Yalta ratifica Teherán
Apenas dos meses después de la dimisión de Mikolajczyk los “tres grandes” se volvían a reunir para acabar de perfilar el mundo de la posguerra. El encuentro tuvo lugar del 4 al 11 de Febrero de 1945 en Yalta, localidad situada a orillas del Mar Negro en la península de Crimea y que tradicionalmente había sido lugar de veraneo para la familia del Zar y la aristocracia rusa.
Una vez más Polonia adquirió un protagonismo especial. Según reconoce el propio Churchill en sus memorias,
“Se habló de Polonia en siete de las ocho reuniones plenarias que se celebraron en la conferencia de Yalta y los documentos británicos contienen un intercambio sobre este tema de casi dieciocho mil palabras entre Stalin, Roosevelt y yo.
“… En realidad Polonia había sido el motivo más urgente de la conferencia de Yalta…”[1]
Los dos líderes anglosajones, que aunque nunca lo admitieron públicamente, tenían ciertos remordimientos por su cobarde política hacia esta nación, iban a realizar en Yalta un último y tímido intento para, al menos, conseguir que los soviéticos no impusieran un régimen bolchevique a los polacos.
En la primera sesión Churchill y Roosevelt, después de reafirmar su conformidad con el corrimiento de Polonia hacia el Oeste[2] tal y como ya se había acordado en Teherán, insistieron en que resultaba muy importante para ellos que la renacida nación polaca fuese “libre e independiente”. Stalin, como cabría suponer, asintió con pasmosa naturalidad. Y añadió que también la URSS quería para el futuro una Polonia libre, independiente y fuerte. El problema es que, como cualquier persona bien informada sabe, lo que los comunistas entienden por “libertad” o “independencia” suele ser bastante distinto de lo que entienden el resto de los seres humanos. Stalin dejó esto meridianamente claro ante sus apocados interlocutores cuando les informó de que los polacos de Lublin, con un enorme respaldo popular, ya se estaban encargando eficientemente de devolver a Polonia su libertad e independencia perdidas. Y, para despejar cualquier duda, añadió que los polacos obedientes al gobierno del exilio de Londres que habían organizado la Armia Krajowa no eran más que delincuentes.
Churchill, con exquisita prudencia, intervino para hacer saber a Stalin que según las informaciones que obraban en poder de los británicos, el gobierno de Lublin no representaba ni de lejos a la mayoría de los polacos y que, en consecuencia, no tenía ninguna legitimidad a la hora de ostentar la representación de Polonia.
Los dirigentes anglosajones querían asegurarse de que los polacos partidarios del gobierno en el exilio, que ciertamente eran abrumadoramente mayoritarios, no fuesen excluidos por los soviéticos del futuro gobierno de la Polonia liberada.
A la finalización de la sesión, Roosevelt propuso por escrito en una carta que entregó a Stalin, que se convocase con urgencia tanto a los dirigentes polacos de Lublin como a los de Londres para que acudiesen a Yalta y, con el arbitraje de las tres grandes potencias, llegasen a un acuerdo para la constitución de un gobierno provisional lo más representativo posible.
Al comienzo de la siguiente sesión, Stalin utilizó todo tipo de evasivas para no comprometerse con la propuesta de Roosevelt. Alegó que había recibido la carta muy tarde, hacía poco más de una hora, y que no había tenido tiempo para ponerse en contacto con los polacos de Lublin. Y sugirió pasar a tratar el asunto de las Naciones Unidas, de sus órganos y del sistema de votación. Realmente a Stalin, todo lo concerniente a este asunto le traía poco menos que sin cuidado, pero sabía perfectamente que para Roosevelt sacar adelante su invento de la ONU era poco menos que una obsesión. Así que, de forma astuta, propuso debatir en profundidad sobre el tema favorito del presidente americano para distraer la atención del asunto polaco y ganar tiempo. Conociendo la sicología de Roosevelt, Stalin y Molotov decidieron contentarle en el asunto del voto en las Naciones Unidas. Lo último que habían propuesto era que todas las repúblicas integrantes de la URSS deberían tener un voto en la Asamblea General. Sin embargo, en esta ocasión accedieron a contar con sólo dos o tres. Roosevelt, tan poco perspicaz como de costumbre, quedó deslumbrado por la “generosidad” del gesto y se deshizo en halagos hacia Molotov y Stalin. Churchill se sumó a la fiesta haciendo también público su agradecimiento.
