“Porque Yahvé, tu Dios, te bendecirá, como él te lo ha dicho, y prestarás a muchos pueblos y no tendrás que tomar prestado de nadie; dominarás a muchas naciones y ellas no te dominarán a ti.” (Deuteronomio, 15, 6)
“… en la casi totalidad de los judíos el deseo de enriquecerse se convertía en meta esencial de su existencia y en radical diana de sus actos todos. Esa hipertrofia de su apetito de riqueza se producía a costa de la depresión de todas las otras posibles proyecciones de su alma”
Claudio Sánchez- Albornoz[1]
La descomposición del poder romano dejaba a las numerosas comunidades judías europeas a merced de las diferentes autoridades locales que los germanos fueron constituyendo a su paso; reinos, marcas, ducados, condados, cada uno de ellos con un señor al frente que ejercía un poder casi total sobre sus súbditos. Acostumbrados como estaban desde hacía siglos a sobrevivir enquistados entre otros pueblos en todo tipo de circunstancias, los judíos se acercaron a los señores feudales y a los reyes para ofrecerles sus servicios y gozar de su protección.
Los nuevos amos se enfrentaban a la necesidad de recomponer una administración eficaz en el caos surgido tras la caída de la autoridad imperial. Muy concretamente necesitaban dinero para levantar mesnadas, erigir fortalezas para defender su territorio y mantener un nivel de riqueza apropiado para su corte. La función pública más urgente que había que implementar eficazmente era la recaudación de impuestos. Por otra parte, la descomposición del orbe romano y la fragmentación del Imperio acarrearon la interrupción de gran parte del tráfico mercantil, al desaparecer muchas de las redes comerciales que atravesaban el Imperio y lo unían. Sin embargo, las redes comerciales de los judíos, basadas en sus particulares relaciones de confianza, desafiaban cualquier convulsión. En esta coyuntura, los gobernantes de los nuevos entes territoriales, comenzaron a apreciar la aportación que los judíos podían prestar en el terreno de la economía.
Las relaciones entre la nobleza y los judíos durante la Edad Media se establecieron en base a un arreglo muy particular. Los reyes y los señores protegían a los judíos de su territorio como un bien de su exclusiva propiedad y a cambio les permitían dedicarse a lucrativos negocios, como la recaudación de tributos y la usura.
No obstante, estas relaciones variaron mucho de una zona a otra y de un período a otro. En general, durante los primeros momentos del establecimiento de las monarquías germánicas en Occidente a los judíos, como ya vimos, se les aplicaba la legislación romana del Código de Teodosio. Esto significaba que eran tolerados, pero considerados ciudadanos de segunda, con limitaciones en el ejercicio de ciertas actividades y restricciones en sus relaciones con la población cristiana. En la práctica, el rigor en la aplicación de estos preceptos variaba mucho dependiendo del lugar y del momento. Pero, resultaba evidente que para los judíos, la situación había empeorado. Antes de que las autoridades romanas impusiesen leyes destinadas a limitar las actividades que los judíos podían ejercer y el tipo de relaciones que podían mantener con los cristianos, habían sido los rabinos los que habían establecido en sus códigos halájicos preceptos segregacionistas destinados a evitar la contaminación que para los judíos suponían unas relaciones de igualdad con los gentiles. Las autoridades religiosas judías habían dejado muy claro que el gentil no debía ser más que un instrumento de enriquecimiento para el judío. Sin embargo, al ser ellos quienes imponían estas normas racistas, también ellos eran libres de establecer las excepciones que les resultasen en cada momento y lugar más convenientes para sacar el máximo provecho de sus relaciones con los gentiles. Lo significativo de la nueva situación no era, como dicen con hipocresía los historiadores judíos y filojudíos, la discriminación y las limitaciones que las leyes cristianas aplicaban a los judíos, sino que ahora, esta política de segregación les venía impuesta por los gentiles y no podían, en principio, aplicarla ellos a su conveniencia, como hasta entonces habían venido haciendo. Por ejemplo, las autoridades rabínicas, mucho antes de que los cristianos existiesen como una religión organizada, prohibían a los judíos casarse con gentiles, comer con gentiles, trabajar a sueldo de gentiles, contratar a gentiles para servir en sus hogares (sobre todo en las cocinas), etc. Las prohibiciones que estableció la Iglesia más tarde, no eran más que la justa contrapartida. Salvo que nos parezca natural que los códigos halájicos prohibiesen a los judíos trabajar a sueldo de un cristiano en una plantación o en un taller y nos parezca abominable que la Iglesia prohibiese a los cristianos trabajar en una explotación agrícola al servicio de un judío. Si embargo, los historiadores que se han ocupado hasta la fecha de estudiar la historia del pueblo judío han hecho sistemáticamente esto: ignorar y ocultar a sus lectores las leyes segregacionistas que regían entre los judíos y denunciar su contrapartida cristiana como un abuso inconcebible y una muestra de intolerancia reprobable.
