lunes, 17 de enero de 2011

HISTORIA DE LOS JUDÍOS, ESOS TIPOS TAN ENTRAÑABLES (XIII). Jorge Álvarez

Al servicio de los poderosos... para explotar a los menesterosos


En la Europa de la Edad Media los judíos se concentraban en las ciudades, eran un pueblo esencialmente urbano. A mediados del siglo XI, Benjamín de Tudela, un mercader judío de origen hispano viajó por el Sur de Francia, Italia, Grecia, Constantinopla, Palestina, Mesopotamia, Egipto y Sicilia. Escribió un valioso Libro de Viajes en el que describió las comunidades judías que encontró a su paso. El historiador británico Paul Johnson, un fervoroso admirador de los judíos, resume así una de las observaciones más curiosas de la obra de este viajero:

“Observó atentamente las condiciones y las profesiones judías, y aunque describe una colonia agrícola judía en Crisa, sobre el monte Parnaso, el cuadro que describe corresponde a un pueblo abrumadoramente urbano: trabajadores del vidrio en Alepo, tejedores de la seda en Tebas, curtidores en Constantinopla, tintoreros e Brindisi, comerciantes y tratantes por todas partes.”[1]

Por la naturaleza de su religión, no por imposición de nadie, solían vivir agrupados en sus barrios, llamados en Castilla aljamas, y en zonas del Levante calls, término derivado del hebreo kahal. Las comunidades judías, como ya vimos, necesitaban vivir agrupadas por razones estrictamente propias derivadas de sus agobiantes preceptos religiosos y de su temor ancestral por la mezcla contaminante con los gentiles, individuos idólatras e impuros, ya fuesen paganos o cristianos. La base de la comunidad es la sinagoga con sus servicios religiosos. Según sus costumbres, para erigir una sinagoga en una nueva comunidad es preciso que exista un minyam, esto es, un grupo constituido por al menos diez varones judíos mayores de trece años (el número de mujeres y su edad es irrelevante). Una vez constituido, las familias se agrupan lo más cerca posible de la sinagoga y de la mikvé, la casa de baño ritual. Debido al agobiante código dietético, kashrut[2], que rige en la mesa de los judíos, a la comunidad tampoco le pueden faltar sus comercios de comida kosher, y muy particularmente una carnicería en la que sólo se venda carne de animales sacrificados de acuerdo con las prescripciones rituales rabínicas. Un personaje de relevancia que no puede faltar en una judería es el matarife o shojet. Como la matanza debe hacerse siguiendo un estricto ritual de índole religiosa, el shojet es una mezcla entre matarife y sacerdote. El Talmud, basándose en la  Torá, prohíbe injerir sangre en las comidas. Esa es la razón por la que cualquier judío piadoso no come esas carnes rojas “sangrantes” que tanto nos gustan a los cristianos. Por ello, los animales deben ser desangrados por completo, lo que se traduce en un sistema de sacrificio de las reses particularmente cruel y bárbaro, en el que el animal, al que le han arrancado de cuajo la traquea, muere lentamente entre espantosas convulsiones hasta que se desangra por el cuello abierto. Aunque resulte difícil de creer, los mataderos kosher existen por toda Europa y Estados Unidos, sin que las muchas reformas legislativas que han regulado los sistemas para humanizar el sistema de sacrificio de animales en los mataderos cristianos les hayan afectado. Cualquier res preferiría mil veces, si tuviese capacidad para elegir, acabar a manos de un matador en una plaza de toros que a manos de un matarife judío.

            Este breve vistazo a la peculiar organización de una comunidad judía medieval nos facilitará progresar en el relato y entender mejor las relaciones crecientemente tensas entre judíos y cristianos durante este período.

