jueves, 22 de diciembre de 2011

LA MENTIRA EN LA POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS. Jorge Álvarez.

A modo de contestación a una de las últimas ocurrencias de César Vidal
Agosto de 1964, el Secretario de Defensa de los Estados Unidos, Robert McNamara, explica a la prensa los detalles del ataque norvietnamita a los buques americanos en el Golfo de Tonkin. Pocos años antes de su fallecimiento reconoció que el ataque no existió.


Una “perla” extraída del Blog de Libertad Digital del “inabarcable” (en muchos sentidos) César Vidal y publicada este mismo mes.

“Guste o no guste reconocerlo –en esto no pocos españoles son también tuertos y sólo dan importancia a las mentiras que les perjudican o que pronuncian los del otro lado– la mentira es una característica bien triste de las naciones en las que no triunfó la Reforma. En Estados Unidos, en Gran Bretaña, en los países escandinavos, un político que miente ha firmado su acta de defunción.”

¿Es verdad esto? Por supuesto que no. En este artículo me centraré en los Estados Unidos, sus políticos y sus mentiras, dejando para otra ocasión el caso británico, que tampoco es manco.

 


Esta idílica visión de los Estados Unidos del grimoso Vidal, como nación en la que resplandece siempre la verdad y en la que se castiga ejemplarmente la mentira, no es más que una majadería. La realidad es muy distinta. Esta nación es, precisamente, la más descaradamente mentirosa de la Historia. Los EE.UU nacen mintiendo y hasta hoy en día no han parado de hacerlo. Es el paraíso de la hipocresía, una característica señera de las sociedades de impronta calvinista.

La primera mentira es la leyenda que ellos mismos crearon de su revolución como una culminación de las ansias de libertad de un pueblo oprimido. Cuando las primeras trece colonias se rebelaron contra la dominación británica, no lo hicieron buscando libertad ni justicia. Los ricos colonos calvinistas establecidos en la zona septentrional de estas colonias se lucraban principalmente del comercio ilegal, es decir del contrabando. Las grandes fortunas de Boston o Nueva York se construyeron así. En el Sur, las fortunas se repartieron entre el contrabando y la igualmente lucrativa explotación de mano de obra esclava en las gigantescas plantaciones de Virginia, Carolina y aledaños. Por su parte, los colonos menos favorecidos que cultivaban las tierras del interior, en lo que se denominaba la frontera, ansiaban expandir sus propiedades a costa de los territorios indios. De esta forma los británicos se habían convertido en un estorbo para los ricos contrabandistas, a los que pretendían obligar a comerciar según las leyes y también para los colonos pobres. La Real Proclama de 1763 les impedía establecer nuevos asentamientos al Oeste de los Apalaches, territorio que la corona británica reservaba para los indios iroqueses. Los casacas rojas del rey Jorge hubieron de expulsar de estas tierras a numerosos colonos que infringían la Proclama sistemáticamente desafiando la autoridad británica. Y aquí están las dos principales razones de la revolución, nada ejemplares desde el punto de vista moral.


El detonante de la revolución que conduciría a la independencia fue el Motín del Té en Boston al que ellos denominaron Tea Party, nombre que hoy vuelve a estar de moda, y que consideran una especie de mito fundacional de su república. Una gran mentira para justificar su revolución. El cargamento de té que fue arrojado al mar por unos amotinados penosamente disfrazados de indios mohawk, acabó en las aguas porque los británicos lo iban a vender más barato que el té que los ricos comerciantes de Boston compraban de contrabando principalmente a proveedores holandeses. Así pues, la revolución de la libertad, la igualdad y la justicia, comenzó realmente para que la Compañía de las Indias Orientales británica no arruinase los prósperos negocios de los bostonianos bajando el precio del té. Un precio con el que ellos no podían competir. ¡Qué ejemplar! El segundo párrafo de la Declaración de la Independencia de Estados Unidos contiene estas bellas palabras:
"Sostenemos como evidentes en sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad."

El redactor de este célebre documento es Thomas Jefferson, de Virginia. Mientras escribía, tal vez con lágrimas en los ojos, este texto, más de 200 esclavos negros trabajaban para él en su gigantesca plantación de Monticello. Además, tuvo varios hijos ilegítimos, fruto de una relación con una de sus esclavas. A los escolares norteamericanos se les suele enseñar que el régimen político de su país es una democracia Jeffersoniana. Y seguramente lo es. Es decir, una gran mentira.

