martes, 18 de enero de 2011

LOS ESTADOS UNIDOS Y EL COMUNISMO. HISTORIA DE UN COMPADREO (VIII). Jorge Álvarez

Y Roosevelt cogió su fusil


El año 1937 marca el punto de inflexión. A partir de entonces, el presidente norteamericano sabotearía discreta pero eficazmente todas las iniciativas políticas y diplomáticas del Congreso y del Departamento de Estado que tratasen de apartar a los Estados Unidos de los conflictos que se avecinaban. El giro lo marca  lo que la Historia llama “el discurso de la cuarentena” pronunciado por Roosevelt en Octubre de 1937 en Chicago. Fue la primera vez en la que deslizó a sus compatriotas la idea de que los Estados Unidos tal vez no pudieran quedarse al margen de los conflictos que parecían avecinarse. El discurso era intencionadamente ambiguo y no era más que un premeditado y tibio avance en el proceso que el presidente había diseñado para reprogramar las conciencias de sus electores. A pesar de la calculada ambigüedad del discurso, los círculos aislacionistas entendieron perfectamente la gravedad de las declaraciones presidenciales y emplazaron a Roosevelt para que aclarara sin doble lenguaje cuáles eran exactamente sus intenciones. No lo consiguieron y el presidente rehuyó pronunciarse con franqueza. Naturalmente, se mantuvo en su muy estudiada línea de no mostrar claramente sus verdaderas intenciones sin renunciar a permeabilizar a sus compatriotas a las ideas intervencionistas.

            A comienzos de 1938 la Cámara de Representantes intentó ir un paso más allá en la legislación aislacionista introduciendo una enmienda constitucional que obligase a convocar un referéndum para declarar la guerra a cualquier otro Estado con la única excepción de que los Estados Unidos fuesen invadidos. Esto iba más allá de lo que Roosevelt podía permitir y realizó un llamamiento personal a los congresistas de su partido para que paralizasen esta “peligrosa” iniciativa, cosa que in extremis consiguió[1]. La siguiente vuelta de tuerca en su conspiración contra la paz se produjo después de la Conferencia de Munich que concluyó con la inevitable desmembración de la absurda, artificial e inviable  República de Checoslovaquia.[2] Es bastante probable que antes de la convocatoria de la cumbre de Munich Roosevelt ni tan siquiera hubiese sido capaz de situar Checoslovaquia en un mapa. Pero súbitamente se sintió profundamente interesado en la independencia de esta pequeña república centroeuropea amenazada por la avidez del imperialismo alemán. Su débil memoria le hacía olvidar que en los últimos treinta años, con muchísima menos legitimación, los Estados Unidos habían  intervenido militarmente en al menos diez ocasiones en seis repúblicas sudamericanas diferentes (Panamá, Nicaragua, República Dominicana, Cuba, México y Haití) la última de ellas bajo su propio mandato presidencial ocupando Haití en 1934. En todas estas ocasiones los Estados Unidos, a diferencia de Alemania en Checoslovaquia, actuaron unilateralmente sin buscar ningún tipo de consenso internacional. No deja de resultar curioso que la nación que más ha hecho uso a lo largo de su historia de la “diplomacia de la cañonera” de repente se viese tan preocupada por el derecho a la existencia de naciones tan lejanas y exóticas para los estadounidenses como lo era entonces Checoslovaquia.

            Mientras pronunciaba discursos amenazadores contra Italia, Japón y Alemania para ir predisponiendo la opinión pública americana contra estas naciones, ignoraba deliberadamente todas las salvajadas que se estaban perpetrando en la Unión Soviética y lo que es más grave, secretamente conspiraba con los líderes de Francia y sobre todo de Gran Bretaña y Rusia para poder burlar las Leyes de Neutralidad aprobadas mayoritariamente por los representantes del pueblo americano. Una de sus más fantásticas ideas en este sentido consistía en que Francia y Gran Bretaña montasen en Canadá, al lado de la frontera norteamericana, fábricas para ensamblar piezas de aviones que Estados Unidos les suministraría.[3] Este caso, que recuerda muchísimo al de la fabricación de un moderno acorazado para la marina de Stalin, tuvo que ser finalmente desechado por la misma razón, era demasiado difícil de ocultar a la opinión pública. Y como todas las iniciativas de Roosevelt para involucrar a su país en la guerra debían mantenerse en  secreto (pues entraban de lleno en el terreno de la conspiración), si éste era imposible, la iniciativa en cuestión forzosamente debía aparcarse para sustiturla por otra más fácil de ocultar .