En España, a finales del siglo VI, bajo el reinado de Recaredo, los visigodos abandonaron la herejía arriana y se convirtieron a la ortodoxia cristiano-romana. La situación para los judíos de la España goda empeoró con este cambio que les impuso más limitaciones y restringió aún más algunos de sus derechos.
En general, el siglo VII fue una época dura para los judíos. Tanto en los territorios dominados por el imperio bizantino como en el occidente dominado por los reinos germánicos se impusieron cada vez mayores restricciones a las comunidades judías y se comenzó a impulsar la política de conversión o expulsión. Así lo hicieron los francos merovingios, los burgundios, los lombardos y los visigodos. Sin embargo, estas políticas se aplicaban con éxito desigual. La administración de estos reinos era aún muy ineficaz lo que permitía a muchos nobles ignorar estas disposiciones y proteger a sus judíos.
Volviendo a España, la situación de los judíos dio un giro radical cuando, a comienzos del siglo VIII y en medio de las disputas internas de la monarquía visigoda, un ejército musulmán desembarcó en la península y derrotó a las fuerzas del rey Don Rodrigo. Es muy probable que hasta ese fatídico año de 711 los judíos peninsulares fueran relativamente pocos. Muy probablemente nunca fueron demasiados, tal y como ocurría en Francia por la época. Y de estos pocos, durante el siglo anterior muchos de ellos ya habían emigrado en busca de lugares en los que las condiciones para los hebreos fuesen más benévolas, práctica habitual en los judíos de la Diáspora incluso en nuestros días. En concreto, muchos de ellos se habían establecido en el Norte de África. Y muchos de éstos regresaron en el año 711 alistados en las fuerzas musulmano- bereberes invasoras. La entusiasta colaboración de los judíos hispanos con las huestes africanas de Tariq es algo conocido y admitido por todos los historiadores. Los judíos apoyaban a los invasores, les facilitaban información vital para la conquista de ciudades y cuando éstas caían, se ofrecían gustosamente para servir en las guarniciones que debían custodiarlas. De esta forma los invasores podían seguir avanzando sin temor a perder lo conquistado.
