lunes, 11 de abril de 2011

POLONIA TRAICIONADA. Cómo Churchill y Roosevelt entregaron Polonia a Stalin (XVIII). Jorge Álvarez.

Molotov deja en evidencia a Churchill



Del 12 al 16 de Septiembre de 1944, los dos dirigentes anglosajones se reunieron de nuevo. La conferencia tuvo lugar una vez más en Quebec (nombre en clave “Octagon”). En su transcurso se tomaron algunas decisiones sobre el futuro de Alemania, en base al plan presentado por Henry Morgenthau, secretario de Hacienda de Roosevelt. Pero, lo que ocurrió con el “Plan Morgenthau” cae fuera del objeto del presente estudio. Sin embargo, por lo que respecta a Polonia, resultó llamativo que el asunto prácticamente ni se plantease. Y ello a pesar de que, mientras tenían lugar las sesiones, los alemanes estaban literalmente aplastando bajo los escombros a los últimos resistentes del Armia Krajowa y el Ejército Rojo seguía sentado a las puertas de Varsovia contemplando el espectáculo pasivamente. Siguiendo una vez más a Laurence Rees:

“La trascendencia de aquel encuentro radica, en un principio, en algo que no llegó a discutirse con pormenor. Pese a que los insurgentes varsovianos seguían combatiendo y pidiendo a gritos ayuda con más intensidad, el destino de Polonia y las intenciones que abrigaba Stalin respecto del futuro de la nación no se encontraban entre los puntos más relevantes de las conversaciones. Roosevelt, como de costumbre, había optado por abordar tan desagradable realidad política haciendo caso omiso de ella. La lucha que mantenía el Armia Krajowa en el interior de Varsovia, como la muerte de los polacos en el bosque de Katyn, no pasaba de ser un borrón, inoportuno y, sin duda, lamentable, echado en el vasto lienzo del conflicto; y él era un hombre de altas miras, poco dispuesto a detenerse en insignificancias.”[1]

El 9 de Octubre de 1944 Churchill, acompañado de Eden, volvió a Moscú para despachar con Stalin[2] los asuntos relativos a la configuración de Europa para después de la guerra. Como Polonia era un asunto espinoso que había que zanjar de una vez, el Primer Ministro consiguió convencer a Mikolajczyk de que debía viajar a Moscú. Churchill no pretendía hacer de valedor del presidente del gobierno polaco ante Stalin, más bien al contrario, lo que pretendía era llevarlo a una encerrona ante los soviéticos en el Kremlin para que no tuviese más remedio que manifestar públicamente que su gobierno aceptaba la entrega de la Polonia oriental a la URSS. De esta forma Churchill podría presentarse ante la opinión pública limpio de polvo y paja, pues al ser los propios polacos quienes accedían a los cambios que él y Roosevelt habían pactado en secreto en Teherán, la jugada quedaba formalmente legitimada. Ya nadie podría acusarle de haber hecho con los polacos en Teherán lo mismo que había hecho Chamberlain con los checos en Munich. Una actitud que él mismo había censurado acaloradamente a finales de 1939. Que la intención de Churchill era la descrita, lo corrobora Laurence Rees:

“Churchill preguntó a Stalin si no estimaba meritorio haber conseguido que los polacos de Londres acudieran a Moscú, puesto que los tenía ya “subidos a un aeroplano y amarrados”. Una vez en el Kremlin, “estando de acuerdo británicos y rusos”, se verían “obligados a avenirse”.[3]

Antes de entrar directamente en el tema polaco con la asistencia de Mikolajczyk, Stalin y Churchill hablaron sobre el futuro de las demás naciones del este de Europa y los Balcanes.

Con un insultante desprecio hacia todos los principios por los que la propaganda aliada decía luchar, los dos dirigentes acordaron repartirse Europa oriental en esferas de influencia sin contar para nada con la opinión de las naciones que se iban a ver implicadas. Churchill entregó a Stalin un papel con unas anotaciones a mano en las que se especificaba porcentualmente el nivel de influencia que la URSS y los aliados occidentales tendrían en cada uno de los países del este una vez finalizada la guerra. La propuesta de Churchill era:

Rumania: 90 por ciento para Rusia y 10 para “el resto”
Grecia: 90 por ciento para Gran Bretaña (con los Estados Unidos) y 10 para Rusia.
Yugoslavia: repartida al 50 por ciento.
Hungría: repartida al 50 por ciento.
Bulgaria: 75 por ciento para Rusia, 25 por ciento para “el resto”.

Stalin corrigió los porcentajes de Bulgaria a su favor, 90 por ciento para Rusia y 10 para “el resto”.

De una forma así de sencilla e inmoral se decidió que decenas de millones de europeos quedarían después de la guerra atrapados tras el Telón de Acero.
Era la segunda vez en tan sólo cinco años que la Unión Soviética se prestaba a un juego de este tipo. En 1939 se había repartido con la Alemania de Hitler el control de unos cuantos territorios del este de Europa. En 1944 volvía a hacer lo mismo, pero esta vez, con idéntico cinismo y desprecio por la libertad de los pueblos, eran las democracias anglosajonas las que se repartían el control de Europa oriental con los rusos.