            En esta escalada dialéctica, Roosevelt, en el discurso oficial sobre el estado de la Unión de comienzos de 1939, identificó a Italia, Alemania y Japón como naciones agresoras. Poco después, en Abril, envió un mensaje personal a Mussolini y a Hitler con la calculada intención de presentarlos ante la opinión pública norteamericana y mundial como unos agresores compulsivos. Para que la maniobra surtiese efecto, antes de que el mensaje llegara a su destinatario en Berlín, Roosevelt, en un evidente gesto de descortesía, lo hizo público en Washington. El mensaje en cuestión pedía a Alemania e Italia que se comprometiesen a no atacar durante los próximos veinticinco años a una serie de países, treinta en total, que se enumeraban en el mismo documento uno por uno. Naturalmente, el mensaje era descortés en la forma y arrogante en el contenido. Nunca Roosevelt se había dirigido así, por ejemplo a Stalin, quien como ya vimos detalladamente, se había convertido ya por entonces en el mayor asesino de masas de la Historia. En cualquier caso, el disparatado mensaje dejaba a las claras que Franklin D. Roosevelt, además de ser un siniestro representante de los poderes fácticos más repugnantes que se puedan imaginar, era además, una patético palurdo.

            Hitler, que sólo en el año que pasó en la prisión de Landsberg después del fallido golpe de Munich de 1923, había leído más que Roosevelt en toda su vida, casi no se podía creer el documento que tenía ante sus ojos. Gracias a la estupidez del presidente americano iba a tener la ocasión de pronunciar ante el Reichstag uno de sus más brillantes y humorísticos discursos. Por increíble que parezca, en la lista de los treinta países cuya independencia se hallaba supuestamente amenazada por el imperialismo de las potencias fascistas, figuraban además de casi todas las naciones europeas ¡Siria, Palestina, Irak, Egipto, Irán y Arabia¡ Hitler no desaprovechó la oportunidad y el 28 de Abril de 1939 respondió desde la tribuna del Reichstag al arrogante mensaje de Roosevelt. Él discurso, naturalmente, no dejaba pasar por alto el hecho de que muchas de las naciones que el presidente norteamericano consideraba amenazadas por la Alemania nazi, estaban entonces de hecho invadidas por los ejércitos coloniales de las muy democráticas Gran Bretaña y Francia. Según el Führer iba leyendo alguno de los nombres de estas naciones incluidas en la lista de Roosevelt, las carcajadas arreciaban entre los diputados asistentes[4]. Hitler aseguró haber consultado a las naciones referidas si se sentían amenazadas por el Reich Alemán y que todas habían contestado negativamente, excepto Siria o Egipto, por ejemplo, que no habían podido contestar porque ciertos estados democráticos les habían privado de su capacidad de hablar por sí mismas. Otro momento realmente cómico tuvo lugar cuando Hitler leyó el nombre de otra República presuntamente amenazada por Alemania:  ¡La República de Irlanda, que hacía apenas una década había conseguido librarse de siglos de ocupación británica!
           
