lunes, 14 de marzo de 2011

LOS JUDÍOS Y LA MUERTE DE CRISTO

Una respuesta al nuevo libro de Benedicto XVI


Una semana antes del lanzamiento de la segunda parte de su libro Jesús de Nazaret, Benedicto XVI anticipó algún pasaje del mismo. Inmediatamente todos los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia y los siguientes titulares dieron la vuelta al mundo: “El Papa Benedicto XVI exonera a los judíos de la muerte de Jesús.”
Conociendo a los medios de comunicación y su habitual manera de “enfocar” las noticias relacionadas con el mundo católico, decidí esperar a que el libro saliera a la venta. No me gusta opinar en base a frases entrecomilladas y sacadas de contexto.
El día 10 de Marzo de 2011 salió a la venta el libro. Lo adquirí y lo leí. Y siento tener que decir que en este caso, los avances de la prensa, en lo referente a la “exoneración” de la culpabilidad de los judíos en la muerte de Jesucristo, se ajustan absolutamente a lo expuesto por el Papa en el libro.
No soy del todo ignorante y en consecuencia sé que Joseph Ratzinger es una persona con amplios conocimientos teológicos. Precisamente por eso me extrañaba sobremanera que alguien con tanta preparación pudiese hacer afirmaciones tan descabelladas.
Iré por partes, porque el tema da para mucho.
Podría empezar denunciando la frivolidad con la que Ratzinger, en un libro destinado al consumo masivo, se permite interpretar las intenciones de los evangelistas sin ningún criterio hermenéutico coherente. Da la sensación de que, para avalar una tesis preconcebida en su cabeza – la de que los judíos no fueron culpables de la muerte de Jesucristo – elige caprichosamente el evangelio que cree más favorable a su punto de vista (el de Juan) y, lo que es más grave, de forma tal vez involuntaria pero inevitable e imprudente, resta autoridad e historicidad a los otros tres. El evangelio que sale peor parado de esta elucubración raztingeriana es el de Mateo. Y todo por un pasaje concreto bien conocido:
“Y todo el pueblo respondió: Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos.” (Mateo, 27:25).
Ratzinger muestra una preocupación casi patológica por interpretar el Nuevo Testamento de forma amable a los oídos de los judíos. Aunque para ello tenga incluso que enfrentar a unos evangelios con otros. Por lo pronto ha conseguido que el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu y el presidente del Congreso Mundial Judío, Ronald S. Lauder hayan mostrado públicamente su satisfacción (ciertamente, si dos personajes tan siniestros como estos se alegrasen de algo que yo hubiese escrito, no dudaría en pensar que me he equivocado).
Para restar autoridad literal al pasaje de Mateo, Ratzinger se agarra al evangelio de Juan en la narración del prendimiento y comparecencia de Cristo ante los sacerdotes y Pilato. Según él, este relato de los hechos se atiene con mucho más rigor a la realidad que el de Mateo.
Al hablar del relato de Mateo, dice:
“El ochlos[1] de Marcos se amplía en Mateo con fatales consecuencias, pues habla del “pueblo entero” (27:25), atribuyéndole la petición de que se crucificara a Jesús. Con ello Mateo no expresa seguramente un hecho histórico: ¿cómo podría haber estado presente en ese momento todo el pueblo y pedir la muerte de Jesús? La realidad histórica aparece de manera notoriamente correcta en Juan y Marcos. El verdadero grupo de los acusadores son (sic) los círculos del templo de aquellos momentos, a los que, en el contexto de la amnistía pascual, se asocia a la “masa” de los partidarios de Barrabás.”[2]
“Con ello Mateo - dice Ratzinger de forma bastante poco académica – no expresa seguramente un hecho histórico”… ¿Seguramente? ¿Por qué este interés en restar historicidad a la narración de Mateo? Porque durante siglos, el famoso versículo 27:25 fue utilizado por la Iglesia y por los católicos como la principal prueba de la responsabilidad histórica de los judíos en la muerte de Cristo. Desacreditando el rigor histórico de este relato de San Mateo, pretende Ratzinger demostrar que la responsabilidad del hecho recae sólo sobre una minoría rectora, la de los sacerdotes del Templo y no sobre la totalidad de los judíos como colectivo. Toda la argumentación pretendidamente histórica que hace para justificar tal conclusión resulta tremendamente incoherente y se apoya exclusivamente en interpretaciones subjetivas de unos pocos textos concretos elegidos de forma sesgada al tiempo que ignora la mayor parte de los textos evangélicos o neotestamentarios, sobre todo los de los Hechos de los Apóstoles, que apuntan en la dirección contraria a su tesis.
