Tal y como anunciaban
todos los sondeos, Obama ha sido reelegido para su segundo mandato. Con motivo
de los resultados de las elecciones de 2004, escribí un artículo que analizaba la creciente
influencia de la inmigración hispana en la deriva electoral de los Estados
Unidos desde mediados del siglo XX. En ese artículo escrito hace ya ocho años,
comparaba la evolución de la población hispana en las últimas décadas del
pasado siglo poniéndola en relación con los cambios de tendencia de voto que se
observaban en el electorado americano. La conclusión a la que llegaba con este
análisis étnico del voto en los Estados Unidos, a pesar de estar escrito a las
pocas semanas del triunfo Bush sobre Kerry, era que al GOP (Grand Old Party o Partido
Republicano) cada vez le costaría más ganar elecciones. Estos días, tras la
victoria de Obama, podemos leer en todos los medios los análisis de las claves
de este resultado. Y todos coinciden en que el factor decisivo fue el voto
hispano (o latino, como dicen algunos). Así, hemos podido leer:
“El voto hispano resultó decisivo”. (El País).
“Sin el voto hispano, que le ha sido mayoritariamente
favorable -un 70% de los
'latinos' que han acudido a las urnas le ha apoyado-, estaría lamiendo
probablemente sus heridas y rumiando en el triste sino de haber sido un
presidente de un solo mandato.” (Inocencio Arias en El Mundo).
“Obama demuestra que el voto hispano ya es indispensable para llegar a
la Casa Blanca.” (El Confidencial).
“La intransigencia republicana sobre la inmigración irregular entrega
el voto latino a Obama.” (RTVE).
Efectivamente, todo el
mundo coincide en que cerca del 75 por ciento de los hispanos votó por Obama.
Como se daba por descontado que cerca del noventa por ciento de los negros
también lo haría, este apoyo casi unánime al candidato demócrata por la que en
breve será la segunda comunidad étnica de los Estados Unidos, inclina la
balanza a su favor sí o sí. Como señala acertadamente el titular de RTVE, las
proclamas que hizo Romney al inicio de la campaña a favor de un mayor control
de la inmigración, contribuyeron a empujar a casi todos los votantes hispanos a
los brazos de Obama. A comienzos de la campaña, Obama hizo una confidencia al director del Des Moines Register de Iowa:
“Si llego a ganar un segundo mandato, una de las razones principales es que el partido y el candidato republicano han alienado al grupo demográfico de más rápido crecimiento del país, la comunidad latina.”
Michael D. Shear, un destacado analista del New York Times, escribió:
"Los cambios demográficos en el electorado estadounidense han llegado a una velocidad sorprendente y han dejado a muchos republicanos preocupados por su futuro. La estrategia sureña de los republicanos, de apelar principalmente a los votantes blancos, parece haber topado con un muro demográfico.”
En mi artículo de 2004, después de la victoria republicana de Bush, escribí:
“Pero si analizamos el mapa de las últimas victorias demócratas, las de Clinton sobre Bush padre y sobre Dole, vemos que la principal diferencia entre estos mapas radica en que el electorado blanco del Sur ha abandonado definitivamente a los demócratas. Hasta la fecha, esto ha bastado para que los republicanos pudiesen alcanzar las dos últimas victorias con mayorías agónicas.
Sin embargo, el voto blanco es, demográficamente hablando, caballo perdedor y el voto hispano, por contra, con su altísima tasa de natalidad y la incesante entrada de nuevos inmigrantes, es una minoría emergente, una minoría que a corto plazo dará mayorías.”
Es de esto exactamente de lo que habla el columnista del New York Times. La “estrategia sureña” de los republicanos a la que se refiere, consiste en la inversión del voto blanco de los estados del sur, los que formaron la Confederación que fue a la guerra civil contra los yanquis del norte. Este trasvase de voto blanco facilitó las últimas victorias presidenciales del GOP, pero resultaba evidente para quien lo quisiera ver que se trataba de “pan para hoy y hambre para mañana”.