La realidad que últimamente se va abriendo camino en el terreno historiográfico no contradice esta versión, pero la corrige en un aspecto fundamental. Cuando los primeros musulmanes se expandieron desde Egipto hacia el Oeste por el Norte de África, se encontraron con algunas tribus judías fuertemente organizadas. En Túnez, Argelia y Marruecos, existían poderosos focos de judaísmo que se habían extendido a la población bereber. Inicialmente, algunas de estas tribus, como la de la reina Kahina, en Argelia, opusieron inicialmente cierta resistencia a la expansión islámica a principios del siglo VIII. Naturalmente acabaron aceptando la dominación árabe y, si bien muchos de ellos efectuaron conversiones más o menos dudosas al Islam, muchos otros siguieron practicando abiertamente su religión y colaborando con los nuevos amos de la región. Este importantísimo foco de judaísmo, en el que militaban sin duda muchos judíos emigrados de la España visigoda, nunca perdió la esperanza de cruzar de nuevo el Estrecho. Ahora la posibilidad, no sólo de regresar sino también de vengarse del odiado reino hispano, se veía próxima. Con entusiasmo, los judíos norteafricanos se alistaron en las fuerzas de Tariq y en el 711 invadieron el reino cristiano de Don Rodrigo. Resulta interesante la exposición de Jacques Attali:
“En Túnez, donde hay judíos que residen desde mucho antes de la conquista árabe, las tropas musulmanas tropiezan a veces con tribus judías, como la de los Ubaid Alá, instalada en la isla de Djerba. En Argelia, una mujer, Dihya, llamada la Kahina , combate a los árabes en 703 junto a judíos y bereberes judaizados. Los conquistadores musulmanes encuentran comunidades judías, comerciantes y agrícolas, en Constantina, fez, Marrakesh. […] Continuando su avance, las tropas árabes desembarcan en España, de donde los visigodos acaban de echar a los últimos bizantinos; los judíos los reciben como libertadores. Con su ayuda las tropas musulmanas vencen al rey Roderico en Julio de 711 y rápidamente conquistan toda la península.”[2]
Resulta difícil creer que la ayuda de los judíos locales pudiese resultar importante en la derrota de Don Rodrigo frente al caudillo Tariq. Es seguro que éstos eran muy pocos y que, habiendo sido reducidos a la condición de parias por la legislación visigoda, su capacidad para influir en el resultado de la conquista fuese nula. Sin embargo, la afirmación de la trascendencia de la aportación judía a la derrota de la monarquía hispano-goda cobra credibilidad si se refiere a la participación de un fuerte contingente de guerreros de origen judío entre las tropas invasoras[3]. Y también contribuye a explicar el entusiasmo con el que éstas eran recibidas por los depauperados judíos hispanos en su avance imparable por la península. Para ellos los ejércitos musulmanes no eran sólo unas tropas extranjeras que aniquilaban a los odiados cristianos, eran más que eso, pues muchos correligionarios suyos marchaban con estas huestes. De otra forma resultaría difícil explicar cómo fue posible que tan sólo siete años después de la invasión, en el 718, un caudillo judío-bereber, Qaula Al-Yahudi se levantase con un poderoso ejército contra sus aliados árabes cuando éstos decidieron imponer un impuesto de capitación a las comunidades judías hispanas. Resulta evidente que Al-Yahudi no levantó un ejército de la nada, sino que se rebeló alzando a las mismas tropas invasoras judeo-bereberes con las que había cruzado el estrecho en el 711[4].
Entendiendo que los invasores procedentes de África no eran sólo árabes y bereberes, sino también judíos, es más fácil entender por qué la población hebrea española en la Edad Media fue tan numerosa en comparación con la francesa, la alemana o la italiana.
El comienzo de la dominación musulmana de España supuso para los judíos una edad dorada. Entre los invasores, como ya vimos, había muchos judíos africanos. Para los conquistadores musulmanes estos judíos eran, a todos los efectos, aliados. Y, por su parte, los judíos hispanos que encontraron en la península se mostraron como valiosos quintacolumnistas. En las ciudades conquistadas se establecieron nuevas juderías y allí donde ya existían aumentaron en tamaño y peso económico y social. Con la expansión del musulmana la unidad cristiana se quebró y el mundo conocido se dividió en dos grandes bloques enfrentados. El Islam yla Cristiandad tenían vocación universal y estaban condenados a chocar. Esta fractura creo dos mundos separados por un abismo cultural. Como consecuencia de ello, el comercio entre Oriente y Occidente disminuyó de forma radical. Sin embargo, los judíos, desparramados por todos los confines no formaban parte de ninguno de estos bloques. Desde la lejana Persia hasta el Occidente hispano, pasando por el Norte de África, el valle del Rin, Anatolia y Siria, Grecia, Francia e Italia, los judíos seguían viviendo encerrados en sus comunidades, regidos por sus leyes religiosas y amasando fortunas a costa de sus vecinos gentiles, ya fueron éstos cristianos o sarracenos. La fortuna de estas comunidades dependía de los caprichos del poder político de cada lugar y de cada momento. En Francia, con la dinastía carolingia la situación de los judíos mejoró notablemente con respecto a la que había en la época Merovingia. En el oriente dominado por Bizancio, en cambio, no les iba tan bien. Cada vez sufrían más presión para la conversión y las explosiones de ira popular eran cada vez más frecuentes. A pesar de este panorama tan inestable, los judíos sobrevivían desplazándose siempre en busca de los territorios que les ofreciesen condiciones más favorables. Es seguro que muchos judíos llegaron a España durante los primeros tres siglos de dominación musulmana atraídos por los ecos de la prosperidad de las comunidades hebreas de Al Andalus. De este modo la población judía de España seguía creciendo de forma desorbitada y repartida de forma muy desigual entre los reinos pobres del Norte cristiano, en general poco atractivos para los judíos y los florecientes territorios del Sur musulmán.