Según Ratzinger, el relato de San Juan es el más fiable en lo tocante al prendimiento y al proceso y deja claro que el relato de Mateo, al atribuir la culpabilidad en la condena a Jesucristo a todo el pueblo judío, carece de solidez histórica. Benedicto XVI entiende que según Juan, Jesús es llevado ante Pilato por la oligarquía del Templo, es decir por una minoría del pueblo judío y que durante el interrogatorio al que el procurador romano somete a Cristo, no existen las masas vociferantes de judíos que describe Mateo. De todo ello deduce que sólo una pequeña parte del pueblo judío tomó parte en el proceso que finalizó con la condena de Jesucristo. Los textos del evangelio de San Juan, sin embargo, no dicen lo que Ratzinger quiere que digan.
San Juan dice literalmente:
“Judas, pues, llega allí con la cohorte y los guardias enviados por los sumos sacerdotes y fariseos, con linternas, antorchas y armas.” (Juan, 18:3). 
En la época de Cristo los saduceos y los fariseos eran, con diferencia, las dos principales ramas del judaísmo y entre unos y otros, representaban sin duda a la inmensa mayoría de los judíos. Los sectarios de Qumrán eran un grupo muy minoritario, ascético y aislado de la población y los zelotas no eran más que el sector nacionalista y violento del pueblo. De modo que, quienes ordenaron el arresto de Jesús no eran en modo alguno una minoría carente de representatividad, como parece sugerir Ratzinger.
Con gran diferencia, los más minoritarios entre los judíos eran los integrantes del grupo de seguidores de Jesús. En el primer tercio del siglo I, la población judía de la Palestina romana vivía en zonas discontinuas, la inmensa mayoría concentrada en Judea, es decir, en Jerusalén y sus alrededores, en las tierra altas en las que siempre había habitado la tribu de Judá, el núcleo duro de la religión “yahvista”. Había pequeños núcleos de población judía en algunos otros lugares, y entre ellos, se intercalaban los samaritanos, a quienes los judíos consideraban herejes. Uno de los focos de población judía fuera de las zonas aledañas a Jerusalén era la Galilea. Esta región había sido conquistada por los hebreos en la época Asmonea y sus habitantes, que no eran judíos, habían sido obligados a convertirse a la fe mosaica. Para los judíos de Judea los galileos eran unos advenedizos, unos judíos de aluvión de los que desconfiaban y a los que en general despreciaban. Y como bien sabemos, Jesús y la mayoría de los integrantes de su grupo de seguidores eran galileos. Para los dirigentes de la mayoría “yahvista” de Judea, la insolencia con la que un galileo comenzó a dar lecciones de teología en Jerusalén en los días anteriores a la Pascua resultaba insultante.
La irrupción de Jesucristo en el Templo expulsando a los comerciantes y cambistas fue el detonante para que los representantes de la ortodoxia judía lo situasen en su punto de mira. 
La aristocracia que controlaba el Templo, sin ninguna duda, fue la que decidió la muerte de Jesús, pero disponemos de abundantes datos históricos que demuestran que esta decisión no resultó en absoluto impopular a las masas judías.
La expulsión de los mercaderes y cambistas del Templo ponía en peligro el extremadamente lucrativo negocio del que se beneficiaba en exclusiva la oligarquía judía de la época. Veremos brevemente en qué consistía el negocio.
La venta de animales para el sacrificio era uno de los muchos privilegios de la casta aristocrática del templo. La Torá y posteriormente el Talmud prohibían sacrificar animales defectuosos a Yahvé. (En los primeros capítulos del Levítico – Vaikra para los judíos - se insiste en que los animales para el sacrificio sean “inmaculados” y el precepto – mitzvah - positivo número 61 lo confirma). De esta forma, los judíos que querían ofrendar animales en el templo podían llevarlos de sus granjas, pero los funcionarios del templo debían examinarlos para asegurarse de que no eran defectuosos, y por lo tanto desagradables a Yahvé. Cualquier pretexto servía para rechazar el animal por defectuoso. Pero entonces, al judío cuyo animal había sido rechazado, se le ofrecía la oportunidad de comprar a un precio elevadísimo alguno de los que, casualmente, vendían a la entrada unos mercaderes que a su vez pagaban a la aristocracia del templo por este derecho. Como la Torá también prohíbe el culto a las imágenes, las monedas acuñadas con efigies de personas, como las romanas con la efigie del emperador, estaban prohibidas, así que había que cambiarlas para poder comprar un animal para el sacrificio. Por eso, también muy oportunamente, unos cambistas, cobrando una sustanciosa comisión, se ocupaban del cambio y a su vez, entregaban a la oligarquía del Templo una parte de sus beneficios. Todo estaba organizado de una manera muy lucrativa. Y Cristo, arrasó este tinglado con santa indignación y con las consecuencias que ya sabemos.  
Volvamos al relato de San Juan:

"Le dice Pilato: "¿Qué es la verdad?" Y, dicho esto, volvió a salir donde los judíos y les dijo: "Yo no encuentro ningún delito en él
Pero es costumbre entre vosotros que os ponga en libertad a uno por la Pascua. ¿Queréis, pues que os ponga en libertad al Rey de los judíos?
Ellos volvieron a gritar diciendo: "¡A ese, no; a Barrabás!" Barrabás era un salteador." (Juan, 18:38-40).

Y más adelante:

"Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia la hora sexta. Dice Pilato a los judíos: "Aquí tenéis a vuestro Rey."
Ellos gritaron: "¡Fuera, fuera! ¡Crucifícale!" Les dice Pilato: "¿A vuestro Rey vos a crucificar?"
Replicaron los sumos sacerdotes: "No tenemos más rey que el César." (Juan, 19:14-15)

Según Ratzinger, estos pasajes del evangelio de Juan hay que entenderlos de la siguiente forma:
“Pero preguntémonos antes de nada: ¿Quiénes eran exactamente los acusadores? ¿Quién ha insistido en que Jesús fuera condenado a muerte? En las respuestas que dan los Evangelios hay diferencias sobre las que hemos de reflexionar. Según Juan, son simplemente “los judíos”. Pero esta expresión de Juan no indica en modo alguno el pueblo de Israel como tal – como quizás podría pensar el lector moderno -, y mucho menos aún comporta un tono “racista”. A fin de cuentas, Juan mismo pertenecía al pueblo israelita, como Jesús y todos los suyos. La comunidad cristiana primitiva estaba formada enteramente por judíos. Esta expresión tiene en Juan un significado bien preciso y rigurosamente delimitado; con ella designa la aristocracia del templo. En el cuarto Evangelio, pues, el círculo de los acusadores que buscan la muerte de Jesús está descrito con precisión y claramente delimitado: designa justamente la aristocracia del templo e, incluso en ella, puede haber excepciones, como da a entender la alusión a Nicodemo (cf. 7, 50ss).[3]
Sin embargo, en el relato de Juan se percibe claramente la existencia de dos grupos de judíos a las puertas de la residencia del procurador romano, los sumos sacerdotes y fariseos, es decir las clases rectoras que habían conducido a Jesús ante Pilato y una masa vociferante de judíos que acompañaba a los primeros. Juan distingue claramente lo que decía un grupo y otro. Así, cuando habla de “los judíos” que gritan “¡fuera, fuera! Crucifícale!”, se está refiriendo a las masas del pueblo que vociferan pidiendo la condena de Jesús, las mismas de las que habla Mateo. En los pasajes 19:14-15, queda bien claro que las masas gritan pidiendo la muerte de Cristo situadas detrás de los sacerdotes y que éstos, en cambio, ubicados en primera fila justo delante de la entrada, mantienen un diálogo con Pilato: “Replicaron los sumos sacerdotes: No tenemos más rey que el César.”
En Mateo, esto resulta también evidente:

"Estando, pues, reunidos, les dijo Pilato: "¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, el llamado Mesías?" (Mateo, 27:17).
"Pero los príncipes de los sacerdotes y los ancianos persuadieron a la muchedumbre que pidiera a Barrabás e hiciera perecer a Jesús." (Mateo, 27.20).

Unos gritan, otros argumentan, dialogan con Pilato. Hay dos grupos, no uno. Mateo y Juan, como no podía ser de otra forma, y a pesar de la forzada interpretación de Ratzinger, coinciden.
En cualquier caso, la intención evidente de la inmensa mayoría de los judíos, con todos sus principales líderes religiosos y políticos a la cabeza, de matar a Cristo, queda plenamente confirmada con los sucesos históricos inmediatamente posteriores a la crucifixión y de los que nos ha llegado abundante información.
Difícilmente se entiende que los judíos no quisiesen la muerte de Cristo cuando, al día siguiente de su ejecución ya se habían propuesto exterminar a todos sus seguidores. El mismo Juan, al que Ratzinger utiliza torticeramente para legitimar sus espurias tesis, dice:
“Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos, pidió a Pilato autorización para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió. Fueron, pues, y retiraron su cuerpo.” (Juan,19:38).
José de Arimatea, al día siguiente de la crucifixión de Cristo, tenía miedo a los judíos. Y las negaciones de Pedro, la misma noche de la Pasión, nos hablan bien a las claras del terror que ya sentían los primeros cristianos.
En los años inmediatamente siguientes a la Pasión y Resurrección de Cristo, los cristianos sufrieron una cruel persecución, la primera de las muchas que habrían de padecer, a manos de los judíos. No debemos olvidar que los primeros grandes mártires de la Fe, cayeron a manos de judíos: San Esteban, Santiago el Mayor o de Zebedeo, nuestro Santo Patrón y Santiago el Menor o de Alfeo. Conocemos bien estos nombres, pero es seguro que no fueron los únicos, pues los agentes del sanedrín peinaban todas las comunidades judías en busca de cristianos para darles muerte. Sabemos que San Pablo fue uno de estos esbirros antes de su conversión, que tuvo lugar justo cuando se dirigía a Siria con un mandamiento del sumo sacerdote para detener a los cristianos y llevarlos al patíbulo en Jerusalén.  
Y resulta inconsistente desde cualquier punto de vista histórico pretender que existía algún cisma entre la inmensa mayoría del pueblo judío y sus líderes políticos y religiosos. Es más, una de las pocas cosas en las que las dos sectas mayoritarias del judaísmo coincidían era en la necesidad de acabar con los cristianos, a quienes contemplaban como herejes. Casi todos los escasos seguidores que Cristo tuvo entre las masas judías no formaban parte del núcleo principal y ortodoxo. O eran galileos o se trataba de judíos de cultura helénica.
Los relatos históricos de la primera revuelta judía contra Roma entre el año 66 y el 73, nos han dejado un buen retrato del judaísmo del final del período del Segundo Templo. Saduceos, fariseos y zelotas son actores destacados de la tragedia. Los cristianos, pocos y perseguidos, quedaron completamente al margen de uno de los hitos históricos principales del judaísmo. De hecho, ya estaban fuera de él.
Un historiador experto en esta época e incondicionalmente pro judío como César Vidal escribió:
“A partir de ahí (Hch 8, 1 ss.) se desencadenaría una persecución contra los judeo-cristianos de la que no estuvo ausente una violencia a la que no cabe atribuir otra finalidad que el puro y simple exterminio de un movimiento que estaba demostrando una capacidad de resistencia considerablemente mayor de lo esperado.”[4]