También escribí entonces:
“Si Kerry hubiese ganado en Texas o en Florida, hoy sería presidente. Y es que si Florida, con un gran número de ciudadanos de origen hispano, aún no ha caído del lado demócrata, se debe a que una gran parte de los hispanos de allí son cubanos ferozmente anticomunistas (y por tanto, conservadores). Sin embargo, la población inmigrante de Florida está creciendo con cientos de miles de hispanos no cubanos que votan demócrata. Probablemente los republicanos tampoco retendrán por mucho tiempo este estado con sus 27 votos presidenciales.”
Efectivamente, Romney ha perdido en Florida, que actualmente otorga 29 votos presidenciales, dos más que en 2004. Además, en las dos últimas elecciones de 2008 y 2012 los republicanos han perdido tres estados con fuerte presencia hispana que Bush aún pudo retener en 2004, Nuevo México, Colorado y Nevada. Y el día que pierdan Texas, que la perderán, se pueden olvidar de volver a ganar unas elecciones, a menos que cambien por completo su discurso.
En fin, dejo a continuación el artículo de 2004 íntegro, porque hoy tiene tanta, sino más, vigencia que cuando lo escribí.
La victoria de Bush en las
últimas elecciones norteamericanas ha sido analizada y comentada hasta la
saciedad por los analistas políticos que se asoman a las páginas y a las ondas
de nuestros medios de comunicación. Sin embargo, en general, se limitan a
comentar los resultados desde una perspectiva política del aquí y ahora. En
definitiva, creo que han abundado los análisis repetitivos sobre por qué ganó
uno y perdió otro atendiendo exclusivamente a las razones coyunturales. Sin
embargo, creo que la situación política está creando un enorme cisma en la
población norteamericana, diría que un abismo que a medio plazo puede llevar a
la nación a algo parecido a lo que ocurrió en 1861 cuando se escindió en dos e
hizo falta una guerra para volver a reunificarla.
He seguido atentamente estas
elecciones al igual que he hecho en otras anteriores. No me importaba tanto el
hecho de que ganara Kerry o de que ganara Bush. Sí en cambio me interesaba
comprobar los márgenes de votos entre los candidatos y el apoyo a cada uno de
ellos en los diferentes estados de la Unión. Porque la clave de lo que ocurrirá
en los Estados Unidos en el futuro no está en quién gana o pierde sino en cómo
se articulan los apoyos desde una perspectiva social y étnica, algo que, por un
papanatismo políticamente correcto, casi nadie se atreve ni tan siquiera a
plantear. Y para poder extraer conclusiones de este tipo es preciso analizar
los resultados electorales comparándolos con los de elecciones pasadas y
tratando de ver la evolución del electorado americano para poder proyectarla en
el futuro.
En los Estados Unidos, los dos
partidos mayoritarios son más que en ninguna otra parte maquinarias de poder
bastante desideologizadas. En muchas ocasiones un individuo con vocación
política se inscribe en un partido sólo porque cree que tiene más posibilidades
de ser nominado candidato en ese partido que en el otro. Además, cada partido
ha tenido siempre, según áreas, sectores a la izquierda o a la derecha que bien
podían militar en el otro. Por ejemplo, las élites blancas racistas y
conservadoras del Sur han estado votando sistemáticamente a los demócratas sólo
por el hecho de que el presidente que aplastó al Sur esclavista en la Guerra de
Secesión, Abraham Lincoln, era republicano. Los politólogos americanos siempre
han sido conscientes de que el ala sureña del Partido Demócrata estaba, en
general, más a la derecha que los republicanos de Nueva Inglaterra. Tampoco se
extraña nadie de que un individuo como Joseph Kennedy, el padre del presidente
John F. Kennedy, fuese técnicamente de extrema derecha y sin embargo hubiese
ocupado cargos importantísimos en la administración demócrata bajo el mandato
de Franklin D. Rooosevelt, el presidente más izquierdista que han tenido hasta
la fecha los Estados Unidos. La connivencia y simpatía del demócrata John F.
Kennedy con su “compatriota” irlandés y católico, el republicano y visceral
anticomunista Joseph R. McCarthy, era un secreto a voces en el senado norteamericano.