Aprovechando la euforia del momento, Stalin retomó brevemente el espinoso asunto de Polonia. Afirmó que estaba de acuerdo con la carta de Roosevelt en lo tocante a que en un gobierno provisional debería haber, junto a los polacos de Lublin, representantes de los exiliados, pero que les había resultado imposible localizar a los representantes del gobierno de Lublin para comunicarles que debían acudir a Yalta. Como conclusión, ya no resultaba posible que éstos pudiesen llegar a tiempo a Crimea, de forma que la propuesta reunión entre los polacos de Lublin y los de Londres no iba a ser posible.
Obviamente, Stalin había vuelto a jugar a su antojo con los líderes occidentales. ¿Pudieron realmente Churchill y Stalin llegar a creer que durante veinticuatro horas los soviéticos no iban a ser capaces de localizar telefónicamente a los polacos títeres de Lublin, unos sujetos absolutamente controlados por ellos y que no se atrevían ni a ir al cuarto de baño sin su permiso? Si lo creyeron, una vez más la supuesta altura intelectual y la presunta clarividencia política de los dirigentes anglosajones queda bastante en entredicho. Pero si no lo creyeron, resulta aún peor, porque hicieron como si se lo hubiesen creído, convenciendo aún más a Stalin de que estaba tratando con dos perfectos cretinos. En cualquier caso, ninguno de los dos profirió la más mínima protesta. Ninguno se atrevió, cuando menos, a insinuar que le resultaba increíble que los soviéticos no fuesen capaces de encontrar durante un día entero a sus dóciles lacayos polacos de Lublin. Una vez más prefirieron traicionar a Polonia y pasar por estúpidos antes que indisponerse con Stalin.
La conferencia de Yalta finalizó sin que los anglosajones hubiesen alcanzado la más mínima garantía soviética de respetar el pluralismo en la Polonia de la posguerra. Si en Teherán entregaron a Stalin casi la mitad de la Polonia oriental, en Yalta le entregaron el control político de la parte restante. Habían condenado a Polonia, la nación por la que afirmaron haber ido a la guerra, a vivir durante generaciones sojuzgada por la tiranía comunista.
Roosevelt, como de costumbre, se mostró exultante ante el resultado de la conferencia que consideraba, inexplicablemente para cualquier observador imparcial, un completo éxito. Con un tono más realista, el consejero militar del presidente, almirante William Leahy, le expresó sus dudas hacia los ambiguos acuerdos alcanzados en relación con el asunto de Polonia:
“Son tan elásticos que los rusos los pueden estirar desde Yalta hasta a Washington sin romperlos desde un punto de vista técnico.”
Y, efectivamente, así era. Los soviéticos, desde luego, iban a establecer en Polonia un régimen democrático con elecciones… Iban a convertir al país en una democracia popular. Naturalmente, Roosevelt, no quiso considerar ni remotamente la posibilidad de que las palabras “democracia” y “elecciones libres”, en boca de Stalin pudiesen significar cosas muy diferentes de las que significaban para los americanos. Y ni él ni el Primer Ministro, acobardados como siempre ante la posibilidad de enfadar al líder soviético, se plantearon exigir a sus aliados bolcheviques el establecimiento de un organismo de control interaliado para supervisar el estricto cumplimiento de los compromisos adquiridos con Polonia. Uno de los consejeros de Roosevelt, Edward Stettinius[3], sugirió que en la declaración final sobre la Europa liberada se incluyese la creación de un Alto Comité Europeo encargado de supervisar su cumplimiento. Pero Roosevelt rechazó la sugerencia.[4]
De regreso a Londres, Churchill recaló en El Cairo. Allí, el 15 de Febrero afirmó:
“El pobre Neville Chamberlain pensó que podía confiar en Hitler. Se equivocó. Sin embargo, no creo que yo me equivoque con Stalin.”
Sin embargo, tan sólo dos semanas después, el 28 de Febrero, le confesó a su secretario privado John Colville:
“…no tengo la menor intención de que se me engañe en lo que a Polonia se refiere, ni siquiera aunque eso nos lleve al borde de la guerra con Rusia.”
Las dudas que asaltaban al Primer Ministro tenían mucho que ver con el debate que se había iniciado en el Parlamento el día anterior, y que duró tres días, acerca de los acuerdos de Yalta. Durante el debate parlamentario varios diputados criticaron la postura hacia Polonia adoptada por el gobierno en Yalta y mostraron su apoyo explícito a los aliados polacos del gobierno de Londres. De hecho, 25 de ellos, que no quedaron en absoluto satisfechos con las explicaciones que Churchill dio, en un gesto que les honra, llegaron a plantear una moción de censura, que fue rechazada, contra el Primer Ministro. Uno de estos diputados renunció a su escaño en señal de protesta por lo que consideraba una traición en toda regla a un fiel aliado como era Polonia.[5]
Lo que resulta evidente es que, hacia el final de la guerra, y a la vista de lo que iba a ocurrir, no sólo con Polonia, sino con la práctica totalidad de las naciones de Europa oriental, la sombra de Chamberlain y del “apaciguamiento” estaba empezando a torturar a Churchill. No porque le preocupase el futuro de estas desdichadas naciones a las que él y Roosevelt habían arrojado a los “paternales” brazos de Stalin, sino porque para su desmedido ego, resultaba altamente preocupante la posibilidad de pasar a la historia como otro “Chamberlain”. Sin embargo, la secuencia de hechos consumados que la política soviética había preparado para Europa oriental, desde luego no habría de dejar en muy buen lugar la perspicacia diplomática de Churchill en comparación con la de su predecesor.