Allá por 1640, el primer gobernador calvinista de la colonia de Massachusetts John Winthrop, dijo: "Seremos una ciudad sobre una colina, el mundo entero se fijará en nosotros". Desde entonces los Estados Unidos no han cesado de atribuirse el papel de comunidad ejemplar, de nuevo pueblo elegido, de faro de libertad, etc. Lo que no les impidió, en cuanto expulsaron a los británicos, lanzarse a través de la frontera y exterminar sin piedad a los indios del fértil valle del Ohio que los colonos reclamaban.

Los iluminados calvinistas que se habían hecho con el control de una estrecha franja costera de la parte Norte del continente americano estaban dispuestos a emular a sus héroes, los judíos, que al mando del Josué bíblico, habían exterminado a sangre y fuego a los paganos idólatras de Canaán. Ahora, los nuevos idólatras eran los indios y a la vuelta de cincuenta años, lo serían los mexicanos. La doctrina del “Destino manifiesto” serviría de justificación hipócrita para todos estos desmanes.

Otra de las más grandes e ignominiosas páginas de la historia de esta nación de mentirosos compulsivos que son los norteamericanos la encontramos en la primera mitad del siglo XIX. Después de la anexión de Texas la frontera entre Estados Unidos y México entró en disputa. El presidente Polk, buscando un pretexto para expandir la nación hacia el Suroeste, decidió provocar una guerra contra los mexicanos. Ordenó a una unidad del ejército penetrar en territorio mexicano y cuando éstos repelieron la intrusión, Polk declaró al Congreso que México había agredido a los Estados Unidos. Resultado, la guerra de agresión de 1846 - 48 por la que México perdió California, Nuevo México, Nevada, Utah y Arizona, es decir, casi la mitad de su territorio.

La Guerra de Secesión de 1861 la emprendió el Norte industrial para imponer al Sur rural un sistema económico proteccionista, una medida que condenaba a los estados exportadores de algodón sureños a la ruina. El tema de la abolición de la esclavitud no fue más que una burda excusa de los banqueros e industriales de Nueva Inglaterra, que encontraron en Abraham Lincoln al tonto útil perfecto para convertir una guerra sucia y especulativa en una cruzada altruista a favor de los negros.

Las guerras contra las naciones indias de las grandes llanuras y del Suroeste que tuvieron lugar en el último tercio del siglo XIX son otro ejemplo más de mentira e hipocresía. Los gobiernos de Washington firmaban tratados con las naciones indias casi a la misma velocidad que los rompían y cada ruptura iba seguida de una sangrienta campaña militar que reducía cruelmente los territorios de caza de los indios hasta su casi completo exterminio y finalizaba con la deportación de los escasos supervivientes a campos de concentración, es decir, a reservas. Todo basado en engaños y mentiras.

En 1898 los belicistas yanquis miraban con ojos golosos a las últimas colonias españolas en El Caribe. Su hipocresía judeocalvinista habitual les impedía reconocer que querían quedárselas sin más. Necesitaban provocar una guerra sin aparecer como agresores, es decir, como de costumbre. Hablar a estas alturas de la voladura de El Maine resulta innecesario. Sencillamente, para ir a una guerra de agresión, el presidente McKinley fabricó un casus belli, los medios de comunicación acusaron a España de ser la culpable y atacaron. Otra gran mentira.

En 1916 el presidente Woodrow Wilson, un fanático integrista calvinista, ganó la reelección repitiendo en la campaña, a un pueblo americano mayoritariamente aislacionista la promesa de la paz. Un año después más de un millón de jóvenes yanquis de la Fuerza Expedicionaria Americana al mando del general Pershing luchaban contra las tropas del Káiser en los aledaños del Mosa. Wilson mintió para ganar las elecciones presidenciales y nada le ocurrió. Wilson es, para los escolares americanos un presidente ejemplar y honesto. Que arrastrase a su país a una guerra que su pueblo no quería, únicamente para que las empresas y los bancos norteamericanos pudiesen cobrar las facturas de material bélico y los créditos concedidos a los franceses y a los británicos es algo que se pasa por alto. Después de todo, se ganó la guerra y aunque más de 50.000 muchachos americanos murieron, las fábricas de armas y los bancos de Wall Street salvaron el suculento negocio que habrían perdido si hubiese ganado la contienda el Reich Alemán. En 1936 las demoledoras conclusiones de la Comisión Nye del senado revelaron los espurios motivos que llevaron a Wilson a lanzar a Estados Unidos a la Gran Guerra.

