Me acabo de encontrar con una noticia en "El Mundo" en su versión digital. Se titula "Hacia el mundo feliz de los robots" y entre otras cosas, dice.
"Muy pronto habrá máquinas capaces de llevar a cabo tareas que hoy por hoy sólo están al alcance de los seres humanos."
La lectura de esta noticia me llevó a desempolvar un viejo libro muy subrayado, que leí hace catorce años y que me había hecho reflexionar sobre cosas que antes nunca había pensado. Siempre tuve la intención de escribir algo al respecto, pero nunca encontraba la ocasión. La noticia cuyo enlace abre este artículo, fue el detonante.
Se trata de un ensayo titulado “El Progreso Decadente. Repaso al siglo XX”.
"Muy pronto habrá máquinas capaces de llevar a cabo tareas que hoy por hoy sólo están al alcance de los seres humanos."
La lectura de esta noticia me llevó a desempolvar un viejo libro muy subrayado, que leí hace catorce años y que me había hecho reflexionar sobre cosas que antes nunca había pensado. Siempre tuve la intención de escribir algo al respecto, pero nunca encontraba la ocasión. La noticia cuyo enlace abre este artículo, fue el detonante.
Se trata de un ensayo titulado “El Progreso Decadente. Repaso al siglo XX”.
Este ensayo
publicado en el año 2000, ganó el Premio Espasa de Ensayo de ese año. El autor
es Luis Racionero, un personaje por el que, ideológicamente, no siento ningún
aprecio.
Me llamó la atención según lo leía, el optimismo
racionalista que irradiaba el libro que tenía entre mis manos.
“La revolución cultural de los sesenta fue resultado de las
contradicciones culturales del capitalismo: la ética laboralista puritana de la
producción se contradice con la estética hedonista despilfarradora del consumo;
por un lado hay que ser austeros cuando trabajadores y, por el otro,
voluptuosos como consumidores. El capitalismo nace de los hábitos laborales
puritanos y calvinistas del protestantismo austero, pero luego se convierte en
sociedades de consumo que necesita compradores hedonistas. Ganarás el pan con
el sudor de tu frente, pero los grandes almacenes tienen la planta baja llena
de desodorantes y perfumes. Esta contradicción socava el equilibrio de la
ahorrativa burguesía tradicional, a la que se incita a vivir a crédito.”
Más adelante, habla de la “civilización del ocio” y arranca con lo siguiente:
“¿A qué hemos venido, a trabajar o a pasarlo bien, a sufrir
o a ser felices?; ¿quién quiere mortificarse si puede disfrutar? Esa es la
contradicción cultural del capitalismo.”
Buena pregunta, porque, cuando el mundo progresa y todos
tenemos más puertas abiertas para disfrutar de nuestros ratos de ocio (libros
al alcance de todos, televisión y cine en pantallas enormes, música para oír en
casa como si estuviésemos en el auditorio, vehículos para desplazarnos y
visitar lugares que no conocíamos…), el propio progreso nos esclaviza
haciéndonos tener cada vez menos tiempo para disfrutar del ocio.
El ocio, palabra maldita… para algunos. Siempre he dicho que
lo que menos me importa de una persona es lo que hace cuando trabaja. Me interesa
sobremanera qué es lo que hace cuando está “ocioso”. Si es un eminente cirujano
que dedica su ocio a ver telebasura, solo querré tratar con él si algún día
necesito que me operen. Pero nunca perdería un segundo de mi ocio
compartiéndolo con él.
Luego, desde la tradición católica, no calvinista, el hombre
trabaja para vivir, pero, por supuesto no debe vivir para trabajar. El ocio
define al hombre. “En la mesa y en el juego se conoce al caballero”, dice un
viejo refrán. Y en el ocio.
La felicidad no consiste en trabajar, ni en trabajar para
mayor gloria de Dios, como afirman los calvinistas y su franquicia católica de
nombre irreverente. La felicidad consiste en trabajar porque es honesto, en
hacer el trabajo bien y en no dedicarle al trabajo ni un minuto más que le
puedas robar a tu ocio. Porque ese ocio es el que te deja libre el trabajo y de
él sacas tu tiempo para tu familia y para tus aficiones.
Racionero decía en su ensayo,
“Evitar el paro por medio del aumento de la producción es
una idea perfectamente coherente con la mentalidad del puritanismo nórdico,
pero por completo incoherente con la noción de medida y equilibrio que debe presidir
cualquier sociedad civilizada.”
Y seguía,
“El paro de los años ochenta es un problema estructural, es
decir, de largo plazo, y proviene de una contradicción interna del sistema
industrial: pretender, a la vez automatizar y mantener el empleo a cuarenta
horas semanales.
La solución estructural pasa por la comprensión del hecho
dialéctico de que es el propio éxito del sistema lo que provoca la crisis, que
el trabajo llevado a un nivel de intensidad excesivo se torna en su antítesis, el
ocio; como toda fuerza, beneficiosa en un momento, se vuelve perjudicial si se
continúa aplicando indefinidamente.”
Leyendo esto y prescindiendo de las bobadas hegelianas, sentía
que en lo básico, estaba de acuerdo con lo que Racionero exponía.
“La ética cristiana nos dice que el ser humano está en este
mundo para desarrollar sus capacidades mentales y espirituales; la constitución
democrática nos dice que la libertad personal es un fin en sí mismo. Entonces,
¿por qué ese empeño en no dejar a las máquinas lo que es de las máquinas y al
hombre el tiempo libre?”
La idea de Racionero, lógica, es que cuando las máquinas
cada vez más hacen el trabajo de los hombres, es el momento en el que éstos,
los creadores de las máquinas, puedan descansar, dejar que éstas hagan gran
parte del trabajo y el resto, se lo puedan repartir entre ellos disfrutando de
más tiempo de ocio. Misma riqueza, con un trabajo compartido. En jornadas de
seis horas o puede que incluso menos.
“El reparto del trabajo es una revolución cultural para la
sociedad puritano-calvinista que implantó el capitalismo y la Revolución
Industrial; es algo que va contra los valores de idolatría del trabajo que le
son consustanciales.”
“La solución americana al problema del paro es reducir el
Estado del Bienestar y el coste de contratar obreros poco cualificados.”
Catorce años después de este ensayo, tenemos más parados que
nunca y para remediarlo, nos dicen que hay que recortar el Estado del Bienestar
y que debemos dejar entrar a inmigrantes, es decir a “obreros poco cualificados.”
Cuando nos dicen que somos más “ricos” que nunca, cuando
tenemos más comodidades materiales que nunca, en cambio, carecemos cada vez más
de algo que los católicos del Sur de Europa siempre hemos apreciado: tiempo
para el bendito ocio. Tiempo para la familia, tiempo para la conversación,
tiempo para la buena mesa… tiempo.
Nos lo han robado, pero somos muy libres… dicen.
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