lunes, 14 de febrero de 2011

POLONIATRAICIONADA. Cómo Churchill y Roosevelt entregaron Polonia a Stalin (XIV). Jorge Álvarez

La desaparición de Sikorski allana el camino
para la desaparición de una Polonia libre

           Joseph E. Davies posando a las puertas de la embajada en Moscú con su "discreta" esposa

Mientras tanto, los soviéticos ya habían comenzado las maniobras para formar un gobierno y un ejército polaco totalmente sumisos a los intereses de la URSS.

Profundamente angustiado por el deterioro que estaban sufriendo las relaciones de los anglosajones con los soviéticos Roosevelt llegó a la conclusión de que debía intentar un acercamiento personal a Stalin. En consecuencia, decidió invitar al líder soviético a un encuentro personal con él y del que quedaría excluido Churchill. Escribió una carta a Stalin invitándole a un encuentro y, en un gesto muy típico de él, Roosevelt, despreciando los cauces oficiales, prescindió por completo de su embajador en Moscú William Standley, y encomendó la misión a uno de sus amigos personales, Joseph E. Davies[1]. Este individuo, además de ser un viejo conocido del presidente, compartía con él la ideología frívolamente progresista que estaba tan arraigada entre muchos acaudalados patricios del Partido Demócrata.

Davies se encontró con Stalin el 20 de Mayo. El dirigente comunista se sintió sumamente complacido de que Roosevelt se mostrara tan interesado en mantener con él una entrevista a solas, marginando a Churchill. Esta insólita forma de proceder del presidente americano, enviando a un hombre de su absoluta confianza a Moscú, procediendo al margen de los cauces diplomáticos oficiales y proponiendo un encuentro en Alaska a espaldas de su aliado británico, sólo sirvió para reforzar una vez más a Stalin. Éste aceptó en principio la invitación de Roosevelt, pero no se comprometió a confirmar la fecha del encuentro para el 15 de Julio, como le proponía Davies.

Por esas mismas fechas, Mayo de 1943, tuvo lugar en Washington una conferencia anglo-americana (con el nombre en clave de Tridente). Durante su transcurso, Roosevelt se abstuvo de comentarle a Churchill la propuesta que acababa de hacerle a Stalin a través de su emisario especial Davies.

El 25 de Mayo los dirigentes políticos y militares anglosajones habían llegado firmemente a la conclusión, que ya se había intuido en Casablanca, de que el segundo frente en Francia no se podría abrir antes de un año, hasta la primavera o el verano de 1944. El problema era ahora decírselo a Stalin. El relato del auténtico pánico que envolvió a los dos líderes occidentales, a sus ministros y asesores y a los altos jefes militares a la hora de comunicarle a Stalin la noticia resulta bastante penosa. Parecían niños dándole vueltas a la mejor manera de presentarle a sus padres unas pésimas calificaciones escolares. Discutieron acaloradamente, propusieron fórmulas, escribieron y corrigieron borradores, hasta que consiguieron elaborar un documento calculadamente ambiguo que intentaba pasar por encima del asunto del segundo frente como alguien lo haría descalzo por encima de ascuas, envolviéndolo entre farragosos párrafos que hablaban de cosas intrascendentes, intentando en la medida de lo posible, hacerlo pasar inadvertido. El documento fue enviado a Moscú el 2 de Junio a través del embajador americano en la URSS Standley, el mismo que había sido apartado en la visita de Davies y al que ahora le correspondía dar a Stalin las malas noticias.

El día 11 llegó la respuesta de Stalin. Este telegrama marca el punto álgido de la crisis de la Gran Alianza. Comenzaba Stalin recordando de forma cronológica las múltiples promesas de apertura del segundo frente que tanto Roosevelt como Churchill le habían hecho y cómo, una y otra vez, éstas se incumplían. El mensaje finalizaba bruscamente con una velada amenaza acerca de la posibilidad de que la URSS se saliese de la guerra. Literalmente:

“¿Es necesario mencionar las impresiones dolorosas y negativas que causarán en la Unión Soviética, en su pueblo y en su ejército, este nuevo aplazamiento del segundo frente y el abandono de nuestro ejército, que tanto se sacrificado sin el esperado apoyo de los ejércitos británico-estadounidenses?

