jueves, 24 de febrero de 2011

POLONIA TRAICIONADA. Cómo Churchill y Roosevelt entregaron Polonia a Stalin (XV)

Teherán, la claudicación secreta (I)

Vyacheslav Molotov Cordel Hull Anthonny Eden

Finalmente la conferencia se convocó en Teherán. Como bien señala Laurence Rees:

El 8 de noviembre, el presidente estadounidense acabó por ceder y convino en encontrarse con él en Teherán avanzado el mes – de modo que hizo la primera concesión al dirigente soviético aun antes de comenzar la conferencia.”[1]

Realmente, la conferencia de Teherán, como pronto veremos, no fue, por parte de los anglosajones, más que una continua serie de concesiones vergonzosas e innecesarias, auténticas claudicaciones, ante Stalin. Un apaciguamiento al dictador comunista que superaba con creces cualquiera de las concesiones apaciguadoras que Chamberlain había hecho a Hitler a finales de 1938.

Antes de que se alcanzase un acuerdo acerca de la primera conferencia de los tres líderes aliados los dirigentes anglosajones convinieron en reunirse una vez más. Quadrant, como se denominó en clave a la primera conferencia de Quebec, reunió del 17 al 24 de Agosto de 1943 a Roosevelt, Churchill y Mackenzie King (Primer Ministro de Canadá), con sus respectivos ministros de asuntos exteriores, asesores y séquito. Durante esta reunión Roosevelt dejó muy clara su intención obsesiva con sacar adelante para el mundo de la postguerra su utópico “juguete”, la Organización de las Naciones Unidas y su desmesurado interés por conseguir que la Unión Soviética se implicase en el proyecto. Churchill, por su parte, efectuó su último gran intento de conseguir que los ejércitos angloamericanos descartasen desembarcar en Francia y, en cambio, optasen por  avanzar a través de los Balcanes hacia Austria y Hungría. Por una parte, el Primer Ministro sentía una especial aversión a las aventuras a través del Canal. Por nada del mundo quería ver repetido un Dunquerque o un nuevo Dieppe. Pero, además, a diferencia de Roosevelt, entendía que las potencias anglosajonas debían intentar llegar a centro Europa antes que el Ejército Rojo. Churchill, igual que Stalin, pensaba en el mundo de después de la guerra. Roosevelt, en cambio, sólo pensaba en ganar una guerra que ya estaba ganada y en que, después de la misma, su magno invento de las Naciones Unidas, se encargaría de solucionar civilizadamente todos los conflictos.[2]

Justo por esas fechas el Ejército Rojo expulsaba a los alemanes de la zona de Smolensko. Inmediatamente después de haber asegurado el área, el NKVD se instaló en Katyn, sus agentes vallaron el lugar, lo aislaron del mundo, exhumaron de nuevo los cadáveres de los desventurados polacos y comenzaron a fabricar su versión de los hechos.

Quadrant dio lugar también a un acuerdo para que tuviera lugar una conferencia de los ministros de asuntos exteriores de las tres potencias aliadas. El encuentro tuvo lugar finalmente en Octubre y, como no podía ser de otra forma, en Moscú. Allí se encontraron Cordell Hull, Anthony Eden y Vyacheslav Molotov. El Secretario de Estado americano Hull era un político bastante veterano de setenta y dos años y delicado estado de salud. El larguísimo viaje a Moscú desde Washington - por causa de la guerra en Europa se hacía imprescindible dar un enorme rodeo - supuso toda una prueba.

El asunto de las fronteras de Polonia (y del destino de los estados bálticos) para después de la guerra preocupaba a Roosevelt de nuevo. En 1944 había elecciones presidenciales y al presidente, que rompiendo la gran tradición política de no presentarse a una segunda reelección había ya decidido presentarse a la tercera, de repente le entró una gran preocupación por el futuro de Polonia. No en vano, entre los votante demócratas, los americanos de origen polaco ocupaban un lugar destacado. No convenía indisponerse con una masa de votantes tan importante. Así lo explican con claridad Simon Berthon y Joanna Otters:

“Roosevelt tenía intención de presentarse de nuevo y no deseaba disgustar al gran número de potenciales electores polacos de Estados Unidos si llegaba a descubrirse que había participado en la cesión de su patria.”[3]

De la misma opinión es el historiador norteamericano John T. Flynn:

“En aquel momento, sin embargo, Roosevelt estaba pensando ya en el problema de las elecciones de 1944 y en los votos de los ciudadanos americanos de origen polaco.”[4]

Partiendo de que su jefe, al menos hasta después de las elecciones, no quería verse comprometido en ningún acuerdo que afectase a las fronteras polacas de antes de la guerra, pero, al mismo tiempo, con claras instrucciones de no enojar a Molotov, es decir, a Stalin, el margen de maniobra de Hull en la conferencia de Moscú en relación al asunto de Polonia era muy reducido.