            Como ya vimos, los judíos de la península ibérica prosperaron notablemente durante los primeros cuatro siglos de dominación musulmana. Aliados de los invasores islámicos, los hebreos de la España sometida al Islam vivieron una edad dorada que atrajo a decenas de miles de correligionarios suyos procedentes de África y Europa. Esta etapa de crecimiento de las juderías de Al-Andalus vivió su momento álgido desde mediados del siglo XI con la caída del califato de Córdoba y durante la primera época de los reinos de Taifas. Sin embargo, este idilio ibérico entre la morisma y la judería no habría de durar. A mediados del siglo XII una oleada de nuevos invasores musulmanes[3], los almohades, desembarcó en España para imponer la pureza del auténtico Islam a los decadentes moros de Al-Andalus. El integrismo y la austeridad de los almohades entraron en colisión con el Islam relajado y cosmopolita que practicaban los moros andalusíes. La ola de puritanismo que barrió la España musulmana se llevó también por delante a las florecientes juderías de Al-Andalus.

            Los judíos, que tanto habían prosperado con los invasores africanos y que tanto habían colaborado con ellos a erradicar el cristianismo de España, huyeron en masa de los territorios ahora controlados por los almohades. Y, paradójicamente, muchos de ellos se refugiaron en los reinos cristianos del Norte, pidiendo protección a los soberanos de esa España cristiana que con tanta saña habían intentado destruir cuatro siglos atrás. Los descendientes de estos judíos que tan pronto traicionaban a los cristianos a favor de los musulmanes, como huían de éstos para pasarse a los cristianos, serán los expulsados en 1492 por los Reyes Católicos. Conviene no olvidarlo, porque son legión los idiotas que intentan hacernos creer que estos judíos fueron españoles leales y víctimas de la intolerancia cristiana.[4]

            Los reinos cristianos del siglo XI estaban en pleno proceso de expansión cuando acogieron a las decenas de millares de judíos que huían del rigorismo religioso de los almohades. La derrota de Alfonso VIII a manos de éstos en Alarcos en 1195 puso freno temporal a la reconquista. Pero no fue por mucho tiempo. Diecisiete años después Alfonso VIII se tomaría la revancha derrotando a los almohades, al frente de una gran coalición cristiana, en las Navas de Tolosa. El poder musulmán ya nunca se recuperaría de este tremendo golpe, y a partir de ese momento crucial, los ejércitos cristianos de Aragón y Castilla no conocieron más que victorias.

            El siglo XIII y el XIV los reinos cristianos y más que ninguno Castilla, ampliaron su territorio espectacularmente. Mientras Al-Andalus menguaba, España crecía. Los nuevos territorios necesitaban pobladores, pues la mayoría de los moros, contra lo que algunos creen, los abandonaban cuando caían en manos de los cristianos. Para los reyes, la ampliación de su soberanía requería implementar una administración en los nuevos territorios recién adquiridos. Los judíos se ofrecieron para regresar a Al-Andalus y aprovechar las enormes posibilidades que se abrían ante ellos. A diferencia de los cristianos que habían sido expulsados hacía siglos del Sur de España, estas tierras no eran desconocidas para ellos. Conocían perfectamente las ciudades y pueblos, los recursos naturales de cada zona, las rutas que las comunicaban… Se habían enriquecido extraordinariamente con el comercio y el tráfico de esclavos[5] durante el siglo anterior. Hablaban árabe y podían negociar con los moros en nombre de los nuevos señores cristianos. Los reyes necesitaban repoblar sus nuevas adquisiciones, pero también requerían administradores y recaudadores de impuestos. 

“Con los enormes avances de los ejércitos cristianos a fines del siglo XII y comienzos del XIII surgió para los judíos una oportunidad de epandir sus funciones como administradores regios e intérpretes. Se vieron a sí mismos ante nuevas posibilidades de asentamiento y ante un potencial caudal de nuevos productos canalizables hacia los mercados de sus correligionarios judíos que habitaban en el norte. Por consiguiente, fuera cual fuera la opinión de la elite intelectual, para el judío medio los territorios recién recuperados por los cristianos eran una tierra de oportunidades sociales, políticas y económicas.”

“Para dicho fin, los ejércitos cristianos iban siempre acompañados o seguidos de cerca por un grupo de administradores regios. Pues bien, el restablecimiento de la presencia judía en ciudades y villas de la España meridional estuvo encabezado por oficiales y servidores judíos con lazos con la corte de los reyes.”