Sin embargo, las pautas de voto republicano y demócrata obedecían a ciertas
constantes que rápidamente van cambiando a poco que se eche un vistazo al mapa
electoral de Estados Unidos en las últimas décadas.
A finales del siglo XIX y
principios del XX Estados Unidos estaba recibiendo millones de inmigrantes
procedentes de Europa. Judíos que huían de las persecuciones zaristas,
católicos procedentes de Italia, Polonia e Irlanda y protestantes del norte de
Europa. Estos inmigrantes que, a excepción de los judíos, pasaban normalmente a
engrosar las filas de los obreros manuales que se instalaban en las zonas
industriales del norte, fueron en gran medida incorporándose al grupo de
votantes demócratas. Los republicanos contaban con el voto de los americanos
descendientes de los colonos y que en general, al llevar más tiempo allí,
ocupaban posiciones más altas en el escalafón social. También los americanos de
las vastas zonas rurales del interior, la América profunda, apoyaban a los
republicanos. Y después de la Guerra de Secesión, los blancos del Sur se
pasaron en masa a las filas demócratas. Este último hecho explica por qué,
durante décadas de gobierno del Partido Demócrata, teóricamente más progresista
que el republicano, como ocurrió durante el larguísimo mandato del presidente
Franklin D. Roosevelt, la administración no avanzó un milímetro en el tema de
la igualdad de derechos de los negros.
Sin embargo, a mediados de los
años sesenta, un nuevo fenómeno comenzó a revolucionar las tendencias de voto
de la población americana: la inmigración masiva de individuos de habla
española procedentes en su mayoría de México. Estos inmigrantes, a diferencia
de los europeos que habían llegado antes procedentes de países distantes miles
de kilómetros y separados por el océano, se establecieron en zonas próximas a
sus lugares de origen y crearon colonias de individuos que conservaron su
lengua y sus costumbres. No se integraron en la sociedad anglosajona ni se
mezclaron con ella. Mantuvieron y mantienen una tasa de natalidad altísima y
poco apoco están repoblando los territorios del Suroeste que Estados Unidos
había arrebatado a México en la guerra de agresión de 1848. Este fenómeno está
provocando que poco a poco, los estados del Suroeste se estén despoblando de
blancos anglosajones.
En las elecciones de 1961,
después de un doble mandato del republicano Eisenhower sufragado por una amplia
mayoría, los demócratas, realmente a la desesperada, decidieron enfrentar al
candidato republicano Richard Nixon al jovencísimo e inexperto John F. Kennedy.
El miedo había hecho presa en el partido demócrata, pues las estadísticas de
las mayorías de Eisenhower estaban detectando una alarmante fuga del voto
blanco hacia el partido republicano. Considerando que la abstención entre negros
e hispanos es altísima, perder el voto blanco equivalía a perder la Casa
Blanca. Kennedy ganó por un estrechísimo margen a Nixon, tan estrecho que
incluso hoy subsisten sospechas de que el todopoderoso padre de JFK amañó los
resultados en algún Estado clave. En cualquier caso, los demócratas sólo
recuperaron parcialmente el voto blanco cuando consiguieron que el
vicepresidente del asesinado JFK, Lyndon B. Johnson, demócrata sureño, ganase
las elecciones en 1963.
En pleno mandato demócrata, la
administración de Johnson aprobó la Ley de Inmigración de 1965. El resultado de
esta ley es la actual invasión pacífica pero inexorable y creciente de
mexicanos que cruzan cada año la frontera Sur de Estados Unidos. La Patrulla de
Fronteras norteamericana detuvo a un millón y medio de inmigrantes ilegales en
los años sesenta. Quince años después de aprobarse la ley demócrata sobre
inmigración, en la década de los 80, la Patrulla de Fronteras detuvo a 12
millones de ilegales y a trece en los años noventa.
Los demócratas están importando
un electorado fiel. Los republicanos se están quedando con el electorado
blanco. Hoy por hoy, con márgenes muy ajustados, aunque los blancos se
abstienen menos, los hispanos cada vez votan más... y como también son cada vez
más, al tiempo que los blancos anglosajones son cada vez menos, es fácil
pronosticar que al partido republicano le costará cada vez más ganar las
elecciones.
