lunes, 4 de julio de 2011

JUNIO DE 1941 – JUNIO DE 2011. 70 ANIVERSARIO DE LA OPERACIÓN BARBARROJA. CONSIDERACIONES POLÍTICAS Y ESTRATÉGICAS (II y último). Jorge Álvarez.



Los franceses y los británicos, realmente tampoco deseaban una guerra contra Alemania. Al menos una guerra de verdad. Todavía recordaban con horror las carnicerías de veinte años atrás. No movieron ni un dedo para aliviar la presión sobre Polonia mientras sufría la embestida de la Wehrmacht y se contentaron con una guerra de baja intensidad para salvar su prestigio internacional. Enviaron a sus barcos a intentar bloquear de nuevo el tráfico marítimo con Alemania y poco más. Durante los seis meses siguientes a la derrota de Polonia parecía que nadie tenía muchas ganas de provocar una escalada bélica.



Hasta que Hitler decidió dar por finalizada esta extraña fase de la guerra. Él sabía que el tiempo era un factor que jugaba en contra de Alemania. Sus enemigos actuales, Gran Bretaña y Francia, con sus colosales imperios y su control de los mares, se harían más fuertes cada mes. Por su parte, la Unión Soviética, el enemigo deseado, pero aliado circunstancial, también estaba fortaleciendo a toda máquina su poder militar  e industrial. Y, además, existía la amenaza de un enemigo potencial, los Estados Unidos de América. Nadie ignoraba que el presidente Roosevelt hacía cuanto podía para implicar a la nación norteamericana en la guerra y que sólo el aislacionismo, muy extendido entre el pueblo yanqui por esas fechas, le impedía actuar más deprisa y con más firmeza. Pero Roosevelt era un político experto y obstinado y poco a poco iba quebrando el frente aislacionista y sorteando la legislación de Neutralidad con hábiles maniobras y subterfugios. Para Hitler resultaba evidente que Roosevelt, antes o después, acabaría arrastrando a los Estados Unidos a la guerra contra Alemania. Considerando todos estos factores, si Alemania quería ganar la guerra, debía actuar con rapidez.

Hitler decidió apostar por una jugada audaz que sacase a las potencias occidentales de la guerra, para poder por fin concentrar todo su esfuerzo en la conquista del “espacio vital” en el Este. El ataque fulgurante que en Mayo de 1940 derrotó a Francia y obligó a Gran Bretaña a la penosa retirada de Dunkerque no tenía otro objetivo que acabar la contienda en occidente por la vía expeditiva para conseguir vía libre hacia el objetivo soñado, la destrucción del estado soviético.

La jugada salió medio bien, porque Francia fue concluyentemente derrotada. Sin embargo la obstinación de Gran Bretaña en continuar la guerra en solitario frustró el éxito pleno. Hitler, en el momento mayor de su gloria, seguía teniendo un problema. Quería atacar a la URSS, pero no acababa de conseguir que las potencias occidentales se quitasen de en medio.

Hitler intentó llegar a algún tipo de acuerdo con Gran Bretaña. Pero desde la primavera de 1940 el sector más belicista de Inglaterra con Winston Churchill al frente se había hecho con las riendas del gobierno de Su Majestad. Los británicos sólo estaban dispuestos a negociar si Alemania previamente se retiraba de todos los territorios que había ocupado entre Septiembre de 1939 y Junio de 1940. Hitler no tenía ningún inconveniente en retirarse de los territorios ocupados de Europa occidental a cambio de una paz razonable con Gran Bretaña. Si la Wehrmacht estaba desplegada por Noruega, Dinamarca, Bélgica, Holanda y la costa Atlántica de Francia  no se debía a ningún plan de conquista territorial, sino exclusivamente a una necesidad estratégica mientras perdurase el estado de guerra con el Reino Unido.  Pero Hitler apenas tenía ambiciones territoriales en el Oeste de Europa. No era tan idiota como para pensar que en pleno siglo XX Alemania podría anexionarse naciones modernas, asentadas y con fronteras estables. Sin embargo, la ocupación de Polonia, como ya vimos, no era negociable, pues su territorio estaba destinado a servir de lanzadera contra la URSS. Naturalmente, Hitler no podía hacer públicas estas intenciones, no podía enseñarle sus cartas a Stalin. El misterioso vuelo de Rudolf Hess hasta Escocia, debe ser entendido en este contexto.

Después de haber perdido un año intentando forzar a los británicos a las negociaciones mediante una fracasada ofensiva aérea y teniendo que sofocar frentes secundarios en Libia, Yugoslavia y Grecia, Hitler se encontraba en un callejón sin salida. Era un secreto a voces que el gobierno de Roosevelt alentaba a los británicos a rechazar cualquier propuesta de paz alemana y a continuar la guerra, de la misma forma que Gran Bretaña había alentado a los polacos en 1939 a no aceptar ninguna propuesta del Reich. Y en la cancillería de Berlín también sabían que los británicos resistían porque Roosevelt se había comprometido a brindarles  toda la ayuda necesaria para mantener su esfuerzo bélico. Y sospechaban que si esta ayuda resultase insuficiente, los Estados Unidos acabarían entrando en la guerra igual que habían hecho en 1917. A Hitler se le acababa el tiempo. Cada día que pasaba la Unión Soviética se hacía más fuerte y la intervención americana se hacía más inminente.

Al llegar la primavera de 1941 Alemania había fracasado en su intento por evitar una guerra en Occidente y si no conquistaba el espacio vital de Oriente, volvería a quedar sometida a un bloqueo naval anglosajón en el que ya había empezado a participar activamente, rompiendo todas las reglas del Derecho Internacional, la armada de los todavía “neutrales” Estados Unidos. Y, si los norteamericanos entraban formalmente en guerra, la capacidad económica e industrial del enemigo volvería a condenar a Alemania a la derrota. Pero, además, si Alemania se veía enfrentada a una larga guerra de desgaste contra las potencias anglosajonas, no cabía la más mínima duda de que, al cabo de dos o tres años, Stalin aprovecharía el momento de mayor debilidad del Reich para entrar en la guerra cuando estuviese ya prácticamente ganada (lo mismo que le hizo en el verano de 1945 a Japón).

En el momento fatídico del verano 1941, el fracaso de Hitler de no haber podido mantener a Occidente al margen de sus planes expansionistas en Oriente, no le dejaba opción. Su única salida pasaba por doblegar a la Unión Soviética en una campaña rápida y brutal, antes de que los norteamericanos entrasen en la guerra, para forzar a Gran Bretaña a negociar el fin de las hostilidades.

Así pues, atacar a la URSS no fue el mayor error de Hitler. En el verano de 1941 no tenía muchas más opciones de evitar la derrota. Que le saliese mal la jugada, ya es cosa distinta.

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