“Si nuestras fuerzas terrestres no son capaces de combatir mejor de lo
que lo han hecho hasta ahora, mereceremos perder nuestro imperio”. (Mariscal Sir
Alan Brooke, Jefe del Estado Mayor Imperial Británico, 18 de Febrero de 1942).
Siempre he pensado que
los militares ingleses son como las focas, que en el agua son ágiles, elegantes
y muy eficaces a la hora de cobrar las presas, pero que en tierra, resultan
lentas, torpes e incluso grotescas. Los soldados ingleses nunca deberían bajar
de los barcos. Exceptuando los casos en los que ametrallaban a hindúes,
pastunes, zulúes o sudaneses, cada vez que bajan del barco hacen el ridículo. En
las guerras importantes, sin aliados, rara vez habrían ganado una batalla en
tierra contra un enemigo europeo (exceptuando a los italianos).
Los ingleses embarcados
tienen una vieja y reconocida fama de saqueadores, es decir, de piratas. Su
tradición de saqueo no se limitaba al cargamento de otros barcos. Los marinos
británicos intentaban, siempre que consideraban que las circunstancias se lo
podían permitir, efectuar incursiones de
rapiña en tierra. Conscientes de sus limitaciones al bajar de los barcos,
solían buscar puertos poco defendidos, o en caso de que contasen con defensas
sólidas, atacar con una superioridad abrumadora. Y, casi siempre, prestos a
salir corriendo con el botín si el enemigo enviaba refuerzos.
El marino británico
siempre fue básicamente un pirata, un saqueador con título nobiliario, pero, en
general, muy profesional y bastante eficaz.
Sin embargo, el infante
británico, comparte con el marino el afán de saqueo, pero a diferencia de éste,
rara vez es capaz de ganar una batalla en mínimas condiciones de igualdad
contra un enemigo que no utilice lanzas y flechas.
Los británicos, en
tierra, solo ganan guerras contra enemigos civilizados cuando forman parte de
alianzas con otras naciones civilizadas. Así consiguieron derrotar a Napoleón,
al Káiser y al Führer. Pero, luchando solos, perdieron la Guerra de los Cien
años contra Francia, perdieron también la de Independencia Americana contra un
puñado de milicianos aficionados y tampoco fueron capaces de derrotar a los
norteamericanos en la Guerra de 1814. En 1900 estuvieron a punto de perder la
guerra contra los Boers y solamente utilizando una brutalidad extrema contra
los civiles consiguieron doblegar finalmente a estos granjeros. Sin embargo,
ganen o pierdan, los infantes británicos se dedican, con tenacidad y
constancia, al saqueo y al pillaje, incluso de las poblaciones de sus aliados.
Durante la Segunda
Guerra Mundial, que los británicos libraron contra una de las máquinas
militares terrestres más eficaces de la Historia, estas constantes no solo se repiten,
sino que se hacen aún más evidentes. Aunque el cine y la televisión han
difundido hasta hoy lo contrario entre las masas de todo el orbe, el ejército
británico de tierra en la Segunda Guerra Mundial, en general, tuvo una
actuación patética. Luchó mal, sus tropas dieron muestras abundantes de falta
de valor, de ausencia de disciplina y de incapacidad operativa y los oficiales
resultaron aún peores que sus nada ejemplares soldados.
Muchos prestigiosos
historiadores anglosajones actuales están comenzando a reconocer la
inferioridad manifiesta de sus tropas respecto de las alemanas y a intentar
entender por qué los soldados y oficiales británicos (y también los
norteamericanos) solían salir manifiestamente malparados en cualquier
comparación con sus enemigos teutones y japoneses.
El hecho es ya
absolutamente reconocido, aunque se mantiene hábilmente circunscrito a los
círculos académicos y apenas trasciende fuera del reducido círculo de expertos
en Historia Militar. El gran público sigue reteniendo la imagen “hollywoodiense”
de unos soldados ingleses y americanos heroicos y tremendamente competentes.
Las razones que los
historiadores anglosajones suelen dar para explicar esta inquietante evidencia no
resultan en general demasiado satisfactorias y, en última instancia, muchos de
ellos, intentan justificar el pobre papel de sus tropas frente a las alemanas
con excusas torpes y dando la espalda a las evidencias más dolorosas.