Hull realizó algún tímido intento de sacar a relucir el asunto de respetar las fronteras polacas previas del comienzo de la guerra, pero, como él mismo hubo de reconocer ante el Congreso americano a su regreso a Washington, Molotov no quiso ni escucharle. Para los soviéticos resultaba un hecho innegociable que la Línea Curzon, con mínimos retoques, sería la frontera post bélica entre Polonia y la URSS. El historiador John T Flynn escribió al respecto:

“Los rusos, explotando la situación militar, ventajosa para ellos, consideraron ya resuelta la cuestión a su favor. Sentada esta premisa, Hull hubo de declarar que no había podido ni discutir el asunto, ya que los rusos no habían querido escucharle siquiera.”[5]

Averell Harriman, que había sucedido como embajador en Moscú al díscolo Standley y que asistió a las sesiones de la conferencia, ofrece una versión aún más lamentable del papel de Hull:

Harriman, embajador de Estados Unidos en la URSS en aquel momento, presionó a Hull para que hablase a Molotov del asunto de Polonia, pero el secretario de Estado no tenía intención de cargar con asuntos pequeños e insignificantes.”[6]

El propio Hull describió su papel en esas históricas jornadas en Moscú de una forma tan auto exculpatoria que resulta sospechosa:

“Queríamos que se restablecieran las relaciones diplomáticas normales entre Rusia y Polonia… Pero no teníamos la intención de insistir sobre una solución en tiempo de guerra de cuestiones particulares, como la determinación de las fronteras futuras entre Polonia y Rusia.”[7]

El venerable Hull regresó a Washington con las manos vacías. Se había pegado una monumental paliza para asistir a un auténtico trágala. Y no podía ser de otra forma bajo la premisa fundamental a la que la administración Roosevelt había supeditado toda su política exterior: “no enfadar a los rusos”.

La confianza de los polacos en sus aliados anglosajones había vuelto a ser traicionada. Poco antes de partir hacia la conferencia de ministros de asuntos exteriores en Moscú, Cordell Hull le había asegurado al embajador polaco en Washington, Jan Ciechanowski, que “estaba decidido a defender la causa de Polonia con la misma energía que si de los Estados Unidos se tratase”.[8]

Después de la conferencia de Moscú, se alcanzó finalmente el acuerdo para celebrar la primera conferencia que había de reunir cara a cara a los “tres grandes” en Teherán.

De la misma forma en que Ciechanowski había intentado en vano convencer a Hull para que no olvidase a Polonia en la conferencia de Moscú, en esta ocasión le tocó, al sucesor de Sikorski, implorar personalmente. El presidente Mikolajczyk, intentó por todos los medios convencer a los dirigentes británicos de que no abandonasen a Polonia a las ambiciones de los soviéticos en Teherán. El relato del historiador francés Henri Michel resulta definitivo:

“Según el Primer Ministro polaco Mikolajczyk, antes de salir para Moscú, Eden le había dicho confidencialmente que la única esperanza para establecer unas buenas relaciones entre la URSS y Polonia era la renuncia por parte de ésta a los territorios ocupados por los rusos en 1939. Inquieto con razón Mikolajczyk quiso saber cuáles eran las intenciones británicas y se esforzó en intentar ver a Churchill o a Eden antes de que emprendiesen viaje a Teherán. Pero los ingleses no le recibieron, pues estaban incómodos ante su aliado de 1939, tanto más que, en desventaja suya, las decisiones estaban tomadas. Al Primer Ministro polaco no le quedó otra solución que manifestar una hostilidad irreductible a “cualquier usurpación territorial cuya víctima fuera Polonia”, denunciando inmediatamente los acuerdos ruso-polacos.

Por ello las decisiones referentes a Polonia, tomadas en Teherán, se mantuvieron secretas (Roosevelt, que entraba en período electoral, y no quería enajenarse los millones de electores americanos de origen polaco, insistió mucho para que este secreto fuera guardado). De hecho las propuestas de Stalin habían sido ratificadas…”[9]

Antes de acudir a la capital iraní los líderes aliados, hicieron una escala en El Cairo y entre el 22 y el 26 de Noviembre se entrevistaron con el Generalísimo chino, Chiang Kai Shek.

Durante los días previos al arranque de la conferencia, Churchill había intentado insistentemente convencer a Roosevelt de que, aprovechando la escala en El Cairo, ambos líderes deberían mantener un encuentro bilateral y privado para coordinar una estrategia conjunta de cara al inminente encuentro con Stalin en Teherán. Sin embargo, el presidente americano, que se sentía frustrado por no haber podido materializar la entrevista a solas con el dirigente soviético al margen de Churchill, se negó rotundamente. Seguía obsesionado por evitar cualquier gesto que pudiese indisponerle con Stalin y por nada del mundo quería que éste pudiese pensar que él y Churchill se entendían a sus espaldas.

[1] Laurence Rees, Op. Cit. , p. 254.
[2] La 1ª conferencia de Quebec y las posteriores comunicaciones entre los tres líderes aliados giraron durante un tiempo en torno a Italia, que por esas fechas había comenzado su proceso de cambio de bando. Las negociaciones que los anglosajones mantuvieron en secreto con los enviados de Badoglio en Lisboa fueron una vez más muy hábilmente utilizadas por Stalin para presionar a sus aliados occidentales. Pero, obviamente, este es un tema que, como se suele decir, cae fuera de la materia de este estudio.
[3] Simon Berthon y Joanna Potts, Op. Cit., p. 297.
[4] John T. Flynn, El mito de Roosevelt, Imperia, 1950, p.316.
[5] John T. Flynn, Op. Cit., p.318.
[6] Piotr Stefan Wandycz, The United States and Poland, Harvard University Press, 1980, p. 272.
[7] Cordell Hull, Memoirs, t. II, p. 1273. (Citado en J.B. Duroselle, Política exterior de los Estados Unidos, 1913-1945, Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 402).
[8] John T. Flynn, Op. Cit., p.317.
[9] Henri Michel, La Segunda Guerra Mundial, Akal, 1991, pp. 158 – 159.

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