El gobierno soviético, por su parte, no considera aceptable tal decisión, tomada sin su consentimiento y sin el necesario debate conjunto sobre esta cuestión tan esencial, una decisión que, en última instancia, puede acarrear graves consecuencias para el desarrollo futuro de la guerra.”[2]

Stalin, como consecuencia de todo lo expuesto, había decidido rechazar la oferta de Davies para un encuentro mano a mano con Roosevelt.

Los líderes anglosajones, nuevamente aturdidos ante la reacción de Stalin y temerosos de que pudiese llegar a un arreglo por separado con los nazis[3], decidieron que se hacía imprescindible organizar una conferencia a la que asistieran los tres dirigentes de la Gran Alianza.

Churchill había enviado un mensaje a Stalin a mediados de Junio respondiendo al duro telegrama que éste les había enviado el día 11 y comunicándole la necesidad de convocar la conferencia interaliada. El Primer Ministro aprovechaba para replicar a Stalin con sumo respeto intentándole hacer comprender las razones que tenían los anglo-americanos para haber pospuesto de nuevo la apertura del segundo frente. En concreto, decía:

“No seríamos de ninguna ayuda para Rusia si lanzásemos a 100.000 hombres en una ofensiva desastrosa por el Canal…”

Sin embargo, este tipo de afirmaciones, lejos de aplacar a Stalin o hacerle ser más comprensivo con la decisión de sus aliados, sólo servían para aumentar su indignación.

El 24 de Junio Stalin respondió con un nuevo y largo mensaje. El final, que reproduzco, era aún más demoledor que el del día 11.

“Por tanto, cuando ahora declara que “No seríamos de ninguna ayuda para Rusia si lanzásemos 100.000 hombres en una ofensiva desastrosa por el Canal”, no puedo dejar de recordarle lo siguiente. En primer lugar, en su propio memorándum de junio del año pasado señaló que la fuerza invasora no sería de 100.000, sino de un millón de hombres angloamericanos en cuanto empezase la operación.

(…) No quiero explayarme más sobre la decisión de anular las decisiones anteriores con respecto a la invasión de Europa occidental, adoptada por usted y el presidente sin la participación del gobierno soviético y sin el menor intento de incluir a nuestros representantes en la conferencia de Washington, a pesar de que, como sin duda alguna sabe, en la guerra contra Alemania el papel de la Unión Soviética y los intereses de este país en las cuestiones relativas al segundo frente no son desdeñables. Huelga decir que el gobierno soviético no puede aceptar la displicencia con que se ignoran los intereses fundamentales de la Unión Soviética en la guerra contra el enemigo común.

En su misiva afirma que comprende plenamente mi decepción. Debo decirle que no se trata de una mera decepción del gobierno soviético. Se trata de mantener la confianza soviética en sus aliados, confianza que en este momento se encuentra en entredicho.”[4]

Durante los meses siguientes las conversaciones entre los aliados occidentales y Stalin giraron en la concreción de la fecha y el lugar ideales para la conferencia de los tres líderes. Un tira y afloja en el que se barajaron muchas ciudades, en muchos lugares – Alaska, Egipto, Eritrea, Rusia, Iraq, Irán – pero Stalin sólo accedía a que la reunión se celebrase o en Moscú o, como única concesión, en Teherán. En lo que si se pusieron fácilmente de acuerdo Roosevelt y Stalin, por iniciativa del primero, fue en mantener al margen a la prensa.

De nada sirvieron los insistentes ruegos del presidente americano para que la conferencia tuviese lugar en alguna localidad más equidistante respecto de los tres países asistentes. En concreto Roosevelt, por esas fechas, tenía en el Congreso debates parlamentarios de consecuencias importantes para su política que aconsejaban que no se alejase más de la cuenta de los Estados Unidos.


