martes, 8 de marzo de 2011

LOS ESTADOS UNIDOS Y EL COMUNISMO. HISTORIA DE UN COMPADREO (IX)

El fin del aislacionismo


Si Alemania ganaba la guerra, los ciudadanos de a pie de los Estados Unidos no iban a notar cambio alguno, ni para mejor, ni para peor, en sus vidas. Sin embargo, para los propietarios de las megacorporaciones industriales y financieras, la victoria alemana podía ser un auténtico desastre. Los Estados Unidos, en 1940 no eran aún la potencia económica y militar en que se convirtieron precisamente después de la Segunda Guerra Mundial y precisamente gracias a ella. Las dos grandes potencias coloniales, Francia y Gran Bretaña, monopolizaban una gran parte del comercio mundial. Los grandes hombres de negocios norteamericanos habían llegado a la conclusión de que la doctrina Monroe –América para los americanos- se había quedado insuficiente para la vocación expansiva del floreciente capitalismo yanqui. Era la hora de reclamar la finalización de los monopolios que las potencias coloniales europeas practicaban en sus esferas de influencia para abrir paso a la “libertad de comercio”. Este eufemismo que casi hasta suena bien, estaba siendo esgrimido por los poderosísimos “lobbies” industriales y financieros norteamericanos como coartada para poder acceder a los vastos mercados a los que los viejos imperios europeos no les permitían acceder. Naturalmente, ellos sabían que su potencial era mucho mayor que el de franceses y británicos, y que en consecuencia, la libertad de comercio se convertiría realmente en una posición dominante de las grandes empresas americanas en todo el mundo. La intervención americana en la Primera Guerra Mundial había finalizado con un increíble aumento del aislacionismo entre la población de los Estados Unidos precisamente porque la comisión Nye había destapado las verdaderas razones por la que miles de jóvenes americanos había sido enviados a luchar y a  morir a Francia. En esta segunda oportunidad, las cosas debían hacerse mejor. En primer lugar, había que quebrar el sentimiento aislacionista de la población y después, habría que convencerla de que la participación en la guerra se había debido exclusivamente a fines altruistas y nunca materiales. Si algo estaba claro para los belicosos magnates de los negocios norteamericanos era que esta vez, después de la victoria, no debería haber una nueva comisión Nye. En aquella ocasión, Francia y Gran Bretaña habían ganado la guerra gracias a la ayuda norteamericana y sin embargo, la gran presión aislacionista había impedido a las grandes empresas explotar el éxito hasta sus últimas consecuencias. Roosevelt, en esta ocasión, tenía muy claro que los Estados Unidos sólo le sacarían las castañas del fuego a los británicos si éstos se comprometían a permitir a las empresas americanas competir libremente en los mercados que acaparaban antes de la guerra. Esta vez, si los británicos querían que los norteamericanos les sacaran del apuro, el precio “de facto” era claro y caro, el desmantelamiento del Imperio Británico.

            Una de las primeras iniciativas de Roosevelt después de conseguir la reelección de 1.940 fue prescindir de la obligación de pago al contado que la cuarta ley de neutralidad imponía a quien adquiriese material de guerra americano. De esta forma, se volvía al viejo vicio de prestar grandes sumas de dinero a un contendiente con el riesgo de vincular de esta forma el pago del crédito a su victoria en la guerra. No parecía, desde luego, un paso muy tranquilizador para las aspiraciones aislacionistas de muchos de sus votantes. Pero el presidente, como ya señalamos, sabía perfectamente, que antes de expirar el actual mandato, los Estados Unidos estarían en guerra, y se lanzó de lleno a la consecución de este propósito conspirando contra la paz de una forma cada vez más obsesiva.[1] Esta conspiración no sólo iba a costarle al pueblo norteamericano el cuarto de millón de jóvenes muertos durante la Segunda Guerra Mundial, sino que también habría de costarle los más de 30.000 caídos de Corea o los casi 60.000 de Vietnam. De todos modos, la factura principal de esta traición a la libertad de los pueblos la iban a pagar mayoritariamente otros, los millones de ciudadanos de medio mundo entregados atados de pies y manos al Gulag comunista por obra y gracia de una política exterior norteamericana que la administración Roosevelt había diseñado a la medida de los intereses de sus protectores.

