Teherán, la claudicación secreta II
El 28 de ese mes Churchill y Roosevelt ya se encontraban en Teherán a donde había llegado Stalin tras un viaje infinitamente más corto y llevadero. A menudo, se tiene la impresión de que la conferencia decisiva en la que los tres líderes aliados decidieron el mundo de post guerra fue Yalta. Sin embargo, en esta localidad de Crimea, realmente lo único que se hizo fue concretar un poco más los grandes acuerdos que ya se habían adoptado en Teherán.
Como es lógico, durante los cinco días de sesiones y cenas pantagruélicas con profusión de alcohol, entre el 28 de Noviembre y el 1 de Diciembre, se trataron unos cuantos asuntos diversos. Y, tal vez el más importante, fue el de la futura configuración política y territorial de Europa, un debate que principalmente afectaba a sus naciones más orientales, las que siempre habían tenido fronteras más inestables.
Ya en la primera sesión del día 28, Churchill planteó el asunto de Polonia esperando alguna reacción de Stalin. Éste ni se inmutó y prefirió dejar seguir hablando al Primer Ministro para ver hasta dónde iba a llegar. Churchill dijo que él pensaba que Polonia podía desplazarse hacia el Oeste de la misma forma que un grupo de soldados en formación dan un par de pasos lateralmente. Con bastante acierto Laurence Rees describe el momento:
“…el Primer Ministro británico acababa de proponer, a través del símil, no exento de comicidad, de “los soldados que dan dos pasos a un lado”, una de las transformaciones demográficas más descomunales y trascendentales del siglo XX. Como consecuencia, millones de personas se verían desarraigadas, en caso de querer conservar su anterior nacionalidad, o quedarían incluidos en otro país. De un golpe Alemania perdería más territorio que el que se le había arrebatado en virtud del Tratado de Versalles, y entre tanto, los polacos, aliados del Reino Unido, se arriesgaban a quedar, en el Este, sin un 40 por ciento aproximado de la nación que había conocido el mundo antes del conflicto – constituido, además, por las tierras de las que procedía la mayoría de soldados procedentes de Polonia que se hallaban, en aquel momento, combatiendo en las unidades británicas apostadas en Italia.”[1]
Después de esta penosa intervención de Churchill, Eden intentó que Stalin confirmase si le parecía oportuno desplazar la frontera occidental de Polonia hasta el Oder. El líder soviético, como de costumbre, no se comprometió a nada concreto con respecto a las fronteras futuras de Alemania y Polonia, pero sí se mostró complacido con el reconocimiento que los anglosajones le hacían ya formalmente de las fronteras de Polonia con la Unión Soviética en la Línea Curzon.
Ninguno de los representantes de las potencias occidentales se atrevió a cuestionar la legitimidad y la moralidad de tal exigencia. Los tres dirigentes de la Gran Alianza llegaron a la conclusión de que, para compensar de alguna forma a Polonia, se debía “deslizar” el país hacia el oeste, de forma que a modo de concesión compensatoria, se anexionase algunos territorios alemanes.
Churchill, no contento con su símil de la fila de soldados, escenificó la idea con ingenio y desvergüenza colocando tres fósforos sobre la mesa y empujando uno de derecha izquierda desplazó a los otros dos. El fósforo de en medio era Polonia. Las tres repúblicas bálticas fueron, sin más, entregadas a Stalin como botín de guerra. Roosevelt, tampoco estuvo mínimamente a la altura de las circunstancias. Kissinger lo describe así:
“Roosevelt convino con el plan de Stalin de desplazar hacia el Oeste las fronteras de Polonia, e indicó que él no presionaría a Stalin sobre la cuestión del Báltico. Afirmó que si ejércitos soviéticos ocupaban los Estados del Báltico, ni los Estados Unidos ni Gran Bretaña los “desplazarían”, aunque también recomendó la celebración de un plebiscito… (Roosevelt) hizo sus comentarios a los planes de posguerra de Stalin para Europa oriental de manera tan tentativa que casi parecía estar disculpándose.”[2]
Sin debate y sin oposición, Churchill y Roosevelt habían convertido de golpe a millones de polacos católicos en súbditos de la Unión Soviética. Y, lo que es peor, definitivamente habían dado el fatal paso que llevaban ya cerca de dos años auto convenciéndose de que debían dar. Y con este paso, conculcaron absolutamente todos los principios fundamentales de la Carta Atlántica que tan pomposamente habían redactado y suscrito hacía tan sólo dos años y medio.
Ambos dirigentes, por aquellas fechas, sabían perfectamente que habían sido los soviéticos los autores de la matanza de Katyn. Y a pesar de ello no les tembló el pulso a la hora de colocar bajo la autoridad de Stalin a centenares de miles de polacos que podían convertirse de nuevo en víctimas de la barbarie comunista.
