O por
qué la democracia ha laminado a los Secretarios Municipales
Un despacho de la agencia Europa
Press fechado el uno de Enero de este recién nacido 2013 hacía un resumen bastante
detallado de la corrupción política que asola España. Entresaco un dato:
“La mayoría de los casos de corrupción abiertos en España se despliegan
por sus más de 8.000 municipios en los que hay casi medio centenar de ex
alcaldes y una treintena de alcaldes en el poder que están siendo investigados
judicialmente.”
O, hace algo más de tiempo, era en el diario ABC, en el que,
entre otras cosas, podíamos leer en un largo artículo dedicado a la corrupción,
lo siguiente:
“Los ayuntamientos se financian a través de los convenios urbanísticos,
y esa es una vía de penetración perfecta para la corrupción. Si no se soluciona
la primera, con eso que algunos han llamado la segunda descentralización, no se
acabará con la segunda», señalan los expertos.
Al calor del desarrollo urbanístico surgen los protagonistas del
cohecho: de un lado, miembros del equipo de gobierno del ayuntamiento o la
comunidad de turno, que llevan mucho tiempo en sus cargos y han tejido una
tupida red de intereses alrededor; se sienten cómodos, impunes -el «caso
Gürtel», con los ayuntamientos y cargos implicados sería un buen ejemplo-; de
otro, empresarios que aspiran a repartirse el pastel, con abogados que
asesoran, sacan tajada y disponen además de relaciones privilegiadas en
despachos influyentes. El Ejido o Estepona son claros exponentes.”
Resulta evidente que, en gran
medida, el ámbito en el que más ha proliferado la corrupción es el municipal. La
lista es casi interminable: operación Pokemon (Santiago de Compostela),
operación Guateque (Madrid), operación Pretoria (Santa Coloma de Gramanet),
operación Malaya (Marbella), operación Gürtel (varios alcaldes y políticos
autonómicos de Mallorca, Valencia y Madrid) e infinidad de casos que afectan a
municipios más pequeños y que han tenido menor repercusión mediática.
¿Ha sido una casualidad que los
ayuntamientos se hayan convertido en el gran foco de la epidemia de corrupción?
Por supuesto que no. La casta política democrática que se instaló en el poder a
la muerte de Franco nunca ha dado puntadas sin hilo. Pero, en muchos casos, ha
conseguido que casi nadie se enterase de estas puntadas encarnadas en reformas
legislativas de tipo administrativo, publicadas en el BOE, pero sin repercusión
mediática alguna. Las modificaciones del estatuto de ciertos funcionarios
públicos, incluidas en textos legales farragosos y crípticos de derecho
administrativo, se colaban en nuestro ordenamiento jurídico con apariencia de
aburrida rutina burocrática, muy alejada de los grandes debates políticos que
daban titulares y abrían telediarios, como el divorcio, el aborto, la OTAN…
Una figura decisiva para el
control de la legalidad de la actuación de los ayuntamientos era el Servicio de
Inspección y Asesoramiento, que este organismo ejercía desde su creación en
1945, cuando se crea el Servicio
Nacional de Inspección y Asesoramiento de las Corporaciones Locales (Ley de
Bases de Régimen Local de 17 de Julio de 1.945), y que, al poco de
llegar la democracia fue desprovisto de su principal función, la fiscalizadora
de las actuaciones de los ayuntamientos, por el Real Decreto de 2856/1978, de 1
de diciembre, por el que se reestructuraba la Dirección General de la
Administración Local.
Conviene recordar que, aunque en
Junio de 1977 habían tenido lugar en España las primeras elecciones
democráticas legislativas, en el ámbito municipal las primeras elecciones no se
convocaron hasta Abril de 1979. Para llevar a cabo la democratización de los
ayuntamientos franquistas era preciso que el gobierno de la UCD crease el marco
legislativo apropiado. Los partidos políticos democráticos recién legalizados y
que habían quedado excluidos del gobierno en las elecciones generales del 77,
básicamente los de izquierdas, PSOE y PCE, acechaban como hienas el asalto al
poder municipal. Y el nuevo régimen de la Transición era consciente de que la
estabilidad de la “joven democracia” requería contentar a las izquierdas, tan
largamente alejadas del poder, y que de nada serviría convocar unas elecciones
municipales si los alcaldes socialistas y comunistas que podían ser elegidos en
ellas iban a tener tan poco poder como los alcaldes franquistas a los que iban
a sustituir, fiscalizados en su actuación por funcionarios públicos
dependientes de la Administración Central. Y, por supuesto, los alcaldes que
podían salir elegidos por la UCD tampoco querían ver limitada su capacidad de
acción. Ésta, y no otra, es la razón de la primera reforma legal destinada a
convertir a los alcaldes en caciques con barra libre. No en vano, el Real
Decreto de 2856/1978, de 1 de diciembre, comenzaba exponiendo:
“El artículo segundo de la ley cuarenta y siete /mil novecientos
setenta y ocho, de siete de octubre, faculta al Gobierno para que, a propuesta
del Ministro del Interior y respecto de los supuestos de competencia exclusiva
de éste, pueda dejar sin efecto, con carácter general, los procedimientos de
fiscalización, intervención y tutela que dicho departamento ejerce sobre las
corporaciones locales, cualquiera que sea el rango de la disposición que las hubiera
establecido con excepción de los que en la misma se detallan.
Al objeto de preparar el cumplimiento de lo anteriormente expuesto, se
estima pertinente dotar a la Dirección General de Administración Local de una
estructura funcionalmente más apta para el ejercicio de sus funciones a cuyo
efecto procede acometer la supresión del Servicio Nacional de Asesoramiento e
Inspección de las Corporaciones Locales, medida que es obligada consecuencia de
la próxima supresión de parte de las funciones inspectoras y fiscalizadoras que
hasta ahora tenía asignadas.”
