A la guerra por la puerta de atrás
Poco a poco los Estados Unidos se fueron involucrando de una forma cada vez más peligrosa en el conflicto que por entonces era sólo europeo. El gobierno norteamericano se dedicaba a violar sistemáticamente todas las normas del Derecho Internacional interviniendo decisivamente en una guerra a favor de un bando aprovechándose de un estatus de neutralidad. Sin contar con la aprobación del Congreso decidió que la marina norteamericana patrullase el Atlántico Occidental y comunicase a los británicos cualquier avistamiento de aviones o submarinos alemanes. Meses después, en Septiembre de 1941 ordenó sin más a los buques americanos disparar a la vista de cualquier submarino alemán que encontraran en su camino hasta la altura de Islandia. [1] La intención de Roosevelt era evidente. Durante la Primera Guerra Mundial había sido vicesecretario de la Armada en el gobierno Wilson y había participado en el plan de provocación a los submarinos alemanes para forzar un “casus belli” apropiado. Ahora estaba decidido a desatar una guerra de nervios en el Atlántico a la espera de que algún U-Boot alemán provocase un incidente lo suficientemente grave para arrastrar al aún aislacionista pueblo americano hacia la guerra. Los comandantes de los submarinos alemanes vivían una situación surrealista que les situaba como blancos de un enemigo al que no podían responder porque teóricamente era neutral. Cualquiera puede imaginarse la frustración que podían sentir los comandantes de los submarinos alemanes que eran atacados con cargas de profundidad por destructores americanos sin poder defenderse. Mientras el gobierno americano hacía una utilización fraudulenta de su aparente neutralidad violando el Derecho Internacional, el alto mando de la Armada alemana, siguiendo instrucciones del cuartel general del Führer, ordenaba a todos sus submarinos que se abstuviesen de responder al fuego de los buques americanos. Este juego de nervios iba a durar más de lo que Roosevelt suponía pues, salvo en algún caso aislado, los submarinos alemanes no mordieron el anzuelo. Pero a Roosevelt le quedaba aún otra carta oculta en la manga. Él y su camarilla llevaban tiempo estudiando un plan para entrar en la guerra contra el Eje por la puerta de atrás. Este plan pasaba por ahogar al Imperio Japonés económicamente hasta forzarle a cometer alguna imprudencia. El cinismo con el que el gabinete Roosevelt abordó esta conspiración raya en lo inaudito y es digno de ser analizado con cierta extensión.
A mediados del siglo XIX, seis años antes de que en Estados Unidos diese comienzo la Guerra de Secesión en la que Lincoln impidió por la fuerza que trece Estados del Sur ejercitasen su derecho a la independencia, una escuadra de guerra norteamericana al mando del comodoro Perry violó las aguas japonesas y penetró desafiante en la bahía de Tokio. Por aquellas fechas Japón vivía aislado del mundo bajo un gobierno de tipo feudal. La demostración de fuerza de la armada yanqui consiguió su objetivo. Sacar a Japón de su voluntario aislamiento y obligarle a conceder a empresas norteamericanas ventajosas concesiones comerciales. De esta forma se incorporó Japón a la modernidad. Cuando en 1942, un ejército nipón de apenas 40.000 hombres sitió y derrotó a los casi 100.000 hombres de que disponía MacArthur para la defensa de Filipinas, muchos norteamericanos a buen seguro se debieron de haber acordado de la señora madre del comodoro Perry (por cierto, este ridículo sin paliativos de las fuerzas yanquis debe de ser el único caso en la Historia militar en el que los sitiados son más del doble que los sitiadores, y encima, son derrotados abrumadoramente).