En general, admiten,
unos más a regañadientes que otros, la superioridad aplastante del combatiente
alemán, pero casi todos concluyen, en un ejercicio de autocomplacencia
infantil, que la causa principal de esta desigualdad radica en el carácter más
humano del soldado anglosajón, que no es más que un civil de uniforme, un
pacífico ciudadano de una democracia que, contra su naturaleza pacífica se ve
obligado por las circunstancias a empuñar las armas. Por el contrario, el
soldado alemán, sería una especie de espartano, de miembro de una casta de
guerreros al servicio de un régimen dictatorial e inhumano.
Naturalmente, esto es
absurdo, pero ayuda a los historiadores anglosajones a dormir tranquilos
después de haber tenido que reconocer que el papel de sus soldados en el
transcurso de la guerra dejó muchísimo que desear.
El soldado alemán
deseaba, con las mismas ganas que el inglés o el americano, regresar a su casa
sano y salvo para abrazar a sus seres queridos y reincorporarse a su vida
civil. El soldado alemán no era un ser desprovisto de humanidad y no disfrutaba
en la guerra. El régimen nazi apenas llevaba seis años instalado en el poder
cuando estalló la contienda y de ninguna forma había inculcado a los ciudadanos
alemanes, o a la inmensa mayoría de ellos, un espíritu belicoso y guerrero.
Sí es cierto en cambio,
que durante toda la guerra, los soldados anglosajones lucharon con evidente
desgana. La historiografía más reciente también ha revelado, con asombro
indisimulado, que incluso en 1945, la mayoría de los soldados británicos y
norteamericanos no entendían por qué luchaban. Este sorprendente hecho, nunca
mostrado al gran público en los productos divulgativos para el consumo de
masas, ha quedado plasmado en numerosas encuestas que los servicios de
inteligencia aliados efectuaban periódicamente entre sus hombres y resulta aún
más sorprendente cuando se compara con los resultados de las encuestas que se
les hacían a los prisioneros alemanes y que revelaban, todavía después del
desembarco de Normandía, una fe mayoritaria en la victoria y una identificación
también mayoritaria con la causa de Alemania. Es un hecho que la mayoría de los
soldados anglosajones no comprendía, al menos con la claridad con la que lo
hacían sus líderes políticos, las razones por las que había que destruir
Alemania. Y, en consecuencia, estos hombres no mostraban una gran
predisposición para poner en peligro sus vidas por una causa que no acababan de
comprender y que, entre los pocos que la entendían, no despertaba particular
entusiasmo. Incluso en los más altos niveles del escalafón, era posible
encontrar militares británicos que mostraban un escaso interés por la guerra.
Después de sufrir las acometidas de las
fuerzas del Eje lideradas por Rommel en el Norte de África, el comandante en
jefe de las fuerzas británicas en Oriente Medio, Sir Archibald Wavell, afirmó: “Mi problema es que realmente no estoy
interesado en la guerra.” Y, como señala el aclamado historiador Max
Hastings, el Jefe del Estado Mayor Imperial, Sir Alan Brooke “odiaba la guerra tanto como Churchill
disfrutaba con ella.”
Pero, si el soldado
británico carecía de motivación en la guerra, esto no era más que una parte del
problema. La sociedad británica, con una tradición de enorme desigualdad en
educación, se nutría (y se nutre) en sus capas más bajas de una base de
individuos indisciplinados, alcohólicos y amorales que muestran una tendencia
irresistible hacia la violencia gratuita y una falta absoluta de respeto por el
resto de la humanidad. Este rufián (bien conocido fuera del Reino Unido gracias
al fútbol), típico de los suburbios industriales de Manchester, Liverpool,
Glasgow o Londres, enfundado en un uniforme y armado con un fusil, se convierte
inevitablemente en un soldado indisciplinado, incapaz de entender el espíritu
de la milicia y, en consecuencia, actúa más como un merodeador que como un auténtico
soldado. En el otro extremo están los oficiales, casi siempre miembros de la
alta sociedad británica. Individuos educados en elitistas colegios y
universidades, refinados hasta llegar en muchos casos a un insoportable
esnobismo. En combate, el muro de incomprensión y desprecio mutuo que se solía
dar entre la tropa y los oficiales no contribuía precisamente a mejorar el
rendimiento de las unidades de infantería británicas. Para mucha gente podría
resultar chocante que el ejército de una democracia tuviese estas connotaciones
y que, en cambio, en el ejército de la dictadura nazi, la relación entre
soldados y oficiales fuese infinitamente más sana e igualitaria.