Yendo aún más lejos, bastante satisfecho por la solución que los líderes de la Gran Alianza habían dado al engorroso asunto de Polonia, Churchill dijo abiertamente que se hacía preciso coordinar algún tipo de programa de los tres gobiernos aliados para hacer tragar a los polacos la decisión adoptada a sus espaldas. Las palabras “hacer tragar”, son literales.
En otra de las reuniones Churchill hizo saber a Stalin que el gobierno británico estaba de acuerdo con que la Polonia mutilada de la posguerra debía ser “amiga” de la Unión Soviética. Esta inocente palabra, en el contexto del momento, era una clara concesión para que el futuro estado polaco se convirtiese en un títere de la URSS.
En la última sesión, después de haber traicionado a Polonia en los días anteriores, los anglosajones pensaron que, al menos, en retribución a su generosidad hacia la Unión Soviética, podrían conseguir que Stalin se dignase a reanudar las relaciones con el gobierno polaco de Londres. Sin embargo, el líder soviético rechazó rotundamente la propuesta y acusó, con cruel cinismo, que eso era absolutamente imposible porque el gobierno polaco de Londres y sus seguidores en Polonia estaban en contacto con los alemanes. Después de esta burda calumnia, los dirigentes anglosajones se resignaron mansamente, no efectuaron ni un comentario intentando rebatir una acusación que sabían falsa y no volvieron a tocar el tema.
Cinco meses después de haber reconquistado la zona de Katyn y tan sólo unos días después del final de la conferencia de Teherán, en Enero de 1944, el NKVD había por fin conseguido falsificar suficientes pruebas y testimonios sobre las matanzas allí perpetradas. La investigación dirigida por Nikolai Burdenko anunció al mundo que todas las evidencias demostraban la culpabilidad inequívoca de los nazis. Para publicitar esta patraña, los soviéticos invitaron a visitar el lugar a una docena de periodistas, anglosajones en su mayoría. Acudieron también a esta patética excursión organizada por la propaganda soviética el tercer secretario de la embajada norteamericana en Moscú, John Melby y Kathleen Harriman, la hija veinteañera del embajador Averell Harriman. Desde Moscú hasta Smolensko, los ilustres invitados se desplazaron en un lujoso tren especial (de esos que ningún ciudadano común soviético soñaba con pisar como no fuese de camarero), en el que fueron permanentemente agasajados con magníficas viandas y todo el alcohol y el tabaco que quisieron consumir.
La mayoría de los excursionistas públicamente entendió razonable la explicación soviética, aunque algunos de los periodistas en privado dijeron que habían asistido a un burdo montaje. La hija del embajador, naturalmente, también se mostró convencida de que los alemanes habían sido los autores de la matanza y remitió a Washington un informe en este sentido. El señor Melby, funcionario diplomático a las órdenes del embajador Harriman, no iba a contradecir a la hija de su jefe directo, así que también aceptó la responsabilidad de los nazis. Sin embargo, en su informe deslizó alguna observación que sugería lo contrario:
“Los anfitriones se opusieron a que los corresponsales interrogasen a los testigos… Las declaraciones salían de ellos con demasiada facilidad, como si las estuviesen repitiendo de memoria.
Resulta manifiesto que las pruebas presentadas por los rusos pecan de incompletas en varios aspectos y que están mal preparadas, y que la puesta en escena estaba concebida para que la contemplasen los corresponsales, a los que no se ha ofrecido la oportunidad de emprender investigación ni verificación algunas de forma independiente.”
"Sin embargo, una vez considerados todos los elementos y a pesar de las lagunas, la teoría que defienden los rusos parece convincente."[3]
"Sin embargo, una vez considerados todos los elementos y a pesar de las lagunas, la teoría que defienden los rusos parece convincente."[3]
[1] Laurence Rees, Op. Cit., pp. 262-263.
Efectivamente, los polacos que Stalin liberó y que integraron el II Cuerpo de Ejército que luchó distinguidamente en Italia y al que le cupo el honor de ser la unidad que coronó la mítica cima de Monte Cassino, procedían mayoritariamente de la zona oriental de Polonia, la que los soviéticos habían ocupado en 1939 en connivencia con los nazis. Estos soldados que estaban peleando y muriendo en Italia integrados en el 8º Ejército británico, ignoraban que mientras ellos arriesgaban sus vidas combatiendo codo a codo con los anglosajones, éstos habían entregado a Stalin el territorio del que procedían. Sus tierras y pueblos, sus hogares, los cementerios en los que reposaban sus antepasados desde hacía siglos, sus familiares y amigos (los que no habían sido deportados y asesinados en la URSS), todo había de dejado de ser polaco para convertirse en soviético. Nadie les había dicho a esos bravos soldados polacos que si sobrevivían a los combates, cuando regresasen a su tierra, se encontrarían con que ésta ya no formaba parte de Polonia. ¿Habrían seguido luchando contra los alemanes vestidos con un uniforme inglés de haberlo sabido?
[2] Henry Kissinger, Op. Cit., pp. 435-436.
[3] Laurence Ress, Op.Cit., p. 290.
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