A principios del siglo XX, escasamente 50 años después de la “visita” de Perry, Japón se había modernizado notablemente y era ya una potencia industrial en la zona. Hasta mediados de los años treinta el país del Sol Naciente se mantuvo en buenas relaciones con las potencias anglosajonas y durante la Primera Guerra Mundial formó junto al bando aliado, lo cual le permitió controlar las concesiones que hasta entonces Alemania mantenía en China. Es por entonces cuando Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia empezaron a pensar si no habrían alimentado a un serio competidor que podría poner en peligro su hegemonía en la zona. Debemos recordar, antes de caer en la fácil tentación de pensar en Japón como una potencia agresiva y una amenaza para la paz en Asia tal y como la presentaron los aliados en su propaganda, que casi todo el Sudeste Asiático, en los años treinta, estaba controlado por potencias coloniales occidentales: Holanda, dominaba la gigantesca extensión de las Indias Holandesas, Francia ocupaba, además de numerosas islas en al Pacífico Sur, toda la península de Indochina (Viet Nam, Laos y Camboya), Estados Unidos controlaba Hawai, Midway, Wake, entre otras islas y ocupaba el archipiélago filipino y Gran Bretaña dominaba Shangai, Hong Kong, Singapur, Malasia y la India eso sin contar con Australia y Nueva Zelanda, que eran territorios semidependientes de la corona británica. Así pues, cuando Japón se encontró con la necesidad de conseguir mercados donde obtener las materias primas para hacer funcionar su industria y los alimentos para una población que había crecido extraordinariamente y ya casi se hacinaba en la reducida extensión del archipiélago nipón, se encontró con que la práctica totalidad de los recursos naturales del Extremo Oriente estaban destinados a satisfacer las necesidades económicas de las potencias coloniales occidentales[2]. A mediados de los años veinte Japón consideraba un agravio comparativo que sus sesenta millones de habitantes tuvieran que conformarse con los 368.480 kilómetros cuadrados de su archipiélago mientras Gran Bretaña y Francia, con una población menor disponían de unos imperios de más de ocho millones de kilómetros cuadrados cada una. Cuando británicos y norteamericanos se percataron de que Japón ponía sus ojos en Manchuria (uno de los pocos lugares de Asia que ellos no habían ocupado por entonces), con la hipocresía y la arrogancia que les caracteriza, decidieron que era hora de frenar la expansión de Japón (como el lector se habrá dado cuenta, parece ser que nunca llega la hora de frenar la expansión anglosajona). El detonante fue la ocupación militar japonesa de Manchuria. La mayoría de los libros de Historia insisten todavía en presentar este hecho como una agresión atroz e insólita en la línea en que describen también la invasión de Etiopía por las tropas de Mussolini. Para comprender los hechos, sin embargo, conviene analizar las circunstancias. La situación en que se encontraba Japón era, como vimos delicada y ello en gran medida porque la rapiña imperialista occidental le dejaba pocas salidas prudentes. No debemos olvidar que a comienzos de los años treinta Japón era una nación emergente que reclamaba un trato igualitario a las arrogantes potencias occidentales, ni más ni menos. Como toda nación que sale de su aislamiento y se convierte rápidamente en una potencia, comenzó a sentir una vocación imperial ante el seductor ejemplo que le brindaban las muy democráticas naciones de Occidente. La opinión pública japonesa empezó a mostrar incomprensión e impaciencia ante la negativa de los acaparadores hombres blancos que le negaban al pueblo japonés un lugar bajo el Sol. A fin de cuentas, los japoneses no pretendían otra cosa que el reconocimiento por parte de las grandes potencias del derecho de Japón a crear su propia esfera de influencia en Asia. Conviene no olvidar que la victoria (más moral en el aspecto político que efectiva en el terreno militar) de los Estados Unidos en su segunda guerra contra Gran Bretaña entre 1812 y 1815, comenzó a despertar en los norteamericanos la vocación de gran potencia. La proclamación de la Doctrina Monroe en 1923 advirtiendo a las potencias europeas de que los Estados Unidos considerarían desde entonces cualquier intervención del Viejo Continente en el hemisferio americano como un acto hostil, supuso el primer paso en esta naciente vocación imperial (es cierto que desde los primeros asentamientos de colonos anglosajones en Nueva Inglaterra ya existía un sentimiento latente de expansión que se justificaba con la Doctrina del Destino Manifiesto, es decir, el deber moral que los nuevos americanos blancos y presbiterianos tenían de conquistar aquellas tierras como nuevo “pueblo elegido” que se consideraban). El paso siguiente, como no podía ser de otra forma fue la guerra de agresión contra Méjico de 1846 que despojó a la nación azteca del 40% de su territorio en beneficio de su voraz vecino del Norte. Desde entonces los Estados Unidos, con enormes extensiones vírgenes aún por explotar en su propio territorio prácticamente despoblado, se lanzaron a una carrera expansiva que los convertiría en poco tiempo en la nación más poderosa de la Tierra. En unos casos, los norteamericanos ocuparon efectivamente territorios como Cuba, Filipinas o Hawai, y en otros establecieron gobiernos dóciles a sus intereses creando repúblicas satélites obedientes a sus intereses comerciales. Durante estos años de Finales del siglo XIX y principios del XX, pocas fueron las repúblicas hispanoamericanas que no recibieron la visita intimidatoria de los marines, y algunas, en múltiples ocasiones. A fin de cuentas, los Estados Unidos reclamaban para sí los mismos derechos de liderazgo internacional que disfrutaban las potencias europeas. Sin embargo, cuando Japón se encontró en la misma situación en la que ellos habían estado hacía poco más de 25 años, agravada por una falta de espacio que los norteamericanos jamás habían padecido, no pudo contar con la más mínima comprensión por parte de los Estados Unidos. Éstos prefirieron no compartir el botín asiático con más competidores. Bastante poco les habían dejado franceses, británicos y holandeses, como para permitir que China, o parte de ella, cayese bajo control japonés. Los norteamericanos se habían autoerigido como protectores de China, no para ayudarla a salir del caos y la miseria en que estaba sumida, sino con vistas a convertirla en un mercado lucrativo que las grandes empresas americanas pudiesen controlar antes que los colonialistas europeos.
