lunes, 24 de enero de 2011

LA BANDA DEL TESORO (II). Jorge Álvarez

La infiltración comunista en el Departamento del Tesoro


Nathan G. Silvermaster ( centro, de pie) declarando ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Enero de 1948

De todos los grupos de agentes del NKVD que se infiltraron y actuaron durante la era Roosevelt, el más importante, fue sin duda el Grupo Silvermaster, liderado por el agente Nathan Gregory Silvermaster, judío ucraniano naturalizado americano en 1926. Este círculo de espías se fue colocando en altos puestos directivos de diferentes organismos del Departamento del Tesoro y de agencias relacionadas con la política económica de la administración Roosevelt. Actuando directamente desde este Departamento estuvieron los siguientes agentes:

Nathan G. Silvermaster, Harry Dexter White, Solomon Adler, Frank Coe, Sonia Steinman Gold, Irving Kaplan, William H. Taylor, Abraham G. Silverman, William Ullman.

Todos ellos, y algunos otros, ocupaban puestos con alta capacidad de influencia y decisión en temas trascendentes y tenían acceso a multitud de información del más alto nivel y de carácter secreto acerca de la planificación económica del esfuerzo de guerra norteamericano. Y, algunos de ellos, ejercían una influencia directa y de primer grado sobre algunos miembros del gobierno o sobre el mismo presidente, como era el caso de Harry Dexter White con el Secretario del Tesoro Henry Morgenthau o el de Harry Hopkins con Franklin D. Roosevelt.

Lauchlin Currie, también tuvo una destacada influencia en la política económica del gobierno aunque desde fuera del Departamento del Tesoro. Comenzó como asesor económico de la Casa Blanca para desempeñar después otros cargos y finalizar como uno de los principales directivos de la Administración Económica para el Extranjero (Foreign Economic Administration), Agencia creada en 1943 para coordinar la política económica de la administración con terceros países, y muy especialmente con los aliados, Gran Bretaña, China y la Unión Soviética.

Abraham Silverman actuó primero en el Pentágono y después, por deseo de Harry D. White, recaló en el Departamento del Tesoro.

Irving Kaplan comenzó en el departamento del Tesoro, pasó a la Oficina de Producción de Guerra (War Production Board) y finalizó su carrera espiando desde la Administración Económica para el Extranjero junto con Lauchlin Currie.

Por aquellas fechas, el servicio de espionaje soviético – NKVD – actuaba enviando al extranjero agentes profesionales formados y entrenados en la URSS. Estos agentes, denominados rezidents, porque regían una rezidentura, tenían como principal misión reclutar en cada país espías no profesionales que trabajasen para ellos, bien a cambio de remuneración o bien por complicidad ideológica. Algunos rezidents eran llamados ilegales, es decir, agentes que no mantenían ningún contacto oficial con los soviéticos que residían legalmente en los Estados Unidos, como los funcionarios diplomáticos. Otros, en cambio, actuaban como agentes desde dentro del aparato oficial soviético en el extranjero. Por ello se decía, que en las embajadas y consulados soviéticos solía haber más espías que diplomáticos[1]. Algunos de los espías reclutados controlaban a su vez un grupo - o anillo - de espías que obedecían sus instrucciones. El líder del grupo reportaba regularmente con alguno de los redizents, informándole de los logros de sus agentes y de cualquier asunto relacionado con su misión. Otros agentes ejercían de correos dentro del grupo y trasladaban la información de éstos al rezident de turno. Durante los años treinta y cuarenta del pasado siglo casi todos los espías reclutados en Estados Unidos por el NKVD actuaban sin remuneración, movidos exclusivamente por su obediencia a la causa comunista y a la revolución bolchevique. La inmensa mayoría de los espías reclutados eran ciudadanos norteamericanos que pertenecían al Partido Comunista de los Estados Unidos (CPUSA), el resto eran comunistas no afiliados y compañeros de viaje, es decir, en la propia terminología comunista, individuos de convicciones progresistas que simpatizaban con la Rusia bolchevique y que se consideraban visceralmente antifascistas. La Internacional Comunista o Komintern, obligaba a todos los partidos comunistas del mundo a tener una doble organización; una “legal”, dedicada a participar normalmente en la vida política y en los procesos electorales y otra clandestina, con la finalidad de colaborar con los agentes soviéticos en el espionaje. Otra curiosidad del perfil de los militantes comunistas norteamericanos por aquella época consistía en que unas tres cuartas partes de ellos eran inmigrantes de primera generación y de lengua no inglesa (el yidish y el alemán eran las más comunes entre estos nuevos americanos bolcheviques). A mediados de la década de 1940, de los cien mil afiliados al CPUSA, un 50 por ciento era judío, lo cual no deja de ser interesante porque los judíos de los Estados Unidos, como ya vimos, no representaban más que un exiguo dos por ciento sobre el total de la población.

