Ya habíamos visto cómo durante la Edad Media los judíos se iban esparciendo por todos aquellos lugares de Oriente y Occidente en los que más posibilidades había para enriquecerse a costa de los gentiles. Los enclaves estratégicos en las rutas comerciales, los grandes puertos, las ciudades con importantes ferias, eran como imanes que atraían a los judíos ávidos de riquezas. Según llegaban organizaban su comunidad rápidamente en torno a una sinagoga y se encerraban en su gueto del que únicamente salían para hacer negocios. Se ofrecían de inmediato a los príncipes y nobles locales para servirles en todo lo relacionado con la hacienda y el comercio. En poco tiempo, la nueva comunidad judía tenía un estatus especial y prosperaba rápidamente ante los asombrados ojos de los habitantes gentiles.
Las masas de cristianos pobres sólo veían en los judíos unos individuos altaneros, que rehuían cualquier contacto no interesado con ellos, que practicaban una extraña y hermética religión, que gustosamente se dedicaban a servir de agentes de los señores feudales que los explotaban, que se enriquecían de forma desproporcionada en muy poco tiempo mientras ellos permanecían en la miseria por generaciones, y que con las fortunas ganadas de forma tan poco provechosa para la comunidad, se dedicaban a una usura repugnante y abusiva que todavía los hacía más ricos. Howard Fast hace una orgullosa descripción de cómo era la comunidad judía de Maguncia (Mainz) en Alemania en el siglo X, por la época en la que allí vivió un perturbado talmudista llamado Gershom Ben Judá. Se trata sin duda de un ejemplo que facilita la comprensión del creciente rechazo de los cristianos pobres hacia sus acaudalados vecinos judíos:
“Primero debemos observar cómo era Mainz en aquel entonces: una ciudad de míseras casas medievales, calles llenas de barro, mugre, hedor, pobreza; una villa donde el 100% de la población laica era analfabeta, y no tenía deseos o esperanzas de ser otra cosa, donde los ciudadanos vestían malolientes chaquetas y pantalones de cuero durante años y más años, donde tener dos trajes era muy poco frecuente, donde todo horizonte se hallaba a la distancia que un hombre podía recorrer a pie en un día, donde la ignorancia de todo lo que estaba más allá de dicho horizonte era oscura y absoluta y, por encima de todo, un lugar donde el paganismo teutónico acababa de rendirse, sólo en parte, a un cristianismo primitivo y supersticioso que ningún cristiano de hoy en día sería capaz de reconocer.
Y en este escenario, los judíos. La academia era un hermoso y gran edificio de piedra y ladrillo. Adosado a él, una especie de centro comunitario con una gran piscina, el mikvé. Los judíos habitaban las mejores casas de la ciudad, únicamente inferiores a los castillos de los barones, aunque superiores en cuanto a buen gusto y mobiliario. Vestían largas túnicas de seda, cualquiera de las cuales costaba el dinero suficiente como para alimentar a una de las familias de la ciudad durante un año. Caminaban con porte de reyes, estaban exentos del servicio militar, tenían esclavos para servirles - esclavos importados de Oriente Próximo, un lugar que los lugareños no eran ni siquiera capaces de visualizar. Sus mujeres no trabajaban y eran incluso más reverenciadas que las mujeres de la nobleza. Sus niños eran mantenidos aparte de los niños germanos, explícitamente - niños judíos aseados, bien alimentados, que asistían a la escuela durante cuatro horas al día. Los judíos tenían su propio idioma. Miraban a los germanos del lugar con una especie de tolerante desdén - y les producían la incómoda impresión de que eran unos salvajes. Rezaban en su lengua secreta. A pesar de no pertenecer a la nobleza, eran respetados por ella. Tenían libros y sabían leer y escribir.”[1]
A principios del siglo XI los judíos fueron obligados a convertirse o a marcharse de Maguncia. La mayoría abandonó sus lujosos hogares y la ciudad. La academia fue quemada. Según algunas fuentes, algunos fueron asesinados.