Después de la destrucción del Templo en el año 70 los primeros judeocristianos fueron finalmente excomulgados oficialmente y expulsados de la sinagoga por los fariseos, el grupo hegemónico del judaísmo, y el que asentó las bases teológicas y rituales del judaísmo que hoy conocemos, en base a la Mishná primero y al Talmud después. El judaísmo sin templo, el judaísmo de la sinagoga.
Y resulta sorprendente que Joseph Ratzinger, el hombre que encarna en la Tierra la más alta misión pastoral, intente desorientar a su rebaño con este libro que, además de no aportar absolutamente nada de valor a lo que ya sabíamos sobre Jesús de Nazaret, siembra la confusión entre los fieles de forma totalmente gratuita. ¿Acaso ignora Ratzinger que el judaísmo rabínico actual es el mismo que decretó en Jamnia en el año 86 la excomunión de los cristianos y el mismo que redactó el Talmud? Me cuesta creer que, con su preparación teológica, no sepa que en el propio Talmud los judíos reivindican con orgullo la responsabilidad de la muerte de Cristo. No me cabe la más mínima duda de que tampoco ignora que los judíos mantienen un doble lenguaje al respecto. Hacia el mundo gentil niegan cualquier responsabilidad en la ejecución de Jesús y hacia el mundo judío la reivindican en sus textos sagrados y así lo enseñan en sus academias rabínicas desde el siglo I hasta nuestros días[5].
“Según el Talmud, Jesús fue justamente ejecutado por un tribunal rabínico por idolatría, por incitación a otros judíos a la idolatría y por desprecio a la autoridad rabínica. Todas las fuentes judías clásicas que mencionan su ejecución se muestran muy orgullosas de asumir la responsabilidad; en el relato talmúdico, a los romanos ni siquiera se los menciona.”[6]
Sólo la apertura a los gentiles, de cultura helénica primero y romana después, permitió al cristianismo sobrevivir a las persecuciones. No fueron unas extrañas élites ahistóricas supuestamente aisladas de su pueblo las que intentaron acabar con los primeros cristianos y dieron la espalda al auténtico Mesías, como pretende hacernos creer Ratzinger. Fue el pueblo judío como colectivo el que protagonizó este proceso, siguiendo con entusiasmo y sin fisuras  a sus dirigentes.


[1] El término griego ochlos significa muchedumbre, multitud formada por gente del pueblo, por gente ordinaria.
[2] Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Encuentro, 2011, pp. 218-219.
[3] Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Encuentro, 2011, p. 217.
[4] César Vidal Manzanares, El judeo-cristianismo palestino en el siglo I. De Pentecostés a Jamnia. Trotta, 1995, p. 134.
[5] “La víspera de Pascua colgaron a Jesús y el heraldo estuvo ante él cuarenta días, diciendo: va a ser lapidado, porque practicó la brujería y la seducción y conducía a Israel por el mal camino. Todo el que pueda decir algo en su defensa, que venga y lo defienda. Pero no hubo nada que pudiera esgrimirse en defensa suya, y lo colgaron la víspera de Pascua.”[5] Talmud, tratado Sanhedrín 43ª, baraita.
[6] Israel Shahak, Historia judía, religión judía. El peso de tres mil años. Mínimo Tránsito, 2002, p. 238.
(El profesor Israel Shahak nació en 1933 en Polonia en el seno de una familia judía ortodoxa. Sobrevivió al internamiento en el campo de concentración nazi de Bergen Belsen y emigró en 1948 al Estado de Israel. Falleció en 2001).


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