Para ello es preciso ganar en
alguno de los estados que cuentan con mayor número de votos presidenciales.
California otorga al ganador 55 compromisarios, el 20% del total de los votos
necesarios para ser presidente. Todos los estados de la costa Oeste, incluida
California, votaban republicano tradicionalmente. Hasta que la afluencia de
mexicanos desequilibró la balanza. Desde 1992, cuando Clinton derrotó a Bush
Sr., California, Oregón y Washington, no han dejado de votar demócrata. Junto a
California, hay otros cinco estados que otorgan una cantidad importante de
votos presidenciales: Texas (34), Nueva York (31), Florida (27), Illinois (21),
Pensilvania (21), Ohio (20), Michigan (17). Desde 1992 hasta la actualidad los
demócratas siempre han ganado en California, Nueva York, Illinois, Pensilvania
y Michigan. Esto supone un fijo de 145 votos presidenciales de los 270 necesarios
para llegar a la Casa Blanca. Mientras tanto, los republicanos, de los grandes
estados, sólo mantienen seguro Texas. Florida votó republicano por un
estrechísimo y controvertido margen en las dos últimas elecciones, pero no es
en ningún sentido un feudo republicano en la forma en la que Nueva York,
California o Illinois son feudos demócratas.
En el año 2005, según las
proyecciones demográficas, los blancos serán ya una minoría en Texas, algo que
no ocurría desde la época de El Álamo. Los demócratas cada vez acortan
distancias en Texas según los inmigrantes aumentan su número. No es
descabellado aventurar que para las presidenciales de 2008 o 2012 Texas haya
seguido los pasos de California y haya pasado de ser un feudo republicano a
convertirse en un sólido bastión demócrata... con los 34 votos presidenciales
que tiene asignados. Si Kerry hubiese ganado en Texas o en Florida, hoy sería
presidente. Y es que si Florida, con un gran número de ciudadanos de origen
hispano, aún no ha caído del lado demócrata, se debe, además de a las posibles
trampas que pueda hacer el actual gobernador y hermano del presidente, a que
una gran parte de los hispanos de allí son cubanos ferozmente anticomunistas.
Sin embargo, la población inmigrante de Florida está creciendo con cientos de
miles de hispanos no cubanos que votan demócrata. Probablemente los
republicanos tampoco retendrán por mucho tiempo este estado con sus 27 votos
presidenciales.
La victoria de Clinton en 1996
fue posible porque ganó en seis de los siete estados con mayor número de
inmigrantes (California, Nueva York, Florida, Illinois, Massachussets y Nueva
Jersey) lo que le reportó 161 de los 270 votos presidenciales.
En las elecciones de 2000 más del
60% de los blancos votaron a Bush y cerca del 70% de los hispanos votaron a
Gore. De los quince estados con mayoría de nacidos en el extranjero, Bush
perdió en diez. Pero además, entre los blancos, se está dando la circunstancia,
aparentemente paradójica, de que las élites blancas más acaudaladas y
cosmopolitas, profesionales liberales, “yuppies” del mundo de las finanzas,
periodistas y representantes del mundo de la cultura y las artes, se están
pasando con armas y bagajes a los demócratas al tiempo que los trabajadores
blancos más pobres, tradicionales y fieles votantes demócratas, votan ahora
cada vez más por los republicanos. Los votantes blancos con ingresos inferiores
a 15.000 dólares anuales, que apoyaban masivamente al Partido Demócrata,
repartieron su voto por mitades entre Bush y Gore. La razón es evidente, los
blancos menos favorecidos son los que más conviven con negros e hispanos, los
que comparten con ellos colegios e institutos, los que más sufren las altas
tasas de delincuencia que éstos provocan y son, en consecuencia, los más
reacios a que parte de sus impuestos se dedique a subvencionar a estas
minorías. A finales de Agosto tuvo lugar la Convención Republicana en Nueva
York para proclamar la candidatura del presidente Bush a la reelección. El
diario madrileño El Mundo informaba el 31 de Agosto de la preocupación de los
republicanos ante una encuesta en la que “sólo el 0’7% de los asiáticos, el 1%
de los negros y el 6% de los hispanos de Estados Unidos se calificaban a sí
mismos como republicanos”.