En Agosto de 1941 el presidente Franklin D. Roosevelt suscribió con el premier británico Winston Churchill la Carta del Atlántico. Este documento comprometía a los Estados Unidos y a Gran Bretaña a defender una serie de principios que iban a constituir la base de la alianza de estas naciones durante la Segunda Guerra Mundial. Entre ellos figuraban el de rechazar cualquier conquista territorial, el de rechazar cualquier modificación de fronteras que no contase con la aprobación libremente expresada de la población afectada y el de respetar el derecho de los pueblos a elegir el régimen político bajo el cual deseasen vivir. En 1943 en Teherán y en 1945 en Yalta Roosevelt aceptó entregar a la Unión Soviética la mitad de Polonia, la misma porción de territorio que los soviéticos habían ocupado en 1939 en virtud del pacto con la Alemania nazi y los tres estados bálticos. Evidentemente se trataba de territorios conquistados por la fuerza, sin el consentimiento libremente expresado de los polacos, ni de los letones, estonios o lituanos y a los que se les imponía un régimen político que nunca habían elegido (y que ni los americanos ni los británicos querían para ellos). Paradójicamente, el país por cuya soberanía e independencia Francia y Gran Bretaña se habían lanzado a la guerra, era ahora despedazado y entregado a Stalin. De forma parecida, sin consultar a las poblaciones interesadas y con el consentimiento de Roosevelt, las bayonetas soviéticas impusieron el régimen comunista en Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria, Rumanía, Letonia, Estonia y Lituania. El presidente Roosevelt había traicionado sin despeinarse casi todos los grandilocuentes principios de su Carta Atlántica, un documento que él mismo había inspirado. Nada de esto se puso en conocimiento de la opinión pública americana cuando el presidente regresó de Yalta. Roosevelt seguía asegurando a la crédula prensa y al pueblo americano que Stalin era un aliado fiel y sincero. Un tipo en el que se podía confiar. Esta colosal mentira le costó a media Europa casi cincuenta años de tiranía comunista.

En 1947 y 1948 el presidente Harry S. Truman decidió, en contra de la opinión de su propio gobierno y de la de todos los expertos de su administración, apoyar las reivindicaciones sionistas que darían pie al nacimiento del estado de Israel. Se da la circunstancia de que 1947 era año electoral y Truman no era precisamente el favorito. A diez meses de las elecciones su popularidad había caído del 85 al 32 por ciento. Absolutamente todas las encuestas daban vencedor por “goleada” a su rival republicano Thomas Dewey. No había conseguido suscitar el entusiasmo ni de su propio partido y su candidatura apenas había recaudado unos pocos dólares. El lobby judío americano supo sacar partido de la situación y compró literalmente a Truman. De golpe, el dinero afloró para su campaña y sorprendentemente, Truman ganó. Pero debía favores. A finales de 1947, en contra de los consejos de los expertos del Departamento de Estado y del de Defensa, Truman decidió apoyar el plan de Partición de la ONU para Palestina y unos meses después, en Mayo de 1948, también con la oposición de su propio gobierno, reconocer al estado de Israel. En unas tensísimas reuniones en la Casa Blanca el General Marshall, a la sazón Secretario de Estado, acusó a Truman de anteponer sus intereses electorales a los de la nación y le amenazó con no votar por él en las elecciones si reconocía al Estado de Israel. Los informes del Director de la División de Oriente Medio del Departamento de Estado, Loy W. Henderson, asegurando que el apoyo a Israel jugaría en contra de los intereses estratégicos de los Estados Unidos en la región cayeron igualmente en saco roto. El presidente lo dijo con cínica claridad: “Lo siento señores, pero debo ayudar a centenares de miles de personas que esperan el éxito del sionismo. No tengo a miles de árabes entre mis electores.” Truman comprometió a Norteamérica con la causa israelí y ganó las elecciones. Es seguro que nunca las habría ganado si hubiese adoptado la postura contraria. Pero anteponía su carrera política a los intereses de su país. Los candidatos que le sucedieron tomaron buena nota y siguieron su ejemplo.

En 1963 el presidente John F. Kennedy fue asesinado en Dallas. Dos días después del crimen, cuando el supuesto autor material del mismo, Lee H. Oswald, rodeado de agentes de policía iba a ser trasladado a la prisión del condado, Jack Ruby, un gánster judío que se coló tranquilamente con un Colt Cobra del 38  en el garaje de la comisaría, le disparó a bocajarro acabando con su vida. Cuarenta y seis años después la mayoría de los norteamericanos sigue sin creerse la versión oficial. En un país en el que según algunos, las instituciones y en particular la justicia son ejemplares, que casi medio siglo después del magnicidio, se siga sin saber quién lo ordenó, resulta, por lo menos, tan lamentable como lo poco que sabemos aquí acerca del 11- M. Pero, desde luego, la eficacia de los investigadores americanos tampoco parece nada del otro mundo.