Los judíos tienen una peculiar tendencia a explicar todas las desgracias que les suceden como excepcionales. Suelen descontextualizar los hechos de forma que presentan la violencia antisemita como un fenómeno irracional que no tiene más fundamento que la intolerancia hacia la religión y la raza judías. Hablan de episodios históricos en los que morían centenares de miles o incluso millones de personas de muchas religiones, focalizando sólo sobre los asesinatos de judíos y, además, rechazando a priori que algunas actuaciones de éstos pudieran predisponer objetivamente a los gentiles contra ellos.
Muchos actos violentos contra comunidades judías, como ya vimos, estaban provocados por el descontento social de las masas de cristianos pobres, por el despectivo aislamiento de los judíos, por su alianza con los señores feudales que los explotaban, por ser en muchos casos, como recaudadores de impuestos y administradores de los nobles, la cabeza visible de esta explotación, por dedicarse además a la usura y por hacer una obscena ostentación de su riqueza ante la miseria de sus vecinos cristianos. La historiografía judía no suele hacer crítica alguna de la delicada situación en la que las comunidades judías se colocaban al establecer estas alianzas simbióticas con los reyes y aristócratas. Habitualmente, cuando se refieren a las míseras masas de campesinos y plebeyos de todo tipo de la cristiandad medieval, suelen calificarlas como chusma o turbas, fanatizadas e ignorantes.
“Un monje benedictino lideró a los Pastoureaux (pastorcitos,) en una especie de cruzada, que destruyó ciento veinte comunidades (judías)… El vizconde de Tolosa comandó una tropa para detener a los revoltosos, y cargó veinticuatro carros de Pastoureaux, a fin de encarcelarlos en el castillo de la ciudad. El populacho se solidarizó con los saqueadores, fue en su socorro y los liberó. En efecto, otra característica común de los genocidios (de judíos) es el grado pasmoso de apoyo campesino con el que contaban.”[2]
“En 1411, en Valencia, las prédicas de un monje fanático, Vicente Ferrer, incitan a las muchedumbres cristianas a aniquilar a los judíos…”[3].
“La desgracia vino del Sur, de África, cuando los fanáticos almohades, enemigos de los judíos, penetraron por tercera vez en España bandas guerreras bajo el estandarte del profeta.”[4]
“En toda Inglaterra se había extendido ya un estado de ánimo desfavorable para los judíos. El fanatismo había arraigado en amplios círculos de la población.”
“Luis de Baviera no pudo detener ninguna de las matanzas de judíos en masa que bajo su gobierno se desataron una vez más. En todo el reino había gran efervescencia y la oposición entre la ciudad y el pueblo, que cada día era más acusada, descargaba a menudo su crudeza sobre los judíos indefensos y desarmados.”[5]
Sabido es que la Edad Media fue una época especialmente dura para Europa. El desmoronamiento de la autoridad romana y del mundo clásico dio lugar a una fragmentación del poder en manos de un sinfín de caudillos de pueblos germánicos culturalmente más atrasados que el orbe romano que acababan de destruir. El período en el que la cristiandad medieval fue asentando formas de poder estable y sistemas jurídicos destinados a limitar el poder abusivo de la fuerza bruta se dilató durante siglos, con avances y retrocesos, con guerras entre reinos cristianos, con choques con el Islam y con distintos invasores asiáticos. Al mismo tiempo fue la época de asentamiento de la ortodoxia católica frente a las herejías que se sucedían de forma vertiginosa y que con la misma celeridad eran combatidas desde Roma. Una época en la que, a largos períodos de estabilidad en los que en ciertas zonas del continente varias generaciones conocían la paz y una cierta prosperidad, seguían épocas convulsas de guerra, hambre y destrucción. De un momento histórico a otro y de una región