Nos han quedado muchos
testimonios de militares alemanes y japoneses que revelan con asombro y
perplejidad cómo vivían los oficiales británicos hasta justo el momento de caer
prisioneros. En zonas de combates dantescos en los que los soldados combatían y
morían en condiciones durísimas, a los oficiales británicos capturados se les
intervenían raquetas de tenis, bolsas de palos de golf, cajas de champán
francés, puros habanos, trajes de etiqueta para fiestas sociales… En medio de
las selvas de Birmania en 1942 o en los puentes de Holanda en 1944. Oficiales
paracaidistas, supuestos líderes de tropas de asalto, que se lanzaban en
planeadores tras las líneas enemigas, cargaban con un esmoquin en su maleta.
Para muchos soldados,
sus oficiales no eran más que señoritos, niños de papá, parásitos sociales que
los lanzaban a la batalla mientras ellos se daban la gran vida. Y muchos
oficiales llamaban abiertamente rufianes a sus soldados y no tenían con ellos
mucha más empatía de la que podían tener con el enemigo, al que muchas veces,
respetaban más.
El teniente general
Noel Irwin, dijo en Marzo de 1943, en una rueda de prensa después de haber
fracasado su ofensiva contra los japoneses en Birmania: “En Japón la infantería es el cuerpo de élite, mientras que los
británicos arrojamos a la infantería a nuestros peores hombres.”
Realmente, no se
trataba de nada nuevo. Lord Wellington,
en 1813, durante las guerras napoleónicas, ya había dicho algo parecido: “Tenemos en servicio a la escoria de la
sociedad como soldados rasos.”
Como reconoce Richard
Holmes, citando la obra de un soldado escocés – Thomas Pococke – que relató sus
experiencias bélicas en el 71º regimiento de infantería ligera de Glasgow entre
1809 y 1815: “El gran defecto de nuestros
soldados era su desmesurado anhelo por las bebidas alcohólicas de cualquier
tipo.”
Veamos ejemplos concretos
que demuestran que estas pautas de comportamiento lamentable del ejército de
tierra británico no cambiaron durante la Segunda Guerra Mundial.
En 1939 el primer
ministro Chamberlain había prometido al gobierno de Polonia ayuda militar
británica si su patria era atacada por el Reich alemán. Los franceses hicieron
lo mismo horas después. Sin embargo, ni unos ni otros efectuaron el más mínimo
movimiento militar cuando Polonia sufrió la brutal embestida de la Wehrmacht
,ni mucho menos cuandounos días después fue invadida por el Ejército Rojo. Los
polacos, envalentonados por las promesas de auxilio de los dos imperios más
grandes del planeta, rechazaron entablar negociaciones con Alemania sobre el
asunto de Danzig. Y cuando la guerra estalló, fueron abandonados a su suerte
por sus presuntos aliados.
La primera ocasión en
la que tropas de tierra británicas se enfrentaron a tropas de tierra alemanas
tuvo lugar en Noruega en Abril de 1940. Los británicos habían comenzado antes
que los alemanes su plan de ocupación de Noruega, con la finalidad de cortar el
suministro de hierro procedente de Suecia, vital para la industria pesada
alemana. Los británicos fueron los primeros en violar la neutralidad de un país
durante la Segunda Guerra Mundial, cuando sembraron de minas las aguas
territoriales noruegas. Los planes para invadir el país escandinavo habían sido
propuestos por quien ocupaba a la sazón el cargo de Primer Lord del
Almirantazgo, Winston Churchill. Sin embargo, los alemanes, siempre más
diligentes, a pesar de haber comenzado a planificar su operación contra Noruega
más tarde, llegaron primero, por cuestión de horas.
