Negociando con Stalin para alargar la guerra
Averell Harriman, sonriente entre Churchill y Stalin. Edward Stettinius, de pie detras de Roosevelt en Yalta
Mientras tanto, la escena internacional no hacía más que deteriorarse. La agresión soviética contra Finlandia, que había empezado en Noviembre de 1939 se hallaba a comienzos de 1940 en su apogeo ante la indignación de la opinión pública general y ante la indiferencia del gabinete Roosevelt. La pequeña república escandinava resistía los ataques del Ejército Rojo a pesar de su infinita inferioridad numérica y material. En los Estados Unidos, la población pedía a gritos a su gobierno que utilizase todos los medios diplomáticos posibles para frenar la agresión soviética a Finlandia, esperando vanamente de su presidente una actitud igual a la que había mostrado frente al ataque alemán a Polonia unos meses antes. Mientras el pueblo simpatizaba abiertamente con los heroicos finlandeses, Roosevelt, secretamente, prohibía cualquier tipo de envío de ayuda a Finlandia y cualquier actitud diplomática norteamericana a favor de promover una condena de la agresión soviética en la Sociedad de Naciones.[1] Roosevelt burlaba todas la Leyes de Neutralidad para así poder enviar ayudas a las naciones que se enfrentaban a Hitler, y al mismo tiempo privaba deliberadamente de estas ayudas a las naciones agredidas por Stalin.
Hasta finales de la primavera de 1940 Roosevelt albergaba la esperanza de que las ayudas a Gran Bretaña y Francia bastarían para detener a Hitler sin necesidad de tener que romper sus promesas electorales y enviar soldados a luchar al extranjero. Estas esperanzas saltaron hechas añicos cuando el ejército nazi consiguió romper el frente franco-británico por Sedán y destrozar todo el dispositivo defensivo aliado en cuestión de días. El 14 de Junio de 1940 los alemanes desfilaban por París. El pueblo alemán tenía ya una razón más para admirar al hombre que les había permitido conseguir en cinco semanas lo que durante los cuatro sangrientos años de la Primera Guerra Mundial no habían logrado, derrotar a Francia.
Desde ese instante Roosevelt comprende que todas las ayudas destinadas a Francia deben ser dirigidas a Gran Bretaña. Secretamente animará a Churchill a continuar la lucha bajo la firme promesa de que en cuanto las circunstancias políticas se lo permitan, él se encargará de que los Estados Unidos intervengan en la Guerra. Al mismo tiempo se lanzará a intensificar su política de aproximación a Stalin, convencido de que su participación en la lucha contra Hitler es indispensable.
Para cortejar al tirano del Kremlin el presidente americano se valdrá de su fiel consejero Harry Hopkins. Éste era un típico componente del ya mencionado “trust de cerebros”. Pero era más que eso. Realmente era el capo de esa camarilla de gangsters de la que se rodeó Roosevelt. Hopkins fue tal vez, durante gran parte de la era Roosevelt el auténtico presidente de los Estados Unidos de América. Fue la persona que durante más tiempo y con mayor intensidad estuvo próxima al presidente, incluyendo a la tortillera frívola e intrigante de su esposa Eleanor. Hopkins era un tipo amargado y enfermizo, resentido y carente de ética que lavaba todas sus frustaciones en una ideología filocomunista que empleaba de forma revanchista contra una sociedad que aborrecía. Sin duda hubiese disfrutado mucho más como represor bolchevique asesinando aristócratas, oficiales zaristas, clérigos ortodoxos y demás reliquias de ese viejo mundo que aspiraba a ver destruido, que como asesor del presidente de los Estados Unidos. En cualquier caso, se convirtió sin duda en el hombre más poderoso de la nación después (y quien sabe si antes) del presidente. Su bagaje académico se reducía a una discreta titulación de asistente social y durante mucho tiempo, a pesar de su enorme influencia, no llegó a desempeñar un cargo oficial. No obstante, gracias a su evidente superioridad intelectual sobre su jefe (aunque no hacía falta ser un genio para sobrepasar intelectualmente a Roosevelt) pudo, desde el poder inmenso que éste le otorgó, colaborar estrechamente en el triunfo y la expansión del comunismo por todo el planeta.[2]