            Paralelamente a sus aproximaciones a la Rusia Soviética en política exterior, Roosevelt insistía en su política interior en el aislamiento de todos los sectores de la administración que daban la más mínima muestra de anticomunismo. Esta persecución de los elementos antisoviéticos del aparato del Estado se complementaba con el reclutamiento de asesores de su plena confianza procedentes de los sectores más progresistas de la sociedad norteamericana y con la promoción a las esferas más influyentes del mundo intelectual y del espectáculo de literatos y artistas de tanta notoriedad filocomunista como nula aceptación entre el público. La mayoría de estos individuos eran jóvenes, graduados en prestigiosas universidades elitistas de la costa Este, procedentes de familias acomodadas y de firmes convicciones izquierdistas, en muchos casos abiertamente marxistas y que además pertenecían a grupos o clubes progresistas en los que se criticaba la política tradicional norteamericana, a la que consideraban reaccionaria. Muchos de ellos, ya veremos por qué, eran judíos. Estos eran los sectores desde los que se reclamaba un franco entendimiento con la Unión Soviética. Estos reclutas, producto típico del New Deal rooseveltiano, alcanzaban rápidamente en la administración responsabilidades impropias de su edad y de su limitadísima experiencia. El ambiente socialdemócrata que inundaba el gobierno de Roosevelt amparaba y promocionaba las carreras de estos radicales de izquierda muy por encima de sus méritos reales. La mayoría de ellos consideraban que el presidente y el gobierno no eran todo lo progresistas que deberían ser, pero sabían perfectamente que, por otra parte, difícilmente el pueblo americano toleraría algo más a la izquierda que el gabinete Roosevelt. Así pues, había que explotar la oportunidad.
Como era inevitable, había alguien más que también se percataría de la oportunidad única de infiltrarse en el corazón político y mediático de la nación llamada a ser la más poderosa de la Tierra.  Los agentes del NKVD soviético que operaban en los Estados Unidos. Nunca antes, ni realmente después, un gobierno norteamericano se había mostrado tan abiertamente favorable al comunismo y a la Unión Soviética. Como es lógico, los agentes soviéticos gozaban de amplios contactos entre los círculos progresistas americanos. Eran conscientes de que los mejores estanques para pescar agentes eran los ambientes académicos y universitarios de izquierdas en los que la mayoría de sus miembros, aunque no compartiesen totalmente las ideas del comunismo, veían con simpatía el experimento de Estado Proletario que tenía lugar en Rusia.