                A pesar del repaso en toda regla que el Canciller alemán le había dado y del estruendoso ridículo que habían hecho tanto él como su “trust de cerebros”, Roosevelt continuó decidido a proseguir en su desesperada carrera para derrotar el espíritu aislacionista de sus compatriotas. Este espíritu, aún después del comienzo de la guerra en Europa, se mantenía increíblemente fuerte y seguía representando a la gran mayoría del pueblo americano. El aislacionismo arraigaba casi por igual entre los votantes republicanos y los demócratas y aunque los círculos bien informados sabían perfectamente que el presidente era abiertamente partidario de intervenir de nuevo en la guerra europea, el pueblo americano seguía confiando en Roosevelt por la sencilla razón de que, como ya hemos comentado, en público mantenía un discurso pacifista y en privado conspiraba a favor de la guerra. Esta confianza se vio nuevamente refrendada en las elecciones presidenciales de 1940 en las que Roosevelt tuvo el dudoso honor de ser el primer (y único) candidato que, ignorando la tradición de la limitación de la presidencia a dos mandatos, se presentó para un tercero. Aunque los republicanos acortaron diferencias con su candidato Wendell Wilkie, Roosevelt volvió a ganar. Durante la campaña electoral, aseguró repetidamente a sus electores que mantendría a los Estados Unidos fuera de la guerra.[5] Él sabía perfectamente, cuando hacía esta promesa, que estaba mintiendo a sus compatriotas, sin embargo su total carencia de principios éticos, le permitía traicionar a sus electores sin el más mínimo remordimiento. Su plan era sencillo. La experiencia de la Primera Guerra Mundial había demostrado que era bastante fácil provocar un duelo de nervios en el Atlántico hasta que los alemanes cometiesen algún error. Ahora era incluso más fácil, pues los Estados Unidos también podían provocar a Japón. Roosevelt confiaba en que si les apretaba fuertemente las clavijas, alguno de los dos acabaría mordiendo el anzuelo y provocaría un incidente que le serviría de pretexto para entrar en la guerra. El aislacionismo americano duraría sólo hasta el momento en que los Estados Unidos fueran atacados y Roosevelt estaba firmemente dispuesto a que efectivamente fueran atacados.