“Estos cortesanos judíos desempeñaron un papel importante en el proceso de capitulación y en los subsiguientes repartimientos efectuados en varias ciudades musulmanas, recibiendo por sus servicios extensas propiedades en esas regiones.” [6]

“De ahí la necesidad de apoyarse en los judíos, que ya habitaban en las ciudades. Eran éstos peritos en el comercio y la artesanía y tenían capacidad económica para adelantar las grandes sumas indispensables para librar la guerra. Resulta natural además que se aprovechara la experiencia adquirida por los judíos en la administración y la diplomacia, Los reyes cristianos estaban necesitados de secretarios que dominaran el árabe. Y los judíos no sólo conocían dicha lengua sino también la naturaleza del territorio conquistado, su organización administrativa y las costumbres de sus habitantes.”[7]

            Los reyes y nobles cristianos se dejaron seducir por estos acaudalados judíos que se ponían a su servicio como rentistas, administradores y recaudadores de impuestos para los nuevos territorios recuperados a los moros. En aquella época convulsa de la Europa feudal y que en España coincidía con el último gran impulso de la Reconquista, era práctica habitual de los reyes y señores arrendar a particulares de reconocida solvencia ciertas funciones públicas relacionadas con el cobro de impuestos. Los judíos eran los perfectos adjudicatarios para los territorios de la frontera por varias razones. Habían amasado gigantescas fortunas sirviendo de puente comercial, como ya vimos, entre el Oriente musulmán y el Occidente cristiano. Por lo tanto, su solvencia económica estaba fuera de duda. Conocían bien estas tierras recién incorporadas a la cristiandad, pues habían vivido en ellas hasta hacía muy poco. Podían exprimir más y mejor que nadie a los súbditos cristianos, pues no sólo no sentían hacia ellos ningún lazo afectivo sino que consideraban un deber religioso estafarlos sin miramientos. Disponían de una extensa y tupida red de chivatos dispuesta a espiar a los contribuyentes cristianos y a denunciarlos si sospechaban que ocultaban riquezas. Claudio Sánchez-Albornoz lo describe a la perfección:

“Disponían de la más formidable red de espías que pudieran apetecer los modernos investigadores de los delitos fiscales;[…]Sólo contando con esa formidable red de espías y por estar seguros de la real protección pudieron os judíos citados tomar sobre sí la odiosa misión que se comprometieron a cumplir; misión a buen seguro no discurrida por el Rey Sabio sino por la inescrupulosa voracidad de riquezas de los hebreos de Castilla.”

“Y sólo un judío, por disponer del ejército de espías de sus hermanos de raza, podía confiar en obtener informes ciertos y pruebas sobradas de todas las deudas que pudieran pesar sobre los contribuyentes cristianos.”

“Para conceder el arriendo de un impuesto o de una renta, reyes y señores exigían a los solicitantes fuertes fianzas o muy solventes fiadores. El numerario del reino iba concentrándose poco a poco en manos de los judíos por el camino de la usura y de los negocios fiscales. Y eran los hebreos quienes mejor podían disponer de fianzas suficientes o de fiadores bastante ricos para ofrecer a reyes o señores las garantías requeridas.”

“Hacia la misma época en que los judíos se acercaban al total monopolio de las tareas fiscales, empezaron éstas a ser realizadas en ciudades y villas por os mismos sujetos que practicaban la usura. Y esa conjunción, en las mismas personas, del doble oficio de usurero y arrendador de rentas públicas acabó alejando a los cristianos de la práctica del último.”

“Sólo mediante extorsiones y abusos podían los judíos enriquecerse fabulosamente. Ese enriquecimiento de los almojarifes hebreos fue paralelo y sincrónico del también documentable de los hebreos usureros.”