En Agosto 1964 el presidente Lyndon B. Johnson consiguió la autorización del Congreso para bombardear Vietnam del Norte y conseguir la implicación total de los Estados Unidos en el conflicto, con la correspondiente escalada bélica que supuso y cuyas consecuencias hoy conocemos. Para ello se valió de un supuesto ataque de lanchas torpederas a un par de destructores de la marina que efectuaban labores de vigilancia electrónica en el Golfo de Tonkín, frente a las costas de Vietnam del Norte. Los buques habían sido enviados con la intención deliberada de provocar el ataque vietnamita. Sin embargo, éste no tuvo lugar. Así pues, el presidente Johnson y su Secretario de Defensa Robert S. McNamara decidieron inventárselo. De esta forma tan edificante entraron los norteamericanos en el sangriento conflicto de Indochina. Una vez más, mintiendo.

El 20 de Agosto de 1998 el presidente Bill Clinton ordenó un bombardeo aéreo que destruyó la fábrica de medicamentos de Al-Shifa en Kartum. Según la administración norteamericana en esa planta se obtenían productos químicos destinados a la fabricación de gases letales con fines bélicos. El gobierno de Sudán negó rotundamente este extremo y pidió al estadounidense que enviase un equipo de expertos a analizar las ruinas y emitir un informe. Clinton se negó. Nunca fue posible presentar la más mínima evidencia de que la planta se utilizase con fines distintos a la elaboración de medicamentos, básicamente antibióticos y productos contra la malaria. Pero la popularidad de Clinton, en pleno affaire Monica Lewinsky, se encontraba por los suelos y cayendo. El embajador alemán en Sudán afirmó que la destrucción de la única fábrica de fármacos del país acarreó la muerte a decenas de miles de sudaneses en los meses siguientes. La mentira de Clinton para desviar la atención de la opinión pública de sus escándalos sexuales costó muchas vidas de inocentes. Una vez más, una conducta ejemplar.

Bush – y sus palmeros Blair y Aznar – nos aseguraron que era preciso ir a la guerra contra Irak porque Sadam Hussein poseía un terrible arsenal de armas de destrucción masiva que ponía en peligro la estabilidad de la región y tal vez la del mundo entero. Es un hecho hoy que nunca existieron las famosas armas y que, en cambio, las trágicas secuelas de tanta muerte y destrucción perduran. Los iraquíes están hoy peor que nunca y la inestabilidad en la región también. Y el gobierno americano con su presidente a la cabeza mintió. Mintió, como casi siempre, para matar impunemente. Como hicieron antes que él Jefferson, Polk, Lincoln, McKinley, Wilson, Roosevelt, Johnson o Clinton. (Y, queda pendiente de aclarar qué ocurrió de verdad el 11-S, porque la versión oficial presenta bastantes puntos oscuros). Pocos países tienen entre sus presidentes una lista tan larga de conspicuos mentirosos y asesinos de masas.

¿De verdad es posible defender la rectitud moral de la política norteamericana sin hacer el ridículo?

4 comentarios:

  1. No conocía esa frase de César Vidal, pero al leerla me ha acordado rápidamente de los bulos contados acerca de la explosión del Maine en Cuba y de las armas de destrucción masiva de Irak (sin olvidarme tampoco de lo que decían de las armas nucleares de Alemania durante la II Guerra Mundial, siendo el Imperio Yankee quien terminara utilizando unas armas de destrucción masiva en fase experimental contra población civil).
    Y ahora tenemos lo de Irán... ¿otro capítulo más que añadir a la lista?

    ResponderEliminar
  2. Jorge, creo que postearé esto tuyo, si no tienes inconveniente.

    Saludos

    ResponderEliminar
  3. Ningún inconveniente, Ocón. Un saludo.

    ResponderEliminar
  4. El autor conoce sobradamente mi opinión sobre César Vidal y sus escritos. Las aportaciones que se hacen en este artículo valen mucho más que cualquiera de los publicados por el "impresionante" historiador (y eso que no se ha comentado aquí el ataque a Pearl Harbor, sobre lo que también se podría decir algo). Sirva este comentario para manifestar públicamente mi acuerdo con el autor.

    ResponderEliminar