a otra, las condiciones podían y solían ser tremendamente cambiantes. Si había un denominador común éste era sin duda la miserable condición del estamento plebeyo, urbano y sobre todo, rural. Los siervos cristianos fueron sin duda los que más sufrieron la injusticia, la desigualdad ante la ley, la marginación y, fruto de todo ello, la miseria, el hambre, la enfermedad… Los judíos de la Edad Media , gracias a sus pactos de conveniencia con la nobleza, no veían morir a sus hijos de hambre. Los campesinos cristianos sí. En cambio, cuando, por diferentes razones, el poder del rey y de la nobleza se debilitaba, los judíos, en algunas ocasiones, eran los primeros receptores de la desatada ira popular. Los nobles vivían en fortalezas con soldados que las protegían. Los nobles, a pesar de todo eran cristianos. Los judíos, en cambio, eran esos aliados infieles de los explotadores que vivían en las ciudades, sin guardia pretoriana, y que, por tanto, se convertían en el blanco fácil de los amotinados. El desprecio de los judíos hacia los campesinos cristianos, su absoluta predisposición a esquilmarlos con la protección de los señores feudales, los convertía, de forma lógica en el primer y más fácil blanco cuando el descontento se tornaba en tumulto. Asaltar el castillo del señor era casi impensable, dar un escarmiento a sus desprotegidos agentes, en cambio, era tarea más accesible. Israel Shahak lo explica con una honestidad encomiable:
“En todas partes el judaísmo clásico desarrolló odio y desprecio a la agricultura como ocupación y a los campesinos como clase, aún más que a otros gentiles: un odio del que no conozco ningún paralelo en otras sociedades. Esto es evidente para cualquiera que esté familiarizado con la literatura yiddish o hebrea de los siglos XIX y XX.”
“Hay que señalar que en todas las peores persecuciones anti-judías (esto es, aquellas en las que se mataron judíos) la elite dirigente - el emperador y el papa, los reyes, la alta aristocracia y el alto clero, así como la rica burguesía de las ciudades autónomas - siempre estuvieron de parte de los judíos. Los enemigos de los judíos se encontraban en las clases más oprimidas y explotadas y entre quienes estaban cerca de ellos en la vida y en los intereses cotidianos, como los frailes de las órdenes mendicantes.”[6]
Y Claudio Sánchez-Albornoz lo describió con claridad:
“Pero no cabe negar que habían sido: la explotación usuraria, comercial y fiscal del pueblo por los prestamistas, revendedores y publicanos hebreos, el escándalo de sus riquezas y de su lujo, y los trallazos de su soberbia, las principales causas de saña antihebraica de las masas.”[7]
“De no haberse decretado la expulsión se habría llegado a la matanza. La marea de la saña popular había alcanzado una fuerza incontenible. Los judíos podían comprar la tolerancia de los reyes, pero no podían apaciguar la furia del pueblo contra ellos. ¿No podían? Habrían podido, sí, pero dejando de ser ellos […] como eran.”[8]
Los historiadores judíos suelen hablar de la violencia antijudía que desataron en algunos lugares los cruzados camino de Tierra Santa como si se tratase de algo excepcional. Es incuestionable, que en el clima de exaltación religiosa del momento, algunas juderías, principalmente en Alemania, fueron arrasadas y saqueadas por los cruzados. Pero no es menos cierto, que en esa misma época, los cruzados tenían como principal enemigo a los sarracenos, a los que combatieron también despiadadamente, según los patrones de la época, y que también se combatió con ferocidad contra los herejes cristianos valdenses o cátaros. Los cruzados también combatieron contra los cristianos de Bizancio sitiando, asaltando, tomando y saqueando Constantinopla. La Europa de los siglos XI y XII no era un lugar seguro para casi nadie, menos aún para las minorías y, desde luego, tampoco lo era para los judíos.