Andrew Roberts, que es
uno de los más tenaces propagandistas aliados entre los propagandistas aliados
actuales, escribió: “(los aliados) sin
embargo, tenían planeado invadir la neutral Noruega para privar a Alemania de
la minas de Gällivare. Las tropas habían embarcado en Scapa Flow, la base de la
Royal Navy en las islas Orcadas, pero el ataque alemán se les adelantó en tan
solo 24 horas. (El capitán Basil Lidell Hart, historiador militar británico,
denominaría a la carrera por invadir Noruega una “foto finish”)”.
Las tropas
anglofrancesas apoyadas por unidades noruegas, rápidamente comenzaron a recibir
severas palizas por parte de los alemanes. Como señala Hastings. “En tierra, los alemanes desplegaron más
vigor y mejores tácticas que los Aliados aun en las ubicaciones en que se
hallaban en clara desventaja numérica.”
El coronel noruego
David Thue escribió un informe a su gobierno en el que describía de la
siguiente forma a los infantes británicos que pudo ver en acción: “… muchachos jovencísimo que parecen sacados
de los barrios bajos londinenses. Todos muestran un gran interés por las
mujeres de Romsdal, y por sus comercios y hogares, que no han dudado en
saquear… Pero corren como liebres en cuanto oyen a lo lejos el motor de un
avión.”
El propio Foreign
Office consignó lo siguiente en un informe redactado cuando la campaña noruega
tocaba a su fin: “Algunos soldados
británico ebrios se pelearon en cierta ocasión con un grupo de pescadores
noruegos con los que terminaron a tiros… se condujeron con una arrogancia más
propia de prusianos.”
Los británicos de las
altas esferas no se comportaban mejor que sus rufianes uniformados. Después de
haber sido duramente castigados por los alemanes, los británicos ya empezaron a
pensar en retirar sus tropas de Noruega a finales de Abril. Iban a abandonar a
los noruegos a su suerte como ya habían hecho con los polacos y como les harían
a los franceses en el transcurrir de apenas dos meses. Ni tan siquiera tuvieron
el valor o la decencia de comunicarles a las tropas noruegas que se iban a
volver a sus islas.
“Por vergonzoso que pueda resultar, lo cierto es que los jefes
militares británicos destinados en Noruega recibieron órdenes de no decir a los
invadidos que abandonaban el país.”
Cuando el comandante en
jefe del ejército noruego, Otto Ruge, se enteró de que los aliados los
abandonaban, no pudo menos que establecer ciertos paralelismos: “Conque Noruega va a tener que compartir la
suerte de Checoslovaquia y Polonia. Pero ¿por qué?”
El abandono, realmente
la traición, fue particularmente sangrante en muchos casos en los que unidades
británicas y noruegas combatían de forma conjunta en el mismo sector. Los
aliados habían desembarcado tropas en Namsos que fueron rápidamente apoyadas
por unidades noruegas. Cuando llegó la orden secreta de partir, los británicos,
a las órdenes del general Carton de Wiart, simplemente se retiraron sin
informar a los noruegos que, de repente, descubrieron que uno de sus flancos ya
no existía.
El general Claude
Auchinleck, que más tarde volvería a ser arrollado por los alemanes del Afrika
Korps en la frontera entre Libia y Egipto, y que por entonces mandaba las
fuerzas aliadas en Narvik, dejó para la posteridad: “Lo peor de todo es tener que mentir a todos para mantener el secreto.
La situación resulta en particular difícil con los noruegos, y uno no puede
evitar sentirse el ser más despreciable del mundo por fingir que vamos a seguir
luchando cuando estamos preparándolo todo para salir de aquí enseguida.”
Max Hastings resume
este luctuoso episodio de forma elocuente: “La
conducta del Reino Unido respecto de Noruega se caracterizó por la mala fe, o
lo que viene a ser casi idéntico, por una falta total de sinceridad… La vileza
moral y la ineptitud militar de la que se dio buena muestra en aquella campaña
dijeron mucho en contra de los políticos y comandantes del Reino Unido.”
La misma falta de
sinceridad que tuvieron con los polacos, a los que les habían prometido una
ayuda militar que sabían que no eran capaces de aportar, animándolos así a
arrojarse directamente en las fauces de la Wehrmacht. Y la misma que tendrían
en breve con los franceses, a los que abandonarían de la misma forma que a los
noruegos.