[1] Joseph E. Davies, nacido en Wisconsin, era un abogado de Washington especializado en la defensa de grandes empresas. Había colaborado con Roosevelt en la época en la que ambos trabajaban para la administración Wilson. Sin embargo su carrera política, a diferencia de la de Roosevelt, se estancó en la carrera fallida hacia el senado.  En 1935 se casó con una de las mujeres más ricas de América (y del mundo), la propietaria de General Foods, Marjorie Merriweather. Davies, con el dinero de su mujer, financió generosamente la campaña electoral de Roosevelt de 1936, lo que le permitió de nuevo regresar a la política. Cuando a finales de ese año Roosevelt necesitó cubrir la vacante de embajador en Moscú, pensó que necesitaba alguien de su absoluta confianza y que compartiese con él la ideología progresista. Roosevelt estaba absolutamente convencido de que los anticomunistas eran seres despreciables y consideraba que el Departamento de Estado era básicamente un nido de reaccionarios y que la mayoría de los profesionales que lo integraban se movían en esa onda. Así pues, necesitaba en Moscú a alguien que no compartiese con ellos los prejuicios anticomunistas que tanto le molestaban. Y se acordó de su viejo conocido Davies, que tan generosamente había contribuido a su reelección. Cuando la estrafalaria y grotescamente esnob pareja Davies – Merriweather llegó a Moscú (en un tren especial abarrotado de muebles y artículos de lujo y 16 sirvientes) las grandes purgas de Stalin se hallaban en pleno apogeo. Conviene recordar que la represión de esos días supuso más de setecientas mil ejecuciones y millones de personas torturadas y deportadas a los siniestros campos de trabajo. Dos días después de su llegada Davies asistió complacido al segundo de los grandes juicios espectáculo, en el que se juzgaba a importantes ex dirigentes bolcheviques. Su privilegiada ubicación en la sala de la audiencia y su despreocupada actitud, supusieron un golpe de efecto propagandístico y legitimador para aquella monstruosa y cruel farsa. Varias semanas después, mientras los juicios amañados seguían y las ejecuciones masivas iban en aumento, Davies telegrafió a Roosevelt un mensaje asegurándole que Stalin se había limitado a desarticular una conspiración contra el gobierno y que todas las confesiones (que cualquier observador imparcial sabía que habían sido arrancadas bajo tortura) tenían visos de credibilidad. El resto de los funcionarios del cuerpo diplomático de la embajada en Moscú estuvo a punto de amotinarse contra Davies. Finalmente, no lo hicieron por miedo a perder sus puestos. Henry Kissinger, en su ya citada obra, dice: “(Davies) En su libro acerca de sus aventuras como embajador había repetido como un loro la propaganda soviética sobre todos los temas imaginables, incluso la culpabilidad de las víctimas de las purgas.” Cuando Davies fue recibido por primera vez por Stalin, confesó exultante al primer secretario de la embajada, Loy Henderson: “Lo he visto, he hablado con él; es verdaderamente un gran hombre recto y bueno.” Conviene no olvidar que, además de las matanzas que estaba provocando con sus brutales purgas, por aquel entonces, ese hombre “recto y bueno” había ordenado asesinar por hambre hacía tan sólo tres años a siete millones de campesinos casi todos ucranianos. (La obra ya mencionada y recientemente publicada en español de Tim Tzouliadis  refleja a la perfección la vergonzosa política de la administración Roosevelt hacia la URSS).
[2] Susan Butler, Op. Cit., p. 184.
[3] La Unión Soviética, seis meses después de la “ocurrencia” de Roosevelt en Casablanca, no había suscrito la fórmula de la rendición incondicional. Lo que no deja de resultar curioso, porque la fórmula se había concebido con la intención de halagar a los soviéticos. Sin embargo, Stalin, seguía reservándose el derecho de poner fin a la guerra mediante una paz negociada si lo estimase conveniente. No fue hasta Octubre de 1943, durante la reunión de los ministros de asuntos exteriores aliados en Moscú, Anthony Eden, Cordell Hull y Vyacheslav Molotov, que éste accedió a la política de rendición incondicional. Para entonces, la última gran ofensiva estival de la Wehrmacht en Julio había fracasado en Kursk, el Ejército Rojo había pasado a la ofensiva y resultaba evidente que los alemanes definitivamente habían perdido la iniciativa en el Frente Oriental.
[4] Susan Butler, Op. Cit., p. 192.

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