Según los historiadores hebreos y los gentiles “políticamente correctos”, los judíos, desparramados por extensos territorios en los que siempre constituían exiguas minorías, eran obligados, por una extraña conjunción de circunstancias a ser ricos, inmensamente ricos e inmensamente cultos, en el mar de miseria e ignorancia que era el mundo gentil circundante. Esta extraña conjunción de circunstancias les obligaba, muy a su pesar, a aliarse siempre y en todo lugar con los poderosos para ayudarles a explotar a los más menesterosos. Aunque hubiese cinco mil kilómetros de distancia entre una comunidad judía y otra, el comportamiento era siempre el mismo. Ponerse a disposición de los señores para contribuir a la explotación de los siervos. Lo cual demuestra que no se trataba de una obligada táctica de supervivencia como nos intentan hacer creer, porque en aquella época, las circunstancias de un lugar a otro eran tremendamente cambiantes y no en todos los lugares las comunidades necesitaban protección. Si la llegaban a necesitar era al cabo de un tiempo, el que transcurría entre la llegada de los judíos y el que tardaban los lugareños de a pie en darse cuenta de que los forasteros a los que habían acogido sin recelo alguno, casi de la noche a la mañana se habían hecho ricos a su costa poniéndose al servicio de los amos del territorio.[9]
Según los historiadores judíos ocurría lo siguiente, los judíos, pacíficos y voluntariosos llegaban a una modesta ciudad europea, se hacían inmensamente ricos, despertaban entonces la codicia de los nobles cristianos, que les obligaban cruelmente a convertirse en prestamistas (a un modesto 60% de interés, o más), en agentes financieros de su corte, en agentes comerciales a su servicio (para comprarles carísimos artículos de lujo) y en recaudadores de impuestos (con derecho a entregar una suma concreta al fisco y quedarse para sí todo el excedente que pudiesen obtener de más). Los judíos, apesadumbrados ante tales imposiciones, y sabiendo que podían despertar las iras del “populacho” al que iban a contribuir a explotar, no tenían más remedio que elegir entre enemistarse con los nobles o con los plebeyos… y, naturalmente, elegían la primera opción.
La realidad es que los judíos no se aliaban con los nobles para obtrener su protección. Se ponían a su servicio para amasar fortunas sin esforzarse en trabajos duros, esquilmando a los campesinos gentiles y, a cambio de hacer partícipes a los reyes y señores de su capacidad financiera y recaudatoria, se ponían bajo su protección porque eran perfectamente conscientes de que su comportamientos les ponía directamente en el punto de mira de los plebeyos[10].
[1] Howard Fast, op. cit., p.229.
El texto no tiene desperdicio por el orgullo rayano en el racismo y especialmente paradójica es la referencia que hace al cristianismo medieval como una religión “primitiva y supersticiosa”, cuando en comparación con el oscurantista judaísmo rabínico, hasta el fetichismo más arcaico de las tribus de indígenas amazónicos resulta más racional y moderno.
[2] Gustavo Daniel Perednik, La judeofobia. Cómo y cuándo nace, dónde y por qué pervive, Flor del Viento, 2001, p. 91. (Las “negritas” son mías).
[3] Jacques Attali, op. cit., p. 208. (Las “negritas” son mías).
[4] Werner Keller, op. cit., p. 227. (Las “negritas” son mías).
[5] Werner Keller, op. cit., p. 286.
[6] Israel Shahak, op. cit., pp. 147 y 169.
[7] Caudio Sánchez-Albornoz, op. cit. p. 960.
[8] Caudio Sánchez-Albornoz, op. cit. p. 971.
[9] “Los judíos no intervenían sólo en el arrendamiento de los impuestos; también estaban presentes en los demás departamentos de las cancillerías de los reyes y de los infantes, en los departamentos hacendísticos, en los registros y en las secretarías.” Ytzhak Baer, op. cit., p. 348.
[10] Este esquema no solo es válido para la Europa cristiana. En las zonas dominadas por el Islam, los judíos actuaban de la misma forma. Por ejemplo:
“En 1066, en Granada, el pueblo bajo musulmán, exasperado por las riquezas de los judíos, se lanza a una matanza.” Jean Sevillia, Históricamente incorrecto. Para acabar con el pasado único. El Buey Mudo, 2009, p. 78.
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