalin, un tirano genocida que de ninguna manera era mejor que Hitler, a quien sin embargo sí se habían propuesto destruir. Y cada vez eran más conscientes de que para ganar la guerra tendrían que sacrificar la libertad y la independencia de muchas naciones y de millones de seres humanos. Empezando por los polacos, esos orgullosos y gallardos eslavos por cuya integridad territorial Gran Bretaña había decidido en 1939 que había que luchar.
Con las cosas así, Churchill y Roosevelt habían decidido no contrariar a Stalin, darle prácticamente todo lo que pidiese, procurar mantener en la más absoluta ignorancia de estos vergonzosos tejemanejes a la prensa, y por añadidura a la opinión pública mundial, y esperar a que con el tiempo y ciertas dosis de diplomacia y encanto personal, las ambiciones de Stalin se fuesen moderando de cara a las negociaciones en una conferencia de paz que les permitiese salvar los muebles.
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