En este punto, conviene hacer una rápida digresión. La simpatía del judaísmo internacional hacia el comunismo durante por lo menos los primeros 60 ó 70 años del siglo XX es un hecho incontestable, poco divulgado y a menudo manipulado. Algunos individuos de imaginación desbordante han pretendido que esta actitud ha sido fruto de una conspiración judía para dominar el mundo. Pero la realidad es más sencilla. A finales del siglo XIX la inmensa mayoría de la población judía mundial, estimada en unos ocho millones de personas, residía en territorios que se hallaban bajo la soberanía de la Rusia zarista. En concreto, Polonia, Lituania, Ucrania y Bielorrusia contaban, por aquellas fechas, con una enorme población judía que se podía aproximar a los cinco millones.

El rápido aumento de la población de los asentamientos judíos en estos territorios, el aislamiento altivo de estas comunidades con respecto a la población cristiana circundante y la naturaleza de los negocios a los que se dedicaban mayoritariamente los judíos, fueron factores que contribuyeron a un rápido deterioro de las relaciones entre los cristianos eslavos, ya fuesen ortodoxos o católicos y los judíos. Muchos de éstos, disconformes con las limitaciones que a sus hermanos de raza les imponía la legislación zarista, se fueron adhiriendo a diferentes grupos terroristas que conspiraban, desde posiciones anarquistas y socialistas para derrocar al régimen. En 1881 uno de estos grupos asesinó al Zar Alejandro II, que curiosamente, había aplicado políticas reformistas y liberalizadoras. Entre los integrantes del grupo había al menos dos mujeres judías, Vera Figner y Gesya Gelfman. El asesinato acrecentó aún más los sentimientos anti judíos de una gran parte de la población y de una parte nada desdeñable de las autoridades zaristas. El nuevo Zar, Alejandro III, impresionado por el asesinato de su padre, abandonó las políticas reformistas y reprimió duramente a la oposición.

En bastantes lugares de Rusia se produjeron motines antijudíos (pogromos) de violencia desigual. Estos acontecimientos provocaron especial indignación entre la comunidad judía de los Estados Unidos, que no siendo aún muy numerosa, sí había alcanzado ya un alto nivel de influencia en la economía, la prensa y la política de Norteamérica. El Zar Alejandro III y su sucesor Nicolás II veían en los judíos, no sin razón, una productiva e inagotable cantera para las organizaciones terroristas de extrema izquierda, razón por la que fomentaron su emigración. Y muchos de ellos, efectivamente, emigraron y la mayor parte escogió como destino final los Estados Unidos. En tan sólo treinta años la población judía norteamericana se multiplicó casi por diez, pasando de algo más de doscientos mil individuos en 1880 a más de dos millones en 1920. Esta espectacular migración fue la que realmente creó la enorme, próspera e influyente comunidad judía de los Estados Unidos. Los judíos de origen alemán que habían llegado en migraciones anteriores y que se hallaban situados en lo más alto de la sociedad yanqui fueron absolutamente desbordados por la avalancha de hebreos que llegaron huyendo del maltrato que padecían en Rusia.