“Esa oligarquía hebrea hacía ostentación de gran lujo, se hacía servir por cristianos; y algunas de sus más prepotentes figuras, incluso por nobles.” [8]

            El cuadro que pinta el profesor Sánchez-Albornoz en su magistral obra España. Un enigma histórico resulta definitivo y desmonta todas las mentiras, tergiversaciones y ocultaciones de la verdad que repiten sin fundamento ni base histórica los judíos y sus admiradores gentiles. Los judíos nunca fueron obligados a convertirse en prestamistas usureros ni en recaudadores de impuestos. Ellos se ofrecieron para desempeñar estas tareas porque les permitían obtener gigantescas ganancias a costa de los despreciables cristianos y en concreto de las masas campesinas a costa de poco esfuerzo. A partir del siglo XII los judíos de la España cristiana gozaron de unas ventajas y privilegios muy superiores a los de la mayoría de los súbditos cristianos y supieron aprovecharse de la voracidad recaudadora de nobles y reyes para convertirse en sus proveedores de liquidez. Hubo fundamentalmente dos reyes que contribuyeron decisivamente a la consumación de este despropósito, Alfonso XI y Pedro I el Cruel. El caso de Alfonso tiene al menos la justificación de que gastó ingentes cantidades de dinero en decisivas campañas de la Reconquista. Derrotó a los benimerines en la batalla del Salado, conquistó Algeciras y luchó contra el moro granadino. Sin embargo Pedro el Cruel, el mayor benefactor de la judería hispana, no hizo absolutamente nada más que enriquecerse él a costa de sus súbditos cristianos y facilitar a sus protegidos judíos participar generosamente del expolio.

            La Edad Media no se caracterizó precisamente por la igualdad de oportunidades ni la movilidad social. Nadie ignora que era un sistema tremendamente clasista en el que una minoría, la nobleza y el alto clero, gozaba de enormes privilegios mientras las masas de campesinos vivían como siervos y padecían enormes privaciones. Si los nobles sentían bastante desprecio hacia los cristianos plebeyos, los judíos aún los despreciaban más. Para ellos el campesino cristiano no era más que un objeto de explotación poco más digno que un animal. El hebreo criado en la ética talmúdica no sentía la más mínima identidad con el gentil, fuese éste rico o pobre. Pero su sentido pragmático desarrollado después de siglos de convivencia en minoría, le impelía, por calculado interés, a  buscar una relación amistosa con los cristianos poderosos. Sin embargo, el cristiano pobre nada significaba para él. La relación simbiótica que se estableció entre nobles y judíos a expensas de los plebeyos iba a marcar la suerte y el destino de los hebreos en Europa durante siglos. Los judíos se ofrecían a reyes y nobles para cobrar en su nombre rentas o impuestos a los súbditos de éstos. Ofrecían como garantía enormes cantidades del dinero que ya habían ganado previamente con el comercio y la usura. Los recaudadores judíos se mostraban implacables. No sentían la más mínima empatía hacia los contribuyentes cristianos y ni tan siquiera las penurias más extremas de éstos les apartaban de su propósito de recaudar lo máximo posible. Por encima de la cifra pactada, todo lo que pudiesen obtener de más iba a parar a sus bolsillos. Y, como ya vimos, contaban con tupidas y eficaces redes de espías y delatores para impedir que nadie ocultase sus riquezas al fisco. Para rematar el despropósito, los judíos dedicaban parte de la riqueza así obtenida para prestar dinero a altísimo interés a los mismos individuos a los que exprimían con la recaudación de tributos y el cobro de rentas. Bien es cierto que la falta de escrúpulos de los judíos iba pareja a la mezquindad de las clases altas cristianas. El desmedido afán de riquezas de unos y otros generaba en los campesinos, los más perjudicados por este siniestro entramado, frustración y rencor.