Las noticias de lo acaecido en Yalta cayeron como una losa sobre los soldados polacos del II Cuerpo del general Anders desplegados en el teatro de operaciones italiano. Treinta oficiales y soldados se suicidaron.
El 17 de Febrero, en Caserta, Anders se entrevistó con el mariscal Alexander, comandante en jefe de las fuerzas aliadas en el Mediterráneo. Con tremenda dureza le hizo saber:
“Constantemente, la propaganda alemana ha pronosticado la venta de Polonia a Rusia. He podido refutarla con éxito, asegurando a mis hombres que era falsa y que lo podía probar. Ahora resulta cierta. ¿Qué voy a decirles?”[6]
En consecuencia, el general Anders solicitó a sus superiores británicos del 8º Ejército que le permitiesen retirar a sus hombres del frente. Sus palabras no pudieron ser más concluyentes:
“En vista del trágico comunicado sobre la última conferencia de las tres Potencias, informo que el II Cuerpo polaco no puede aceptar la decisión unilateral por la que Polonia y la nación polaca se entregan como botín a los bolcheviques. He recurrido a las autoridades aliadas para retirar las unidades del Cuerpo de los sectores de batalla. En conciencia, no puedo pedir actualmente a los soldados ningún sacrificio de su sangre.”[7]
Poco después Anders viajó a Londres a instancias del gobierno polaco para informar de la situación en la que se hallaban sus soldados. Una vez allí, Churchill lo convocó para una entrevista que tuvo lugar el 21 de Febrero, una semana antes de que el Primer Ministro tuviera que acudir al Parlamento a explicar lo acontecido en Yalta. La escena fue casi una repetición de la que había tenido lugar entre ambos seis meses antes. Cuando Anders le hizo ver el daño que había causado a sus hombres la política angloamericana con respecto a Polonia en Yalta, el primer ministro volvió a perder los papeles y de nuevo, vociferando como un energúmeno le recordó que él tenía más que suficientes hombres en armas para reemplazar al II Cuerpo polaco, que en consecuencia no necesitaba su ayuda y que podían retirarse de la lucha cuando les viniese en gana. Anders se limitó a recordarle que, desde luego, eso no era lo que decía unos años atrás cuando las cosas pintaban fatal para el imperio británico.
Al final, los ingleses retuvieron a las tropas polacas en primera línea de fuego en Italia hasta el final de la guerra y los hombres de Anders, a pesar de su decepción y de la profunda amargura que estremecía sus almas, lucharon con el mismo valor e idéntica abnegación que habían mostrado antes de ser traicionados por sus aliados, dando de esta forma una soberana lección de gallardía y entereza moral a Winston Churchill.
[1] Winston Churchill, The second World War, Triumph and Tragedy, Mariner Books, 1986, Vol. VI, pp. 319-320.
[2] Los soviéticos habían propuesto que Polonia se desplazase hacia el Oeste a costa de Alemania hasta una línea fronteriza fijada en el curso de los ríos Oder y Neisse. Como el propio Churchill reconoce, durante las sesiones de la conferencia en las que se debatió este asunto, no se usaron mapas. Esta desidia anglosajona condujo a otro problema. Existían dos ríos Neisse, uno más al Oeste que el otro. Los soviéticos se referían al Neisse occidental, mientras que los anglosajones, que no habían reparado en la existencia de este “Neisse”, entendían que la nueva frontera seguiría el curso del más oriental. Naturalmente, cuando se dieron cuenta, ya era tarde. La frontera se fijaría en la línea propuesta por Stalin y Molotov, es decir en el Oder-Neisse occidental.
[3] Edward R. Stettinius había sucedido a Hull al frente de la Secretaría de Estado en Noviembre de 1944.
[4] J.B. Duroselle, Op. Cit., p. 444.
[5] Lynne Olson y Stanley Cloud, Op. Cit, pp. 377-382.
[6] Wladyslaw Anders, Op. Cit., p. 352.
[7] Wladyslaw Anders, Op. Cit., p. 349.
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