          Desde casi el día siguiente del triunfo del golpe de estado de Lenin en 1917, los bolcheviques habían comenzado a crear una red de agentes que se aprovecharían de los amplísimos círculos simpatizantes de la Revolución Soviética que proliferaban por el occidente capitalista. A principios de los años veinte, los agentes soviéticos consiguieron crear en toda Europa su primer caballo de Troya en su plan de revolución mundial; los partidos comunistas locales. Para ello, enviaron agentes a cada país con la misión de contactar con los elementos más radicales de los partidos socialdemócratas y provocar en ellos una escisión que fuese el núcleo del futuro partido comunista. A mediados de los años veinte ya existían partidos comunistas en casi todos los países occidentales. El plan inicial bolchevique consistía en aprovechar el entusiasmo que la revolución soviética había contagiado en las masas obreras de Europa occidental y en las masas campesinas de Europa oriental para reproducir a nivel continental la experiencia comunista. En los primeros momentos posteriores al triunfo bolchevique, Lenin y en su misma línea Trotski, estaban seguros de que la supervivencia de la revolución pasaba por la exportación de la misma. Siguiendo a Marx, consideraban que la Alemania industrializada era el principal candidato a distinguirse con el dudoso honor de ser el segundo país socialista del mundo. La derrota de Alemania en la Gran Guerra, provocada en gran medida por el ambiente derrotista que el partido marxista socialdemócrata alemán había sembrado entre la población fue el punto de partida del plan para implantar la revolución bolchevique en el corazón de Europa. Una Alemania comunista y una Rusia comunista acabarían necesariamente por bolchevizar toda la Europa continental. El fracaso de la revolución comunista que el ala radical del partido socialdemócrata intentó en Alemania entre finales de 1918 y principios de 1919, unido al fracaso del régimen comunista húngaro de Bela Kuhn, hicieron que entre el aparato soviético se desencadenase la famosa batalla entre los partidarios de la revolución permanente (Trotski) y la revolución en un solo país (Stalin). Detrás de toda la verborrea marxista pseudofilosófica que envolvía a las dos corrientes comunistas no había nada más que un debate muy simple; exportar la revolución roja a otros países para asegurar la supervivencia del régimen soviético (Trotski), o emplear la amenaza de la exportación de la revolución como medio de asegurar la supervivencia del régimen bolchevique en Rusia (Stalin) para exportar la revolución después, no antes, de haberla consolidado en Rusia. Las luchas por el poder que se produjeron durante la agonía de Lenin entre las hienas que aspiraban a sucederle, se resolvieron finalmente con el triunfo de Stalin. El nuevo dirigente soviético estaba decidido a aplicar una política exterior comunista calcada del concepto de “Realpolitik” bismarckiano. La consecuencia de este giro supuso que a partir de ese momento, toda la política exterior soviética no tendría por finalidad la exportación inmediata de la revolución bolchevique, sino la utilización del bolchevismo extranjero como herramienta quintacolumnista de los intereses de la Unión Soviética en cualquier parte del mundo en la que existiese un partido comunista y/o un partido socialdemócrata. Desde el triunfo de Stalin, los partidos comunistas extranjeros se dedicaron a seguir dócilmente las consignas que el gobierno soviético les hacía llegar a través del Komintern, la Internacional Comunista. Sin embargo, a los soviéticos no se les escapaba que la actividad abiertamente prosoviética de las organizaciones comunistas en otras naciones las pondría rápidamente en el punto de mira de los servicios secretos de los gobiernos de dichas naciones. Era pues obligado actuar además en un segundo nivel. Este nivel lo formaban las corrientes de opinión simpatizantes de la revolución bolchevique que florecían en los países occidentales organizadas en círculos de supuestos intelectuales progresistas, revolucionarios de salón, que intervenían en la vida política y cultural de sus naciones jaleando sistemáticamente los logros de la revolución proletaria en Rusia. Las redes del NKVD se percataron inmediatamente de la inmensa cantera de agentes e informadores que suponían estos círculos. El espionaje soviético nunca habría podido crear la red de agentes conocida como “los cinco de Cambridge” si antes Lytton Srachey no hubiese creado el “Grupo Bloomsbury”. Este último, aparentemente defensor de un progresismo intelectual e inofensivo, creó el caldo de cultivo necesario para que los jóvenes Philby, Burgess, Blunt, Maclean y Cairncross fuesen reclutados por el NKVD y durante casi veinte años desde sus relevantes cargos en la administración británica pasasen a la Unión Soviética informaciones valiosísimas. Del mismo modo podemos afirmar que nunca los soviéticos podrían haber infiltrado tantos agentes en las altas esferas de la administración norteamericana sino hubiese existido previamente el ambiente irresponsablemente filocomunista que propició el “Nuevo Trato” rooseveltiano. Inteligentemente, los comunistas supieron aprovechar la ceguera de muchos liberales de Occidente obsesionados con la amenaza fascista para abanderar y liderar en la sombra un movimiento antifascista de amplia base social que cumplía una doble finalidad; la de empujar a las democracias burguesas hacia la confrontación con las potencias fascistas y la de desviar la atención de la opinión pública mundial de la salvaje represión que se estaba desencadenando en la Unión Soviética.[2]