De esta forma, el odio hacia el régimen ruso zarista constituiría una nota característica de la población judía de Estados Unidos. El odio y el irrenunciable deseo de venganza. Desde el primer momento los judíos norteamericanos se dedicaron a utilizar su influencia económica y mediática sobre los políticos estadounidenses para que la diplomacia de los Estados Unidos tratase con mayor rigor a Rusia. Obtuvieron una de sus primeras victorias en 1903 cuando consiguieron que el presidente Theodore Roosevelt protestase oficialmente al gobierno ruso por un pogromo en el que habían sido asesinados 47 judíos (curiosamente, ese mismo año, en los Estados Unidos serían linchados 84 negros)  y la más sonada al conseguir la derogación unilateral por parte del presidente Taft en 1911 del Tratado Comercial que regía desde 1832 entre Rusia y los Estados Unidos. Antes, en 1904, el acaudalado banquero judeo-americano Jacob Schiff había conseguido a través de la banca que él dirigía, la Kuhn-Loeb & Co, un enorme empréstito de 200 millones de dólares de la época para financiar el esfuerzo bélico de Japón en su conflicto de 1904-1905 con la Rusia zarista. Japón, como es sabido, ganó la guerra. Como prueba de la importancia que tuvo en la victoria nipona el préstamo, Jacob Schiff fue el primer extranjero que recibió de manos del emperador de Japón la Orden del Sol Naciente. Como consecuencia a medio plazo, la derrota del Zar en 1905 socavó de forma irremediable el prestigio de la monarquía de los Romanov en Rusia, abriendo el camino al proceso revolucionario. Jacob Schiff y muchos otros acaudalados judíos norteamericanos pondrían sus recursos financieros al servicio de los revolucionarios marxistas rusos, en cuyas filas, como es bien sabido, militaba una enorme y desproporcionada cantidad de judíos. Por ejemplo, para León Trotsky resultó muy fácil conseguir, en un viaje a los Estados Unidos, generosas donaciones de sus hermanos de raza americanos.

Tras el triunfo de la Revolución Bolchevique, la sobrerrepresentación de los judíos entre el alto aparato del estado soviético no pasó desapercibida para casi nadie y menos aún para los judíos americanos, que veían con entusiasmo desbordante cómo sus hermanos de Rusia habían pasado, gracias a la revolución, de ser unos parias a convertirse en la élite rectora del país. Como prueba de ello no hay más que molestarse en averiguar, por ejemplo, el porcentaje de judíos en el nivel dirigente del NKVD. En 1934, primera fecha de la que existen datos oficiales soviéticos, los judíos constituían, un 38’50 por ciento de la plana mayor del NKVD, lo que los convertía en el grupo étnico más representado en este siniestro organismo, por encima incluso de los rusos que suponían un 31’25 por ciento. En 1936 la diferencia aumentó, habiendo un 39 por ciento de judíos frente a un 30 por ciento de rusos. En 1937 los judíos seguían ocupando más altos puestos que los rusos (37’54 frente a 31’53). Esta tendencia se mantuvo con ligeros cambios hasta 1939, cuando las purgas de Stalin se llevaron por delante a un gran número de judíos de las altas esferas de la administración bolchevique[2]. En cualquier caso no deja de resultar llamativo que un grupo étnico que rozaba el dos por ciento del total de la población de la Unión Soviética acaparase porcentajes cercanos al cuarenta por ciento en la plana mayor del NKVD. No debemos perder de vista que este organismo, además de ocuparse del espionaje, también se encargaba de la represión en el interior de los supuestos enemigos de la revolución, lo que permitió a los judíos ajustar las cuentas a muchos odiados funcionarios zaristas y a una buena parte del campesinado, sobre todo de Ucrania, tradicionalmente hostil a los judíos.

Todo lo que ocurrió en Rusia desde 1880 hasta el triunfo de la Revolución Bolchevique y hasta por lo menos tres décadas después, provocó un idilio muy particular y a simple vista paradójico entre la judería y el comunismo. Sin tener presente esto, resulta difícil entender cómo los judíos abarrotaban el CPUSA o cómo se convirtieron igualmente en el contingente más numeroso de cuantos integraron las Brigadas Internacionales que la Comintern reclutó y envió a España en 1936. Y así también podemos entender por qué muchos judíos norteamericanos que no eran comunistas, entre otras cosas porque eran riquísimos hombres de negocios, apoyaban la causa de la Unión Soviética y del comunismo con un entusiasmo que en general solía ser difícil de encontrar en los hombres de su misma posición social que no eran judíos.