Otro de los “brillantes idealistas” del Nuevo Trato que llegó a alcanzar altas cotas de poder e influencia en la administración norteamericana durante la larga era Roosevelt fue Alger Hiss. Este distinguido judío licenciado en Harvard se convirtió gracias al ambiente irresponsablemente progresista del momento en un alto funcionario del Departamento de Estado, asesor del presidente Roosevelt en la Conferencia de Yalta, secretario de la Asamblea de Constitución de la O.N.U.. presidente de la Fundación Carnegie para la Paz... En 1948, en plena actividad del Comité de Actividades Antiamericanas fue acusado y condenado como espía soviético. Durante casi cinco décadas la progresía internacional del planeta lo ha venido presentando ante la opinión pública, al igual que a otros investigados por el citado Comité, como una víctima inocente de la histeria anticomunista post-Roosevelt. A título de ejemplo, en España podríamos citar como claro exponente de esta corriente al reputado historiador cinematográfico Román Gubern que todavía en la reedición de su obra La caza de brujas en Hollywood, de 1987, continuaba defendiendo la inocencia de Hiss y alegando que su proceso había sido realmente una simple y llana persecución política.[3] Evidentemente, han sido y son legión los historiadores y periodistas progresistas que han seguido manteniendo esta opinión contra y viento y marea. Por desgracia para ellos, la caída de las democracias populares del Este de Europa propició la difusión de testimonios de altos responsables del aparato de poder comunista y la publicación de algunos documentos que habían permanecido clasificados como secretos. La mayoría de unos y otros que se refieren a los planes de infiltración comunista en las élites de poder e influencia occidentales durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, revelan que hasta las más alarmistas denuncias que hace cincuenta años se hicieron sobre la penetración de los servicios secretos soviéticos en las altas esferas de Occidente se habían quedado cortas.
[1] Helmuth Gunther Dahms, op. cit., p. 61.
[2] La catadura moral e intelectual del sujeto queda retratada en párrafos como este:
“Creemos que los dos países (EE.UU y URSS) dependemos mutuamente el uno del otro por razones económicas. Hallamos a los rusos individualmente gente fácil de tratar. Es indudable que los rusos simpatizan con los norteamericanos. Y simpatizan también con los Estados Unidos. Confían en los Estados Unidos más que en ninguna otra potencia del mundo.” (Robert E. Sherwood, Roosevelt y Hopkins, una historia íntima. La eminencia gris de la Casa Blanca, Los Libros de Nuestro Tiempo, 1950, p. 467). Seguramente los cerca de cien mil jóvenes norteamericanos que cayeron en Corea y Viet Nam, nunca fueron capaces de entender estos “altos conceptos” de política internacional. (N. Del A.).
“Hopkins es el occidental que ha tenido un contacto personal más íntimo y prolongado con Joseph Stalin y el grupo dirigente del Kremlin, y el americano que vivió más cerca de Roosevelt ... Su lealtad al Presidente era incondicional, tenía una fe completa en su obra política y una incalculable influencia sobre F.D.R... El Washington oficial le odiaba y le llamaba el Rasputín de la Casa Blanca.” (José María Massip, op. cit., p. 122).
“En Diciembre de 1941 Stalin sustituyó a Oumanski por Maxim Litvinov, y Hopkins estableció rápidamente una relación muy personal con nuestro nuevo embajador, hasta el extremo de que éste iba a ver Hopkins a su casa. Litvinov me contó cómo se había sentado en la cama de Hopkins para hablar de ciertos problemas estando aquél enfermo.” (Pavel Sudoplatov y Anatoli Sudoplatov, op. cit., p. 287).
“Tan pronto como la declaración de guerra de Hitler convirtió a Rusia en aliada de Estados Unidos, Roosevelt ideó procedimientos que le permitieran ignorar al Departamento de Estado y la embajada, y tratar en forma directa con Stalin. Su intermediario fue Harry Hopkins, un intrigante político que le informó que, por supuesto, Stalin se sentía complacido con la idea: “(el) no confía en nuestro embajador o en otro cualquiera de nuestros funcionarios.” (Paul Johnson, Tiempos Modernos, p. 439).