El comienzo de la dominación musulmana de España supuso para los judíos una edad dorada. Entre los invasores, como ya vimos, había muchos judíos africanos. Para los conquistadores musulmanes estos judíos eran, a todos los efectos, aliados. Y, por su parte, los judíos hispanos que encontraron en la península se mostraron como valiosos quintacolumnistas. En las ciudades conquistadas se establecieron nuevas juderías y allí donde ya existían aumentaron en tamaño y peso económico y social. Con la expansión del musulmana la unidad cristiana se quebró y el mundo conocido se dividió en dos grandes bloques enfrentados. El Islam y
[1] Claudio Sánchez-Albornoz, España, un enigma histórico, Edhasa, 2000, p. 941.
[2] Jacques Attali, op. cit. pp. 133-134.
[3] Este extremo lo confirma también Abraham Laredo, autor judío radicado en Tánger en su obra los orígenes de los judíos de Marruecos, editado en 2007 por Hebraica Ediciones.
El historiador israelí Abba Eban en su obra Mi pueblo: la historia de los judíos, afirma con rotundidad que muchos judíos emigrados de España por las persecuciones visigodas regresaron en el 711 integrados en las fuerzas invasoras de Tariq.
Recientemente, el historiador Israelí Shlomo Sand, de la Universidad de Tel Aviv, ha publicado un libro muy interesante titulado “Cuándo y cómo se inventó el pueblo judío”. El profesor Sand afirma que Tariq, cuyo nombre completo era Tariq Ben Yaqub Ben Shimon, el conquistador musulmán de España, pertenecía a la tribu judía de la legendaria reina Kahina y que a buen seguro fue un guerrero de esta tribu que se convirtió más adelante al Islam. También se muestra convencido de que una buena parte del ejército invasor estaba integrada por judíos.
[4] “En el mes de Julio del año 711 suena la hora final para el reino de los visigodos. En la llanura de Jerez de la Frontera es destruido el ejército visigodo por las bandas de árabes y bereberes que llegan desde el Norte de África acaudilladas por Tarik y en cuyas filas luchan también bandas judías dirigidas por Kaulan al Jahudi.” Werner Keller, Historia del pueblo judío. Desde la destrucción del Templo al nuevo Estado de Israel, Ediciones Omega, 1987, p. 157.
“Es probabble que, ante esta situación, los judíos propiciasen la invasión de los musulmanes que se extendían por el Norte de África y otorgaban libertad a los judíos para practicar su religión. Akhbar Machmúa, en su crónica de la invasión de 711, recoge la presencia de tropas judías bajo el mando de Kaula al-Yahudi, muerto en el año 718, y asegura que se constituyeron guarniciones israelitas en Granada, Córdoba, Sevilla y Toledo, las cuales facilitaron los movimientos del invasor.” Pere Bonnín, Sangre judía. Españoles de ascendencia hebrea y antisemitismo cristiano. Flor del Viento, 1998, p. 120.
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