[1] “El hundimiento del Panay también tuvo como consecuencia llevar a las puertas de la Cámara una enmienda constitucional que permanecía atorada en un comité desde hacía muchos meses. Respaldada por el congresista Louis Ludlow, demócrata de Indiana, establecía que, excepto en el caso de invasión,  el Congreso sólo podría declarar la guerra una vez que le hubiera dado la aprobación un referéndum nacional. Los sondeos de opinión mostraban que la propuesta disfrutaba de un respaldo público masivo y parecía segura su aprobación. Pero Roosevelt objetó que ese referendo “debilitaría al presidente para poder dirigir nuestras relaciones exteriores y (...) fomentaría que las demás naciones creyeran que podían violar los derechos estadounidenses con impunidad”. La presión de la Casa Blanca dio como resultado la derrota de la enmienda Ludlow el 10 de Enero de 1938 por una votación de 209 contra 188. Pero la estrechez del margen reveló la persistencia del aislacionismo y la fuerza de la oposición al control presidencial de la política exterior”. (Maldwyn A. Jones, op. cit.,  p. 450).
[2] Conviene, aunque se salga ligeramente del objeto del presente estudio, repasar brevemente el affaire de Checoslovaquia, pues la parcialidad de los medios de comunicación ha venido fabulando sobre este asunto con una falta de rigor escandalosa. Todavía hoy en día, con cualquier pretexto, se saca a relucir la Conferencia de Munich en la que se acordó la desmembración de Checoslovaquia como un ejemplo de cobardía moral de las democracias que sacrificaron a una débil, unida y beatífica pequeña nación ante las injustificadas reclamaciones de la perversa Alemania nazi. La realidad es bien distinta. La república Checoslovaca nunca había existido antes del fin de la Primera Guerra Mundial. Se creó artificialmente con despojos del derrotado Imperio Austrohúngaro para satisfacer los intereses de Francia que consistían en debilitar todo lo posible la situación geoestratégica del Reich Alemán. En su creación se vulneró deliberadamente el derecho a la autodeterminación consagrado por los propios aliados en los célebres catorce puntos del presidente Wilson incluyendo en esta república contra su voluntad manifiesta a tres millones y medio de alemanes (los famosos alemanes de los Sudetes). Checoslovaquia fue entregada por los vencedores de la Gran Guerra a la minoría mayoritaria, es decir a los bohemio-moravos, o checos, que gobernaron despreciando sistemáticamente a las otras minorías (de los 13.600.000 habitantes de la república los checos representaban al 50%, los alemanes al 23% y los eslovacos al 15’5%, el 11’5% restante lo formaban húngaros, rutenos y polacos). Así pues, considerando que los alemanes sumaban como hemos visto unos tres millones y medio y los eslovacos en cambio andaban por los dos millones, hubiese sido más lógico hablar, en lugar de Checoslovaquia, de Checoalemania. Incluso se dio la circunstancia de que en 1.937, el Partido Alemán de los Sudetes se convirtió en el más votado de Checoslovaquia. A pesar de todos estos datos, los derechos de los alemanes de los Sudetes eran sistemáticamente pisoteados por los gobernantes checos. Incluso en ciudades como Karlsbad con un 95% de habitantes alemanes, las autoridades checas ignoraban el alemán destinando allí (y a todas las ciudades de mayoría alemana) a funcionarios checos que se comunicaban exclusivamente en lengua checa. Las reformas agrarias emprendidas por el gobierno desposeyeron a propietarios alemanes a favor de los checos. La Asamblea que votó la Constitución y afirmó la supremacía total de la minoría checa y de su idioma, no contó con ningún representante de la minoría alemana (ni de ninguna de las otras minorías). Cuando por fin se permitió a las minorías participar en las elecciones, los checos se auto otorgaron un número mayor de representantes por circunscripción que los que les correspondían a las circunscripciones con mayoría alemana, eslovaca o húngara. Esta era, pues, la pobre y pequeña democracia que según cuentan fue sacrificada fríamente para complacer a Hitler. El último episodio de esta patética república de opereta creada exclusivamente para perjudicar al Reich Alemán y que ha dejado en evidencia a todos los actuales críticos de la Conferencia de Munich ha sido su voluntaria desmembración en dos repúblicas, una checa y otra eslovaca, en cuanto el yugo soviético desapareció.
[3] “En secreto Roosevelt fue mucho más lejos. A fines de Octubre de 1938, en conversaciones por separado con el ministro británico de Aviación y también con un amigo personal del primer ministro Neville Chamberlain, planteó un proyecto destinado a burlar las Leyes de Neutralidad. Propuso una evasión directa de la legislación recién firmada, y sugirió crear fábricas británicas y francesas de montaje de aviones en Canadá, cerca de la frontera norteamericana. Los Estados Unidos aportarían todas las piezas, dejando sólo el montaje final a Gran Bretaña y Francia. Esta disposición permitiría, técnicamente, que el proyecto se atuviera a la letra de las Leyes de Neutralidad, presumiblemente porque las piezas eran artículos civiles. Roosevelt dijo al emisario de Chamberlain que “en caso de guerra con los dictadores, él contaba con los recursos industriales de la nación norteamericana".”  (Henry Kissinger, op. cit., p. 404).
[4] “Muchos oyentes alemanes de la transmisión lo consideraron uno de los mejores discursos que había pronunciado hasta entonces. William Shirer, el periodista estadounidense destacado en Berlín, se sentía inclinado a ratificarlo: “Hitler ha sido hoy un actor soberbio”, escribió”. (Ian Kershaw, op. cit., Vol. II p. 198).
“Hitler se divirtió de lo lindo empleando el mensaje de Roosevelt para pronunciar algunos de sus discursos en el Reichstag”. (Henry Kissinger, op. cit., p. 405).
[5] “En octubre el Presidente y candidato F.D. Roosevelt decía en Boston: “Quiero daros una seguridad, padres y madres, mientras os hablo. Lo he dicho antes y lo repetiré una y otra vez. Vuestros hijos no serán enviados a ninguna guerra extranjera...” Meses más tarde, Presidente por tercera vez, forcejeando contra su propio pueblo, F.D.R. declaraba ante el Congreso que Estados Unidos enviaría a los aliados europeos “cantidades siempre crecientes de barcos, aviones, tanques y cañones”. (José María Massip, Los Estados Unidos y su Presidente, Ediciones Destino, 1952, p. 116).
“Entretanto, Roosevelt había iniciado su campaña para su tercer mandato basándose en una plataforma no intervencionista. Días antes de las elecciones de 1.940, aseguró a sus electores que los jóvenes americanos no serían movilizados para intervenir en ninguna guerra extranjera”. (A. Scott Berg, Charles Lindbergh, Plaza y Janés, 2001, p. 571).

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