Conviene observar en este pintoresco documento la ausencia de Polonia. Parece evidente que, aunque fue redactado con cierta precipitación, el Primer Ministro no se había olvidado de ella cuando garabateó estas notas para Stalin. La omisión se debe a que Churchill había decidido cambiar Polonia por Grecia y como el caso polaco iba a ser tratado de forma exclusiva con el presidente Mikolajczyk unos días después delante de Stalin y Molotov, no convenía incluir a Polonia en el acuerdo de porcentajes.

Efectivamente, cuatro días después, tuvo lugar la reunión entre los soviéticos, Stalin y Molotov, con Mikolajczyk a quien acompañaban el ministro de Asuntos Exteriores Tadeusz Romer y el presidente del Consejo Nacional Stanislaw Grabski. Churchill y Eden también estuvieron presentes. El Primer Ministro instó al presidente polaco a aceptar con generosidad la propuesta soviética, pues de esta forma sería posible crear a la finalización de la guerra una Polonia libre, soberana y “amiga” de Rusia y le comunicó que el gobierno británico estaba básicamente de acuerdo con la reordenación de las fronteras orientales polacas que proponía la URSS.

Mikolajczyk insistió en la que era la posición diplomática de los polacos desde el inicio de la crisis y que se correspondía con todas las manifestaciones y declaraciones públicas que sobre el asunto de las modificaciones territoriales habían hecho los dos líderes anglosajones. A saber, que no se podían admitir pactos secretos durante la guerra, ni la creación de esferas de influencia, ni la modificación de las fronteras, ni cambios políticos, sin esperar al final de las hostilidades y sin el consentimiento de las poblaciones afectadas. Estas ideas, además de consagradas en la Carta Atlántica, habían sido repetidas en incontables ocasiones en conversaciones con dirigentes políticos y militares, discursos públicos y declaraciones de prensa, sobre todo por Franklin D. Roosevelt. El presidente americano era un ferviente admirador y un entusiasta continuador de la diplomacia wilsoniana que se declaraba enemiga de la tradicional diplomacia europea basada en la realpolitik y que condenaba los pactos secretos y los repartos de poder y esferas de influencia entre las grandes potencias a costa de las pequeñas naciones y a sus espaldas.

Molotov, cansado de tantos rodeos para que los polacos de Londres aceptasen algo que era un hecho consumado y haciendo gala de la habitual brutalidad de los bolcheviques, irrumpió en la conversación para recordar a los presentes que hacía ya casi un año en Teherán los dirigentes anglosajones habían aceptado la Línea Curzon como frontera entre Polonia y la URSS.

“De improviso terció Molotov, el cual recordó a los presentes “que en la conferencia de Teherán, Roosevelt había aceptado plenamente la Línea Curzon como nueva frontera entre Polonia y la URSS, pero que el presidente había rogado que por el momento se mantuviese en secreto el acuerdo en cuestión.” Molotov desafió a Churchill y Harriman a que le desmintiesen, y añadió: “Tengo la impresión de que Mikolajczyk no está enterado de esto.” En la sala se hizo un profundo silencio. La verdad quedaba aclarada. Nadie desmintió al ministro soviético.”[4]

Para Mikolajczyk, de repente, el mundo se acabó de desmoronar. Él y su gobierno ya sabían que los británicos estaban de acuerdo en que debían aceptar las exigencias soviéticas acerca de las fronteras, pero hasta este fatídico momento habían permanecido en la ignorancia de que los gobiernos de Gran Bretaña y los Estados Unidos se habían comprometido con Stalin a darlas por buenas en secreto, sin contar con el gobierno polaco. Hasta esa fecha, los polacos creían que, si bien los británicos se habían vuelto más favorables a los rusos,   Roosevelt en cambio les apoyaba. Enterarse de forma tan brusca de que sus aliados los habían traicionado abiertamente hacía ya más de un año y de que les habían estado mintiendo durante todo ese tiempo prometiéndoles, como había dicho Churchill al general Anders hacía tan solo unos meses, que “nunca abandonarían a Polonia”, resultó un golpe imposible de digerir. Habían sido traicionados y engañados. ¿Qué alternativa les quedaba? En 1939, espoleados por el apoyo diplomático anglo francés, habían decidido luchar, para contemplar luego cómo la ayuda prometida por sus “protectores” nunca llegaba. Ahora volvían a estar abandonados y no tenían absolutamente a nadie de su parte.

Siendo esto duro, lo peor estaba por llegar. Al día siguiente la delegación polaca acudió a instancias de Churchill al palacete en el que se alojaban los británicos. La bronca que los atribulados polacos recibieron del Primer Ministro fue monumental. Churchill les instó una vez más a que aceptasen formalmente la cesión a la Unión Soviética de los territorios polacos situados al este de la Línea Curzon. Naturalmente Mikolajczyk se negó. Sencillamente él no podía ceder casi la mitad de su patria a otra nación; hacer algo semejante le convertiría a los ojos de sus compatriotas en un traidor. Y así se lo explicó al líder británico.

