La ciudadela de Quebec
Antes de dar por
finalizada su conversación con Morgenthau,
Roosevelt tranquilizó a su ansioso Secretario del Tesoro con una
misteriosa aseveración:
“No te preocupes por Churchill, el también va a ser duro.”[1]
¿Por qué estaba el
presidente tan seguro de que Churchill iba a aceptar el Plan Morgenthau?
Porque, a buen seguro, había hablado a sus espaldas con Lord Cherwell y habían
diseñado una estrategia para hacer pasar por el aro al viejo primer ministro.
El mismo día 13 por la
noche tuvo lugar una cena en el comedor de la Ciudadela a la que asistieron,
junto a los dos líderes anglosajones, Lord Cherwell y Morgenthau entre otros
asesores de menor protagonismo[2]. Según relató White más
adelante,
“La cuestión marítima (según lo previsto en el orden del día
oficial) debería haber sido el argumento
de discusión, pero no fue mencionada en toda la noche. […] La conversación se
orientó inmediatamente hacia el tema de Alemania.”
Nada más comenzar las
conversaciones Roosevelt comentó a Churchill, como de pasada, que había invitado a la conferencia a Morgenthau
para hablar sobre Alemania y que el Secretario del Tesoro tenía programada una
entrevista con Lord Cherwell al día siguiente para tratar este asunto. Churchill,
visiblemente molesto, al descubrir que se estaban debatiendo asuntos
trascendentes a sus espaldas, preguntó con tono escasamente diplomático:
“¿Por qué algunos miembros de mi gobierno han estado discutiendo acerca
del futuro de Alemania sin haber hablado antes conmigo?”
Y, con una mezcla de
resentimiento, ironía y resignación, añadió:
“¿Por qué no hablamos de Alemania ahora?”
Inmediatamente, a una
indicación de Roosevelt, Morgenthau comenzó a describir su plan, insistiendo en
las enormes ventajas que tendría para el sector siderúrgico británico el cierre
y desmantelamiento de todas las industrias alemanas del Ruhr. Al poco de
comenzar su preparada disertación Churchill le interrumpió bruscamente y
preguntó a Roosevelt con evidente desprecio:
“¿Es para discutir “esto” por lo que me has hecho venir hasta aquí.”
Inmediatamente se giró
hacia Morgenthau y con ira más bien poco contenida, le abroncó de forma
inmisericorde. Le dijo que su plan equivalía a encadenarle a él a un alemán
muerto, que no tenía ninguna intención de privar al pueblo alemán de una
existencia digna, que no podía condenar a una nación entera, que la bancarrota
de Alemania y la muerte por hambre de su población no favorecían los intereses
británicos y que, en definitiva, las medidas que estaba proponiendo eran
antinaturales, innecesarias y anticristianas. El propio Morgenthau describió
así este momento:
“Apenas había arrancado con mi disertación cuando los bajos murmullos y
las miradas funestas del Primer Ministro me indicaron que no era precisamente
el miembro más entusiasta del auditorio. Estaba desplomado en su silla, su
lengua mordaz, su flujo incesante, sus maneras despiadadas, nunca había
padecido una flagelación verbal como ésta en mi vida.
La reacción de
Churchill es harto significativa si, a diferencia de lo que han hecho hasta
ahora la mayoría de los historiadores, se analiza con detenimiento y en su
contexto. No era habitual en el veterano líder británico comportarse de esta
forma con los más altos representantes de sus aliados transatlánticos, a los
que su gobierno les debía ingentes cantidades de favores y sobre todo de dinero
y a quienes iba a rogar, en el curso de esa misma conferencia, que ampliasen a
una segunda fase el programa de “Préstamo y Arriendo”, ante la absoluta
bancarrota en la que se encontraba el Reino Unido. Resulta indudable y así se
desprende de los comentarios de todas las personas presentes en la cena, que
Churchill perdió los papeles. Y la pregunta obligada es ¿qué le hizo
comportarse así?