 La Unión Soviética siempre supo aprovechar en su exclusivo beneficio la simpatía y la admiración que los judíos americanos le profesaban. Durante un tiempo, efectivamente hubo poderosísimos judíos en la Rusia comunista que compartían bastantes objetivos con los judíos norteamericanos, tanto con los que pertenecían al CPUSA como con los que pertenecían a la oligarquía financiera de Wall Street. Con Stalin, poco a poco, las cosas comenzaron a cambiar. Pero durante la Segunda Guerra Mundial, los judíos de los Estados Unidos seguían confiando plenamente en la Unión Soviética. Stalin, con su habitual instinto, supo utilizar en su provecho esta circunstancia. Mientras él comenzaba a “desjudaizar” el régimen bolchevique, utilizaba sin ningún escrúpulo la bandera del antifascismo para mantener en América una tupida red de judíos (y progresistas gentiles, por supuesto) que estaban dispuestos a hacer todo lo posible porque la causa de la Unión Soviética fuese respetada y favorecida en todo caso y frente a cualquier otra consideración.

Naturalmente, todo esto explica también la desproporcionada presencia de judíos americanos entre los espías al servicio del NKVD. Otro tipo de espías era el que el NKVD denominaba “agentes de influencia”. Se trataba de individuos infiltrados en puestos tan altos de la administración norteamericana que, además de pasar al NKVD información de máximo interés, podían utilizar la influencia inherente a su elevada posición para que la política de los Estados Unidos jugase a favor de los intereses de la Unión Soviética. Ejemplos emblemáticos de “agentes de influencia” fueron Harry Hopkins, Alger Hiss o Harry Dexter White.


[1] Parece ser que en aquellos años existían cuatro redes de espionaje soviéticas en los Estados Unidos. Una actuaba desde el consulado en San Francisco y su rezident era Grigori Jeifets, otra operaba desde la embajada en Washington con Vasili Zarubin como rezident, la tercera utilizaba como tapadera a la sociedad comercial soviética AMTORG y la última la dirigía el agente “ilegal” Isaak Akhmerov. El papel de Vitaly Pavlov podría haber sido el de coordinador de la red “legal” de Zarubin con la “ilegal” de Akhmerov.
[2] Nikita Petrov, Veränderungstendenzen im Kaderbestand der Organe der sowjetischen Staatssicherheir in der Stalin.Zeit (Tendencias de cambio en la constitución del cuadro de órganos de la seguridad soviética del estado durante la era de Stalin), Forum für osteuropáische Ideen-und Zeitgeschichte 5, (2), 2001. Se puede acceder al artículo en internet (en alemán) en la dirección siguiente:
www1-ku-eichstaett.de/ZIMOS/forum/docs/petrow.htm

"En los primeros años veinte, cuando el régimen bolchevique empezaba a asentarse, había un predominio de nombres judíos en puestos administrativos de todos los niveles [...]
En 1933 se intyrodujo el sistema de pasaporte interno, y a partir de entonces los judíos constaron como un grupo nacional pese a que no tenían una república propia. En aquella época los judíos copaban puestos de máximo nivel en todos los ministerios importatntes."
"... porque en los años veinte los funcionarios judíos de la Cheka adoptaban nombres rusos para no llamar la atención sobre su origen judío mientras trabajaban con informadores o funcionarios rusos.
"Pero la conjura sionista y la caída de beria pusieron fin a la contratación de judíos para puestos influyentes en el servicio de inteligencia o el Comité Central."
"La presencia de gran cantidad de judíos en los servicios de inteligencia, como había sido el caso desde la Revolución hasta 1948, llegó a su fin." Pavel y Anatoli Sudaplatov, Op. Cit., pp. 60, 358, 359. 382.

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