Demócratas y republicanos han
calcado el mapa electoral por estados de las pasadas elecciones entre Bush y
Gore.
Pero si analizamos el mapa de las
últimas victorias demócratas, las de Clinton sobre Bush padre y sobre Dole,
vemos que la principal diferencia entre estos mapas radica en que el electorado
blanco del Sur ha abandonado definitivamente a los demócratas. Hasta la fecha,
esto ha bastado para que los republicanos pudiesen alcanzar las dos últimas
victorias con mayorías agónicas.
Sin embargo, el voto blanco es,
demográficamente hablando, caballo perdedor y el voto hispano, por contra, con
su altísima tasa de natalidad y la incesante entrada de nuevos inmigrantes, es
una minoría emergente, una minoría que a corto plazo dará mayorías.
¿Qué ocurrirá en el futuro? Si
las cosas no cambiasen, a los republicanos les acabaría resultando imposible
ganar las elecciones. Se convertirían en la minoría representante de los
blancos anglosajones, algo así como el partido de los blancos sudafricanos,
permanentemente desbordado por las mayorías negras.
Sin embargo, es más probable que
esto no llegue a ocurrir exactamente así. El Partido Republicano cambiará su
discurso, ya lo está haciendo, para atraerse el voto hispano. Competirá de esta
forma con los demócratas en poner en práctica políticas de ayuda a los
inmigrantes que incluirán, subsidios de todo tipo, aumento de la discriminación
positiva, facilidades para la educación bilingüe, etc. Mientras tanto, nuevas
oleadas de inmigrantes acudirán atraídas por este panorama tan solidario y se
asentarán en las zonas en las que millones de compatriotas ya estarán
acomodados encontrándose un país rico en el que no tendrán que hacer el más
mínimo esfuerzo por modificar sus hábitos de vida, ni su lengua, ni su cultura,
a diferencia de lo que hacían los inmigrantes europeos de fínales del siglo XIX
y principios del XX. Millones de blancos norteamericanos emigrarán a su vez
hacia los estados del Medio Oeste, como ya lo han hecho centenares de miles de
californianos (sólo en la década de los 90, medio millón de blancos abandonó
Los Ángeles para siempre) y Estados Unidos sufrirá una brecha social y cultural
sin precedentes. Aparecerá un tercer partido que defenderá, desde posturas
rayanas en el racismo, el carácter blanco y culturalmente anglosajón del país y
que se opondrá a la entrada de nuevos inmigrantes, a la naturalización de los
ilegales y a la proliferación de la lengua española. La batalla entre los
defensores de un solo país y una sola lengua – la inglesa - , y los partidarios
del bilingüismo y el multiculturalismo se recrudecerá. Millones de blancos de
los estados más tradicionales, los del Sur y los del Medio Oeste, los del
rifle, la Biblia y la familia, desertarán del Partido Republicano para votar a
la nueva formación minoritaria, pero incómoda y de poder creciente. Mientras tanto,
la América mestiza y progresista seguirá creciendo en las dos costas y en el
Suroeste. Los medios de comunicación masivos defenderán la nueva América
cosmopolita y plural y propondrán que en todas las instituciones públicas
federales y estatales, incluida la Cámara de Representantes y el Senado, se
hable inglés y español. Ni los demócratas ni los republicanos, temerosos de
perder votos, se atreverán a oponerse a estas medidas y surgirán unos Estados
Unidos muy diferentes de los que fundaron y soñaron Washington, Madison y
Jefferson. Y los blancos conservadores, casi aislados en sus despoblados
estados agrícolas se convertirán en extraños en su propio país.
Tal vez acaben
viviendo en guetos, o en reservas, y puede que, paradójicamente, el destino les
depare el mismo final que el que sus abuelos habían planeado para los indios de
las llanuras.
Jorge Álvarez
1.XII.2004
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