La incompetencia
británica en tierra en la campaña de Noruega la ejemplifica a la perfección la
batalla por Narvik. Una fuerza aliada de 20.000 hombres, que controlaba el mar,
no fue capaz de derrotar a 4.000 alemanes que se habían quedado aislados.
El 10 de Mayo de 1940
los alemanes atacan a las tropas del imperio británico y del imperio francés en
el Oeste de Europa. Repitiendo la jugada de 1914, los británicos habían
desembarcado un cuerpo expedicionario, el BEF (por sus siglas en inglés) que
ocuparía el flanco izquierdo del despliegue francés, es decir, el sector
situado entre Bélgica y el mar. Los británicos, siempre tenían la vista puesta
en la costa. La Wehrmacht vuelve a vapulear a las fuerzas anglofrancesas, aun
con mayor contundencia que en Noruega. El BEF y el 1er Ejército francés,
desplegados en Bélgica, son víctimas de una fantástica maniobra envolvente y,
aislados del resto de las fuerzas francesas, se encuentran rodeados de alemanes
y con el mar a su espalda. La única ruta de escape, el puerto de Dunquerque.
Ahora, a los franceses les iba a tocar jugar el papel de los noruegos. Los
británicos empezaron a abandonar las líneas defensivas para acercarse al mar,
donde los esperaban sus barcos y sin decirle a sus aliados que se largaban. Lo cuenta Antony Beevor: “(En Boulogne) el comandante francés que había recibido la orden de
luchar hasta que no quedara ni un solo soldado en pie, montó en cólera. Acusó a
los británicos de deserción, lo cual no hizo más que envenenar las relaciones
entre los aliados.” Y Max Hastings lo corrobora: “Lord Gort (el comandante del BEF) aseguró al almirante Jean-Marie
Abrial, responsable del perímetro de Dunquerque, que pondría tres divisiones a
cubrir el repliegue francés. Sin embargo, después de que él partiese al Reino
Unido, su sucesor Harold Alexander, no tuvo a bien cumplir la promesa. “Su
decisión – repuso Abrial – es una deshonra para su patria.” Según relata
Beevor, “Pero los comandantes franceses
en Flandes montaron en cólera cuando descubrieron los planes de evacuación de
los británicos”. “El almirante Abrial
amenazó incluso con cerrar el puerto de Dunkerque a las tropas británicas.”
“Weygand (el comandante en jefe del ejército francés) habló más tarde
de la propensión de los británicos a traicionar a sus aliados, lo que reflejaba
el hondo convencimiento de que los del Reino Unido luchaban siempre con un ojo
puesto en la ruta de escape que los llevaría a los puertos del Canal de La
Mancha.”
Los jefes, como vemos,
no brillaban a una gran altura. Pero, sus hombres, tampoco resultaban mejores. En
la retirada desde Dunquerque, la soldadesca británica, saqueó la ciudad antes
de huir. En los muelles, muchos británicos ebrios, empujaban y tiraban al mar a
los pocos franceses que habían conseguido llegar hasta allí. Andrew Roberts,
uno de los historiadores británicos
actuales menos autocrítico: “Se
produjeron algunas escenas de pánico y borracheras –“vi a muchachos entrar en
el agua a la carrera, aullando, porque mentalmente aquello era demasiado para
ellos”- mencionaría el sargento Leonard Howard.” Y Antony Beevor: “… fueron tropas británicas las que
asaltaron una nave destinada a los franceses, mientras que los franceses que
intentaban subir a un barco británico eran empujados al mar.”
Cuando los franceses
fueron conscientes de la gravedad de la situación, algo que ya era evidente el
14 de Mayo, el primer ministro Paul Reynaud imploró a sus aliados británicos
que enviasen a Francia otros diez escuadrones de la RAF. Churchill, después de
hablar con el Jefe del Estado Mayor del Aire, Sir Hugh Dowding, que amenazó con
dimitir si le obligaban a enviar un solo “Hurricane” más en apoyo de las tropas
francesas, llegó a la conclusión de que sería mejor no arriesgar esos aviones
en combates sobre el continente. Si Francia caía, mejor retener los aparatos para
defender las Islas. Como es lógico, esta decisión no sentó precisamente muy
bien a sus aliados. Los franceses comenzaban a comprender a todos aquellos que,
como los polacos o los noruegos, después de las promesas de auxilio de los
ingleses, habían padecido la embestida nazi para ser inmediatamente abandonados
a su suerte.