Churchill se mostró nervioso y por momentos colérico. Llamó a Mikolajczyk irrazonable, loco de remate y le acusó de querer provocar otra guerra en la que morirían veinticinco millones de personas más. Amenazó a los polacos con la aniquilación a manos de los rusos si no aceptaban sus exigencias y remató la faena advirtiéndole de que los aliados anglosajones estaban perdiendo ya la paciencia con el gobierno polaco. Cuando Mikolajczyk le dijo que los aliados habían sellado el destino de Polonia en Teherán sin contar con los polacos, Churchill le respondió que en Teherán realmente lo habían salvado. Y les advirtió de que si aceptaban las nuevas fronteras, cuando él y sus colegas regresasen a su país podrían tener la oportunidad de de colaborar en la administración y gobierno de Polonia, pero que, si en cambio las rechazaban, serían barridos e incluso liquidados.[5]

Resulta sorprendente que los británicos, que en 1939 azuzaron irresponsablemente a los polacos a no ceder a las presiones de Hitler y a rechazar cualquier posibilidad de entregar una ciudad como Danzig, que además era indiscutiblemente alemana, ahora en cambio, tan sólo cuatro años después, les amenazaban para que conviniesen en entregar a Stalin la mitad de su patria.

Los polacos se retiraron a su alojamiento para deliberar. A las tres de la tarde regresaron y Mikolajczyk comunicó a un exasperado Churchill la rotunda negativa de su gobierno a ceder ante las exigencias soviéticas.

El Primer Ministro no reprimió su cólera. El relato que hace Laurence Rees del momento es definitivo:

Churchill, deshaciéndose en improperios, acusó al gobierno polaco en el exilio de estar conformado por “gentes insensibles dispuestas a hundir Europa.” Asimismo, aseguró: “(Si los polacos) quieren conquistar Rusia, dejaremos que lo hagan. Tengo la impresión de estar en un manicomio. No sé si el gobierno británico querrá seguir reconociendo su estado.” Al cabo, puso fin al encuentro con un comentario tan amargo como incierto – cosa que no debía de ignorar -: “¿Cuál a sido su contribución a la campaña bélica de los Aliados en esta guerra? ¿De qué modo han arrimado el hombro? Pueden retirar sus divisiones si les place. Son ustedes totalmente incapaces de hacer frente a los hechos. ¡No he visto una gente así en todos los días de mi vida!.”[6]

Poco después, Mikolajczyk, que todavía no había acabado de encajar el abandono por parte de Roosevelt, expresó su malestar en una carta al embajador norteamericano en Londres. En ella expresaba la consternación que a él y a sus ministros les había causado la afirmación efectuada por Molotov de que en Teherán los aliados habían aceptado la Línea Curzon como futura frontera polaca.

Sin embargo, en ese momento, la única preocupación que rondaba la cabeza de Roosevelt acerca de la cuestión polaca,  la posible reacción hostil de los votantes polaco-americanos, había desaparecido. Ya era Noviembre y acababa de ser reelegido. Así pues, Mikolajczyk, una vez más, no recibió ninguna explicación del mandatario norteamericano.

No obstante, las ignominiosas presiones de Churchill, si bien no hacían mella en la firme voluntad de la inmensa mayoría de los polacos libres, comenzaban a afectar a Mikolajczyk.


[1] Laurence Rees, Op. Cit., p. 352.
[2] No deja de resultar curioso el hecho de que Churchill parecía tener muy asumido el papel de ser el más pequeño de los “tres grandes”. Resulta evidente si reparamos en los encuentros que éstos mantuvieron, a dos o tres bandas, durante el conflicto. Cada vez que él y Roosevelt acordaron reunirse, fue el británico, que además era el más viejo de los tres, quien hubo de cruzar el Atlántico para acudir a Canadá (Terranova, Agosto de 1941, Quebec, Agosto de 1943 y Septiembre de 1944) o a los Estados Unidos (Washington, Diciembre de 1941, Junio de 1942 y mayo de 1943). Cuando se trató de entrevistarse con Stalin ocurrió lo mismo, el primer Ministro era quien se desplazaba (Moscú, Agosto de 1942, Octubre de 1944). Y, también tuvo que viajar para las tres conferencias a tres bandas (Teherán, Noviembre de 1943, Yalta, Febrero de 1945 y Potsdam, Julio de 1945). Y tan sólo con ocasión de la conferencia de Casablanca Roosevelt se movió de América para ver a Churchill (y lo hizo únicamente  porque uno de los objetivos básicos del encuentro era reunirse con los generales franceses que podían unir a las tropas de las colonias africanas, que hasta entonces habían permanecido leales a Petain, en la lucha contra Alemania). Obviamente, el que nunca se desplazó fue Stalin, a quien los dirigentes anglosajones debían acudir a visitar a la Unión Soviética o a territorios colindantes y bien controlados como Teherán.
[3] Laurence Rees, Op. Cit., p. 360.
[4] John T. Flynn, Op. Cit., p.339.
[5] David Irving, Op. Cit., p. 157.
[6]Laurence Rees, Op. Cit., pp. 369-370-

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