En primer lugar, una
sensación de estar haciendo el ridículo, al percibir que estaba asistiendo a
una especie de encerrona en la que todos se habían confabulado a sus espaldas
para actuar de una forma concreta, en un asunto delicado, con la intención de
hacerle tragar algo que todos sabían que no le gustaba. Si alguna virtud adornaba
a Churchill, ésta era su descomunal experiencia en amaños políticos que le aportaba
una tremenda intuición que hacía que fuese difícil intentar enredarle de forma
torticera en algún asunto. Cualquier persona con orgullo se hubiese sentido
ofendida en una situación similar. Sin embargo, su reacción, sin ninguna duda,
no habría sido tan vehemente de no haber tenido lugar durante una cena. A
menudo, por un absurdo respeto a su inmerecido prestigio, se ignora
deliberadamente, que Churchill era un alcohólico y que sus reacciones a las 11
de la mañana no eran las mismas que las que podía tener a las 11 de la noche, y
más aún después de una cena copiosa. Churchill ya había dado muestras públicas
de este comportamiento en otras ocasiones, siempre a última hora del día y
durante o después de suntuosas cenas regadas con profusión de vino y licores. El
14 de Agosto de 1942 Churchill se encontraba en el tercer día de su cumbre en
Moscú con Stalin, cumbre organizada a instancias de él mismo para estrechar las
relaciones con el nuevo aliado soviético. Esa noche, después de una cena en su
honor, Churchill regresó a su alojamiento en la embajada con una auténtica pataleta
por el trato displicente que había recibido en la cena a manos de su anfitrión.
Aseguró entre exabruptos y maldiciones que al día siguiente abandonaría Moscú y
que dejaría a los rusos pelear solos sus batallas. Su médico Charles Wilson y el
embajador Clark Kerr, pacientemente, le hicieron cambiar de opinión. El 29 de Noviembre de 1943, en el transcurso
de una cena durante la Conferencia de Teherán, el Primer Ministro respondió de forma
airada a unos comentarios que Stalin y Roosevelt profirieron con la intención
deliberada de sacarle de sus casillas riéndose de él. Se levantó iracundo y abandonó
el comedor. Al poco, después de ser convenientemente adulado, regresó. En Quebec
se comportó de la misma manera y a la mañana siguiente, más despejado, vería las
cosas de otra forma. Con menos orgullo y más “realismo”.
Al acabar la tensa reunión,
Morgenthau advirtió a Roosevelt de que su plan era ahora más conveniente que nunca
porque hasta su Departamento habían llegado noticias que indicaban que los rusos
comenzaban a ralentizar su plena cooperación con los aliados anglosajones por temor
a que éstos pudiesen firmar una paz suave con Alemania y utilizarla inmediatamente
como un contrapeso para minar la posición de Rusia. Por supuesto, la mejor forma
de acabar con cualquier desconfianza de los soviéticos hacia las intenciones de
sus aliados occidentales era la aprobación del durísimo plan del Tesoro. El presidente,
naturalmente, se mostró conforme. No parece nada descabellado que este tipo de argumentos,
ideales para asustar a Roosevelt y empujarle a seguir apoyando el Plan Morgenthau,
hubiesen salido de la cabeza del agente soviético Harry Dexter White.
Según el mismo Morgenthau
contó, dolido por la fenomenal y sorprendente bronca que le había soltado Churchill,
apenas pudo pegar ojo en su fastuosa suite situada en una de las torres del majestuoso
hotel Chateau Frontenac.
Al día
siguiente, 14 de Septiembre, en esa misma suite Morgenthau, escoltado por White,
recibía a Lord Cherwell. Comenzaba un nuevo acto del siniestro drama destinado
a dar vía libre al Plan Morgenthau.
[1] La principal fuente de
información de esta reunión entre Morgenthau y Roosevelt procede de un
memorándum redactado poco después, el 25 de Septiembre, por Harry Dexter White.
[2] Lord Moran, Lord Leathers y los
almirantes Leahy, McIntire y Land.
Te deseo una feliz Navidad y te mando un saludo madrileño
ResponderEliminarMuchas gracias. Lo mismo te deseo, unas felices Navidades y un buen año 2013.
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