En su lugar, desde 1978, se
implantó el servicio de Asistencia Técnica a Municipios (ATM), pero,
naturalmente, con carácter voluntario y no vinculante.
Esta reforma de 1978 no fue más
que el primer mazazo destinado a acabar con la estructura de control de la
legalidad de la actuación de los ayuntamientos mantenida y reforzada durante el
franquismo. Es más, un día antes de la muerte de Franco, la Ley 41/1975, de 19
de noviembre, de Bases del Estatuto de Régimen Local decía textualmente en su
base 44:
“Uno. Las Entidades Locales y sus miembros y funcionarios estarán
sujetos a responsabilidad. El texto articulado regulará dicha responsabilidad
en la forma establecida para la Administración del Estado, sus autoridades y
funcionarios y de acuerdo con las peculiaridades propias del régimen local.
Dos. Los Secretarios y los Interventores, en su caso, están obligados a
advertir a las Corporaciones de las manifiestas infracciones legales en que
puedan incurrir con sus actos y acuerdos.”
Sin embargo, la democracia
iba a legislar en la dirección opuesta, por razones obvias.
Francisco Sosa Wagner, jurista
administrativista y eurodiputado de UPyD, dejó escrito en Diciembre de 2007:
“Suprimidos esos controles, desactivado por supuesto el viejo Servicio
de Inspección y Asesoramiento, solo quedaba confiar en la labor de secretarios
e interventores. Pero el sistema fue adulterado paulatinamente por la
discrecionalidad implantada a partir de las “libres designaciones” y otras
corruptelas (finales de 1991, gobierno de González), amén del progresivo
vaciamiento de competencias de tales funcionarios, especialmente lacerante en
las “grandes poblaciones” (diciembre de 2003, gobierno de Aznar), proclives a
convertirse, a poco que nos esforcemos, en campo del más tradicional
caciquismo, en favor de los partidos políticos y de su bien tupida red de
intereses clientelares.”
Y es cierto, porque la
supervisión de la actuación de los ayuntamientos por funcionarios públicos del
Estado independientes de los alcaldes, como los Interventores, Tesoreros y
sobre todo los Secretarios municipales, se instauró en el siglo XIX como un
avance en la lucha contra el caciquismo y en defensa del imperio de la Ley. Y
no deja de resultar curioso que mientras la dictadura de Franco, además de
mantener este cuerpo de funcionarios y blindar cada vez más sus competencias y
su independencia, la democracia desde 1975 fuese haciendo exactamente lo
contrario, convirtiendo a los alcaldes democráticos en caciques. Lo cual da
bastante que pensar cuando los demócratas se llenan la boca hablando de Estado
de Derecho y de Separación de Poderes.
Efectivamente, las reformas
efectuadas por el PSOE en la época de Felipe de González con la Ley 31/1991, de
30 de diciembre y perfeccionadas por el PP en la época de Aznar con la Ley
57/2003[1], de 16 de diciembre, de
Medidas para la Modernización del Gobierno Local, coincidían en una doble línea
de actuación, debilitar el poder de los funcionarios del Estado en la
administración local y sustituirlos paulatinamente por personal de “libre
designación”, es decir, individuos elegidos “a dedo” por los alcaldes y, en
consecuencia, dependientes de ellos. Esta reforma se concreta en el Real
Decreto 834/2003, de 27 de junio, que en su artículo noveno modifica la
normativa reguladora de los sistemas de selección y provisión de los puestos de
trabajo reservados a funcionarios de la Administración local con Habilitación
de Carácter Nacional introduciendo los criterios para la convocatoria de plazas
de “libre designación”, que en la práctica no son más que adjudicaciones a “dedo”
por parte del alcalde de cargos fiscalizadores de su gestión a personas de su
partido y de su confianza.
El presidente del Consejo General
de Secretarios, Interventores y Tesoreros de la Administración Local, Eulalio
Ávila, dijo en unas declaraciones al diario El Mundo:
“El Estado se desentiende
de una escala de funcionarios que siempre hemos ejercido una función tan
importante como difícil, la de controlar la legalidad de los actos de las
corporaciones locales, lo que en materia de corrupción se hace especialmente
necesario.”
Por esta razón y no otra, los
políticos de la democracia, tanto los progresistas como los conservadores,
entendieron al poco tiempo de hacerse con el poder tras la muerte de Franco,
que esta escala de funcionarios era una especie de molesto “Pepito Grillo”, un obstáculo
que había que demoler. Y así se hizo.
La corrupción de nuestros
ayuntamientos democráticos no es consecuencia de la gestión de individuos sin
escrúpulos de éste o aquél partido, es consecuencia de un plan perfectamente
diseñado por los partidos políticos mayoritarios de la democracia. El plan para
el saqueo de España que han llevado a cabo sin parar desde 1977 hasta hoy. El
ámbito autonómico no es más que una ampliación geográfica de este plan. Y la
politización del Consejo general del Poder Judicial y de la Justicia en
general, es la garantía de que el saqueo se efectuará con total impunidad. La
democracia es así.
[1] Esta ley del gobierno de
Aznar, liquidaba de facto la función fiscalizadora a los Secretarios
Municipales en todas las grandes ciudades de España. En concreto, para “municipios con población superior a los
250.000 habitantes, las capitales de provincia de población superior a 175.000
habitantes, los municipios capitales de provincia, capitales autonómicas o sede
de instituciones autonómicas y los municipios cuya población supere los 75.000
habitantes, que presenten circunstancias económicas, sociales, históricas o
culturales especiales”.
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