[1] “Inmediatamente después de su reelección, Roosevelt descubrió que sería necesario ir más allá de las estratagemas legales que había venido utilizando para ayudar a Gran Bretaña, que necesitaba con desesperación suministros bélicos, pero se estaba quedando sin oro ni dólares.” (Maldwyn A. Jones, op. cit., p.  454).
“Los historiadores de la Segunda Guerra Mundial pasan por alto que solamente la iniciativa del presidente Franklin D. Roosevelt propició, en Mayo de 1939, el inicio de las negociaciones entre Gran Bretaña, Francia y los soviéticos, en un intento de parar la agresión de Hitler. Donald Maclean informó que Roosevelt había mandado un enviado al primer ministro Chamberlain advirtiéndole de que el dominio alemán en Europa occidental obraría en detrimento de los intereses norteamericanos y británicos. Roosevelt instó a Chamberlain a entrar en negociaciones con los aliados europeos de Gran Bretaña, incluida la Unión Soviética, para contener a Hitler. Nuestras fuentes de Inteligencia informaron de la renuente reacción británica a esta iniciativa norteamericana y de que Roosevelt tuvo que obligar al gobierno británico a iniciar negociaciones con los soviéticos sobre las medidas militares que se debían adoptar para frenar a Hitler”. (Pavel Sudoplatov y Anatoli Sudoplatov, Operaciones Especiales, Plaza & Janés, 1994, p. 138).
[2] “Sin embargo, otro objetivo del movimiento antifascista estaba íntimamente relacionado con la lógica moral de esta política ambivalente. Se trataba del espionaje. Miles de jóvenes brillantes e idealistas en las democracias liberales serían incorporados a la esfera de influencia de Stalin por medio del fervor ético de su reacción ante la amenaza nazi. Stalin podía también utilizar la cobertura moral del antifascismo para infiltrarse en los gobiernos occidentales. Algunos de estos reclutas provocarían los grandes escándalos periodísticos de los años venideros: Burgess y Maclean, Hiss y Chambers.
Tanto el “antifascismo” de 1933 como el Frente Popular encubrieron el reclutamiento de los servicios secretos. En 1939 Walter Krivitsky explicó con claridad meridiana este aspecto del Frente en su libro In Stalin’s Secret Service. Bajo al cobertura del Frente Popular, señaló que: a) el servicio secreto británico fue uno de los objetivos para el reclutamiento. Aquí es donde descubrimos fenómenos como el grupo de espías de Cambridge; b) se produjeron infiltraciones en la burocracia del New Deal en Washington...Los hechos fueron publicados, pero ignorados.
He aquí lo que escribió Krivitsky. En Gran Bretaña, “los mensajes antifascistas atrajeron a un número significativo de estudiantes, escritores y sindicalistas. Durante la tragedia española y en los días de Munich, muchos miembros de la aristocracia británica se alistaron tanto en las Brigadas Internacionales como en nuestros servicios secretos”. De este modo, la base del reclutamiento en Cambridge ya estaba consolidada doce años antes de que Burgess y Maclean tuvieran que huir. Y en Estados Unidos, el objetivo eran los jóvenes brillantes de las universidades de la Costa Este. “Con los miles de reclutas alistados bajo las banderas de la democracia, creció considerablemente la red de espionaje del partido comunista, que penetró en territorios hasta entonces vírgenes. Al ocultar cuidadosamente sus identidades, los comunistas se abrieron paso en miles de cargos importantes”.
“Desde 1939 el tiempo ha confirmado la mayoría de las aseveraciones de Krivitsky... También esbozó en términos generales pero fehacientes la penetración del aparato en el gobierno de Roosevelt...” (Stephen Koch, op. cit., p. 82 , 83 y 156).  Walter Krivitsky fue uno de los muchos judíos que ocupaban puestos de alta responsabilidad  en el NKVD. Al contrario que la mayoría de sus compañeros, desertó y denunció públicamente las tramas de infiltración comunista en occidente. Poco tiempo después fue asesinado en Nueva York por sus excompañeros del NKVD. (N. Del A.).
“En la administración de Franklin Roosevelt se creó una intensa red de espionaje comunista en diversos centros del poder norteamericano. Los principales implicados entonces, Rosenberg, Fuchs, Hiss, Lattimore... eran realmente espías al servicio de una potencia enemiga. Y la red se extendía hasta los lugares más insospechados”. (Fernando Alonso Barahona, McCarthy o la historia ignorada del cine, Ed. Criterio Libros, 2001, p. 192).
“Han surgido nuevos testimonios de las conexiones de Hiss con el espionaje militar soviético de los archivos de la policía secreta de Hungría sobre Noel Havilland Field, quien trabajaba con Hiss en el Departamento de Estado durante los años treinta y era supuestamente controlado por el mismo agente soviético.” (Pavel Sudoplatov y Anatoli Sudoplatov, op.cit., p. 289).

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