A todo esto, China era una caldera a punto de explotar y no parecía muy descabellado que sus vecinos japoneses mostrasen preocupación por las repercusiones desestabilizadoras para la zona que podía causar la anarquía reinante en el gigante chino. A principios del siglo pasado, la monarquía China que las potencias coloniales habían prácticamente destruido después de la Guerra de los Boxers, contaba con un ejército unificado de poco más de 400.000 hombres. La república subsiguiente había conseguido que a finales de los años treinta operasen ochenta y cuatro ejércitos y dieciocho divisiones independientes elevando el número de hombres en armas a más de 2 millones.[3] Cada ejército respondía a un señor feudal, a un señor de la guerra. Éstos caudillos operaban por distintas zonas con sus ejércitos de bandidos a los que pagaban permitiéndoles saquear las poblaciones. Eran frecuentes las alianzas de unos de estos canallas para combatir a otro o a otros y lo mismo que se creaban estas alianzas, se rompían y a menudo se producían cambios de bando que añadían aún más confusión a la ya de por sí reinante. En medio se encontraba la población mayoritariamente campesina que sufría sistemáticamente los saqueos de estas hordas. En muchas provincias los civiles morían a millones víctimas de la violencia o del hambre al que les abocaba el pillaje habitual de sus cosechas. En ocasiones, para empeorar aún más las cosas, aparecían en escena ejércitos de bandidos que actuaban por su cuenta y que solían ser desertores de alguno de estos ejércitos hartos de no cobrar o de no poder saquear suficiente. En ocasiones, estas bandas llegaban a alcanzar varios centenares de miles de hombres que vagaban como hienas hambrientas por varias provincias sembrando el terror. En el transcurso de estas luchas, muchas ciudades cambiaban de manos varias veces en poco tiempo sufriendo de esta forma saqueos constantes. Algunas ciudades llegaron a cambiar de manos y ser ocupadas sucesivamente por diferentes ejércitos de bandidos más de sesenta veces en pocos meses. Los secuestros para pedir rescate estaban a la orden del día. Según relata Paul Johnson “Podía suceder que una ciudad cayera sucesivamente en manos de un grupo del Partido Comunista, un jefe de bandidos, un señor de la guerra independiente y una fuerza gubernamental, y todos exigían contribuciones”. No es pues extraño que Japón estuviera decidido a controlar la parte de China geográficamente contigua a su territorio, es decir Manchuria, para pacificarla y evitar en la medida de lo posible que la inestabilidad salpicara a su propio archipiélago[4].
[1] “En Abril de 1941, Roosevelt dio otro paso hacia la guerra al autorizar un acuerdo con el representante danés en Washington (con categoría de ministro) para permitir que fuerzas norteamericanas ocuparan Groenlandia. Como Dinamarca estaba ocupada por los nazis y no se había formado un gobierno danés en el exilio, el diplomático sin país cargó con la responsabilidad de “autorizar” unas bases norteamericanas en tierra danesa. Al mismo tiempo Roosevelt informó en privado a Churchill que en adelante navíos norteamericanos patrullarían el Atlántico Norte al oeste de Islandia, cubriendo casi dos tercios de todo el océano, y “notificarían la posición de posibles navíos o aviones agresores cuando se encontraran en el área de patrulla norteamericana”. Tres meses después, tropas norteamericanas aceptaron una invitación danesa, para reemplazar a las fuerzas británicas. Luego, sin aprobación del Congreso, Roosevelt declaró que toda el área situada entre esas posiciones danesas y la América del Norte formaba parte del Sistema de Defensa del Hemisferio Occidental.”
“En septiembre de 1941, los Estados Unidos cruzaron la línea de la beligerancia. La orden de Roosevelt de que se informara a la armada británica de la posición de los submarinos alemanes había hecho inevitable que, tarde o temprano, ocurriera algún choque. El 4 de Septiembre el destructor norteamericano Greer fue torpedeado mientras señalaba la ubicación de un submarino alemán a unos aviones británicos. El 11 de septiembre, sin describir las circunstancias, Roosevelt denunció la “piratería alemana”. Comparando los submarinos alemanes con una víbora dispuesta a atacar, ordenó a la Marina norteamericana hundir “a primera vista” todo submarino alemán o italiano descubierto en el área defensiva norteamericana previamente establecida, que se extendía hasta Islandia. A fines prácticos, los Estados Unidos estaban en guerra, en el mar, contra las potencias del Eje.” (Henry Kissinger, op. cit., p. 413).
[2] “No era que los japoneses fuesen codiciosos. Vivían de pescado y arroz, y no mucho de las dos cosas. Mostraban una ingeniosa economía en el empleo de todos los materiales. Hacia mediados de los años 20 estaban próximos a los límites de sus recursos, y una década más tarde ya habían superado ese límite. (...) a diferencia de los alemanes, muchos millones de japoneses padecían realmente el hambre.” ( Paul Johnson, op. cit . p. 197).
[3] Paul Johnson, op. cit. p. 208.
[4] “Como lo señalaron los periodistas extranjeros, en Corea, durante el dominio japonés, se realizaron más progresos en 30 años que en 3.000 años durante el dominio chino. Puerto Arturo, los puertos de Shantung y otras regiones ocupadas por Japón eran oasis de paz y prosperidad.” (Paul Johnson, op. cit. p. 209).
“El responsable de una guerra no es el que la comienza, sino el que la hace inevitable.”
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