Cuando Francia cayó,
pese a las frases grandilocuentes de Churchill,
absolutamente nadie en Gran Bretaña (ni fuera de ella) pensaba que el
ejército de tierra británico podía tener la más mínima posibilidad de éxito si
los alemanes llegaban a poner un pie en Inglaterra. Como apunta Hastings con
sinceridad: “El ejército de tierra
británico nunca podía aspirar a enfrentarse solo en el campo de batalla a la
Wehrmacht, y la conciencia de este hecho dominó la estrategia de Inglaterra.”
La abrumadora
superioridad naval, en cambio, salvó los británicos una vez más, de ser
invadidos y derrotados de forma concluyente, tal y como habrían hecho los
Tercios españoles si hubiesen conseguido poner los pies en Inglaterra.
Mientras Churchill
arengaba a su pueblo con tremendos discursos apocalípticos y les prometía la
victoria, la realidad que la opinión pública palpaba era que el Reino Unido
estaba solo, que su ejército de tierra había sido expulsado de Flandes de forma
ignominiosa y que permanecía acorralado en sus islas, incapaz de volver a
desafiar a los alemanes en ningún escenario terrestre. El veterano primer
ministro necesitaba ofrecer algo de acción, no solo a su pueblo, sino al
presidente Roosevelt, del que esperaba la salvación. Curchill era consciente de
que el presidente norteamericano, belicista compulsivo, necesitaba tiempo para
movilizar a la opinión pública de su país, tremendamente aislacionista, a favor
del intervencionismo. Y que para eso, Gran Bretaña debía hacer ver al pueblo
americano con hechos, no con discursos grandilocuentes, su voluntad de luchar.
El problema para los británicos era que no querían correr el riesgo de volver a
ser inmisericordemente vapuleados por los alemanes. Pero tuvieron suerte.
Mussolini acudió en su auxilio. En Septiembre 1940, un contingente de 200.000
italianos procedentes de Libia penetró 80 kilómetros en Egipto, defendido por apenas 50.000 hombres de la Commonwealth. El
contrataque británico, efectuado por el general O´Connor en Diciembre, la
Operación Compass, supuso un durísimo descalabro para las tropas de Graziani.
Dos meses después, las tropas de la Commonwealth habían avanzado 800 kilómetros
dentro de Libia y de los 200.000 italianos que habían comenzado la ofensiva,
130.000 se habían rendido, dejando en manos británicas cantidades ingentes de
material de guerra. La prensa en Gran Bretaña, ávida de buenas noticias que
endosar a la población, no dejaba de hablar de sus fantásticos soldados en
África, de su valor, de su pericia, de su agresividad.
Pero en Febrero de 1941
comenzaron a llegar a Libia soldados alemanes al mando de un tal Rommel. La alegría iba a durar poco.
Don Jorge, echamos de menos sus brillantes articulos.
ResponderEliminarBueno, a despecho tuyo, los ingleses son famosos por perder batallas pero ganar guerras, si no ve las Malvinas...
ResponderEliminarGrandísimo artículo. Si algo abunda en la historia son las falacias, sobre todo las resultantes de un chovinismo made in england.
ResponderEliminarGrandísimo artículo. Si algo abunda en la historia son las falacias, sobre todo las resultantes de un chovinismo made in england.
ResponderEliminarMuchas gracias por su amable comentario. Me anima a seguir escribiendo, algo que cada vez me cuesta más.
ResponderEliminarLa verdad de lo más absurdo que leí en mi vida, hay que pensar para escribir, los soldados de la RAF, sus pilotos de caza, te parecieron cobardes sin moral alguna para defender su patria? te parecieron unos cobardes desganados los soldados de la royal navy que se enfrentaron al enemigo en atlántico, en el Mediterráneo, en el pacífico, en el índico y en el mar del norte a sus enemigos? te parece un cobarde Montgomery general al frente del octavo ejército británico que derrotó contundentemente a los alemanes e italianos en África, te pareció cobarde su ataque en Italia? porque sí, la principal fuerza en Italia no fue estadounidense sino británica. qué pavadas!
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