“Utley, repasando el exhaustivo dossier elaborado por Stan Evans, director del National Journalism Center... va aún más lejos y revela los frecuentes contactos con Moscú de Harry Hopkins, uno de los hombres más cercanos a Roosevelt (vivía, de hecho, en la Casa Blanca). Su participación fue decisiva en los desastres de Yalta y Potsdam, donde Stalin se hizo con el dominio de media Europa.” (Fernando Alonso Barahona, op. cit., p.187).
[3] “Se intentó, en vano, probar que Hiss había cometido perjurio al negar la acusación de espionaje. No se consiguió en el primer proceso iniciado en mayo de 1949, pero en el segundo (noviembre de 1949) el jurado halló culpable a Hiss y fue condenado a cinco años. Hoy parece muy claro que el proceso contra Hiss fue el primer gran proceso público y de “interés nacional” contra la generación de liberales formados durante la gran depresión y el New Deal. Pero en aquellos días turbulentos de histeria atómica y orgullo nacional exacerbado, con vastísima orquestación de los mass media, los molinos tenían excesiva propensión a convertirse en feroces gigantes a los ojos de muchos ciudadanos americanos”. (Román Gubern, La caza de brujas en Hollywood, Anagrama, 1987, p. 19).
[4] Henry Kissinger, op. cit., p. 499.
[5] Paul Johnson, Tiempos Modernos, p. 445.
[6] “Durante toda la guerra, Hopkins y Harriman mantuvieron relaciones personales, informales y diplomáticas con dirigentes soviéticos, y en mi opinión estaban cumpliendo órdenes de Roosevelt.”
“Los archivos de la GRU reflejan que el entonces presidente de Estados Unidos organizó su propia red oficiosa de espionaje durante la guerra, la cual utilizó para realizar misiones delicadas. Mi amigo está convencido asimismo de que Hiss, Hopkins y Harriman formaban parte de su grupo de confianza.
Esa podría ser la razón de que Hiss no fuera inmediatamente repudiado por Truman. La moderada sentencia, las incoherentes acusaciones de que fue objeto, y la postura neutral de la Administración en ese caso podrían indicar que Hiss sabía demasiadas cosas, que podían ser perjudiciales para el prestigio de Roosevelt y de Truman. El veterano de la GRU opina que el FBI tenía más material sobre Hiss del que fue revelado, y que tal vez hubo un acuerdo entre Truman y Hoover para que los cargos se redujeran a perjurio. (Pavel Sudoplatov y Anatoli Sudoplatov, op. cit., pp. 290 y 291). (La cursiva es mía).
[7] “¿Tememos nosotros, acaso, al comunismo ruso? ¿Por qué lo hemos de temer? ¿Tenemos nosotros tan poca fe en nuestra forma de gobierno y en lo que el libre entendimiento, regulado dentro de los intereses de la democracia, continuará haciendo por los Estados Unidos? Desde hace más de ciento sesenta años vemos nuestra propia experiencia realizada. Continuemos viviendo así, y dejemos a los soviets que hagan su propia experiencia, a su modo. Nada tenemos que temer de Rusia. Podemos lograr todo mediante una íntima, eficaz y amistosa colaboración con este país, en nuestro mutuo interés.” (Edward R. Stettinius, El arma de la victoria, Ed. Victoria, 1945, p. 292). Esta curiosa forma de pensar tan instalada en la administración de la era Roosevelt debería mover a la reflexión a quienes siguen insistiendo en defender la estúpida consigna de que los Estados Unidos salvaron a Europa del comunismo. La simpatía con la que los dirigentes americanos designados por Roosevelt veían al régimen bolchevique se derivaba de una clara convicción de que la experiencia comunista no era más que otra forma diferente de alcanzar la democracia. Por esa razón, los crímenes soviéticos eran entendidos como inevitables excesos de celo democrático comparables con el terror jacobino. Que estos crímenes se llevasen por delante a millones de personas era entendido como el precio inevitable que hay que pagar por el progreso, tal y como lo habían pagado los campesinos de la Vendee o los indios de las llanuras de norteamerica por oponerse a la inevitable modernidad democrática.
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