[1] Paul Johnson, Historia de los judíos, Javier Vergara Editor, 1991, pp. 176-177.
[2] Kosher (o kasher), según las transcripciones del hebreo, significa apto. Los alimentos kosher son, pues, todos aquellos que son aptos para el consumo de los judíos. Por ejemplo, son aptos los animales sólo si son rumiantes y tienen la pezuña hendida, como la vaca o el cordero. En caso contrario son alimentos no aptos, o taref, como el cerdo o el conejo. Con respecto a los animales acuáticos sólo se pueden comer los que tienen escamas y aletas, por lo que no será apto un pulpo o un calamar. Lo más curioso en esta categoría es que sí es apto el atún pero no lo es el bonito. Y entre las aves, no se pueden comer las rapaces. ¿Por qué razón no se pueden comer unos de estos animales y otros sí? Porque así lo dijo, presuntamente, Yahvé a su pueblo. Y, ciertamente, en el Levítico, podemos encontrar estas sorprendentes, caprichosas y absurdas listas de animales aptos y no aptos. No deja de resultar chocante que, por ejemplo, en la lista de aves no aptas para el consumo del “pueblo elegido” Yahvé incluya al murciélago, lo que implica que, si interpretásemos el Pentatéuco literalmente, como los judíos, deberíamos llegar a la fácil conclusión de que Yahvé necesitaba urgentemente unas clases de zoología. Declarar igualmente no apto al faisán al incluirlo entre las aves rapaces, también resulta bastante divertido. Finalmente, los rabinos han ido complicando aún más todo este ridículo galimatías con unas meticulosas y no menos estrafalarias prescripciones acerca de cómo sacrificar a los animales y cocinar los alimentos aptos. Por ejemplo, todos los hogares judíos observantes deben tener dos vajillas, dos frigoríficos, dos juegos de cubiertos, dos baterías de cocina y (recomendable) dos pilas para lavar estos cacharros. Todo ello porque de ninguna manera se pueden mezclar de ninguna forma, ni en la cocina ni en la mesa, los alimentos cárnicos (o sus derivados) con los lácteos (o sus derivados). Ciertamente, el judaísmo es una religión para ricos… con imaginación desbordante.
[3] Antes, en el siglo XI, otra oleada de invasores, los almorávides, había reforzado la posición ya decadente de Al-Andalus. Aunque bajo los almorávides los judíos perdieron ciertas libertades, su posición no se deterioró tanto como para forzar un éxodo masivo, que en cambio si produjo con la llegada de los almohades.
[4] “Al conquistarse Toledo (1085) y otra serie de plazas del valle del Tajo, donde habitaban desde antiguo comunidades hebraicas, y al iniciarse la emigración al Norte de los judíos andaluces, ante la creciente inseguridad que reinaba en Al-Ándalus, Alfonso VI comenzó a tener bajo su señorío a numerosos hebreos que podían servirle de agentes de enlace con los soberanos ismaelitas, y empezó a utilizarlos como tales.”
“Las terribles persecuciones almohades contra los hebreos andaluces aumentaron por entonces el volumen de la continua emigración judaica a los reinos norteños. Los reyes cristianos la favorecieron por aumentar la población de sus reinos y con la esperanza de obtener, de sus nuevos súbditos, nuevos recursos fiscales.”  Claudio Sánchez-Albornoz, op.cit., p. 924.
[5] “El negocio de los esclavos, que llegaban del este de Europa por una ruta que pasaba por Verdún y el valle del Ródano, llegó a ser casi un monopolio de judíos, lo mismo que la fabricación de eunucos para los harenes, que era la especialidad de Lucena. A menudo, los dirigentes musulmanes confiaban en los judíos para aquellas actividades (las citadas anteriormente o la recaudación de impuestos) que eran más impopulares. Ello permitió a los judíos - o por lo menos a algunos de ellos - llegar a una posición económica de prosperidad, pero les exponía también, en épocas de crisis y recesión, a sufrir la ira del resto de la población que tendía a ver en ellos a los beneficiarios y los responsables de todas las dificultades.” Joseph Pérez, Historia de una tragedia. La expulsión de los judíos de España. Crítica, 2001, pp. 16-17.
[6] Jonathan Ray, op.cit., pp. 39-40.
[7] Ytzhak Baer, op. cit., p. 48.
[8] Claudio Sánchez-Albornoz, op. cit., pp. 930, 936, 939, 940, 943 y 944.

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