A finales de octubre de
1940 los italianos, desde Albania, invadieron Grecia. Seis divisiones italianas
se lanzaron contra cuatro griegas, Los italianos contaban además con una
abrumadora superioridad en aviación, vehículos blindados y artillería. Pero,
una vez más, hicieron el ridículo. A finales de año los griegos, después de
expulsar a los italianos de Grecia, penetraron en Albania.
Mientras los italianos
eran vapuleados en Grecia por los griegos, en el Norte de África los
británicos, con unas fuerzas muy inferiores pasaron a la ofensiva, como ya
vimos y también vapulearon a los italianos.
Un teniente británico,
Tom Bird, que participó en la contraofensiva de Wavell contra los italianos
escribió: “¿Cabe imaginar a gente más
encantadora a la que uno pueda enfrentarse?”[1]
Las desgraciadas
aventuras italianas proporcionaban a los patéticos británicos magníficas
coartadas propagandísticas para tapar sus concluyentes derrotas frente a los
alemanes y, al mismo tiempo, obligaban a los alemanes a acudir, como bomberos,
en auxilio de sus tristes aliados, dispersando sus fuerzas en escenarios en los
que no tenían ningún interés.
La llegada de fuerzas
británicas a Grecia para contribuir a la derrota italiana supuso un terrible
contratiempo para Alemania. Una Grecia neutral hubiese sido de mucho más valor
para la estrategia nazi, pero la desastrosa invasión italiana permitió a los
británicos abrir un frente inesperado en el Sur de Europa, justo cuando Hitler
ya había centrado toda su atención en la ofensiva contra la URSS.
En cualquier caso, fue
el golpe de estado en Yugoslavia de finales de Marzo el detonante que hizo a
los alemanes intervenir en Los Balcanes y en Grecia en la primavera de 1941.
En Marzo había 56.000
soldados británicos y de la Commonwealth en territorio griego. De la misma
forma que habían hecho en Noruega, después de provocar la reacción alemana,
abandonaron a los griegos como habían abandonado a los noruegos y después a los
franceses, huyendo a la desbandada según las fuerzas alemanas avanzaban. El
mando británico evacuó a más 43.000 hombres de Grecia. De los 11.000 británicos
que no consiguieron huir de Grecia, solo 3.000 fueron muertos y heridos, los
restantes, más de 9.000, fueron hechos prisioneros. Como realmente no llegaron
a plantar batalla, en la huida se dejaron la práctica totalidad de sus
vehículos y armamento pesado. Desde los puertos del Sur de Grecia, en los que
abandonaban a su suerte a los griegos, embarcaron con destino a Creta. Una
anécdota que relata Antony Beevor en su pésimo libro sobre la batalla de Creta,
ilustra a la perfección, aunque sin pretenderlo, la catadura moral de los
soldados británicos. Se trata de un barco que huyó de Grecia con civiles y con
militares británicos, al mando del capitán Forrester:
“De día oyeron motores por el aire. Forrester ordenó a todos los
soldados que se ocultaran y pidió a las mujeres que se situaran a proa y
saludaran con la mano. Un Messerschmidt 110 se lanzó en picado sobre el palo
mayor, observó atentamente la cubierta del buque y se ladeó. Las mujeres
griegas no se acobardaron en ningún momento. Siguieron saludando con toda su
energía. El piloto volvió a bajar en picado sobre ellas, les devolvió el saludo
desde su cabina y prosiguió en busca de una nueva presa.”[2]
El 20 de Mayo de 1941 los
alemanes desencadenaron la Operación Merkur, la invasión de Creta. Las fuerzas
británicas y de la Commonwealth en Creta estaban al mando del incompetente
general británico-neozelandés Bernard Freyberg. Los alemanes lanzaron un ataque
paracaidista con el objetivo principal de capturar algún aeródromo de la isla y
asegurarlo. En la siguiente fase, los aviones de transporte Junkers JU-52 dejarían
en esas pistas a los refuerzos, unidades de montaña de la Wehrmacht. Más tarde,
llegarían por mar más tropas alemanas. Como cualquier ofensiva paracaidista,
esta operación se basaba en el factor sorpresa. Los defensores serían
sorprendidos por el asalto paracaidista que en las primeras horas conquistaría
alguno de sus objetivos y, para cuando los defensores quisieran reaccionar, los
refuerzos llegados por aire y mar, consolidarían las posiciones y pasarían a la
ofensiva, conquistando Creta y destruyendo a las fuerzas enemigas.
Freyberg, gracias a
“Ultra”, el servicio de decodificación de los mensajes alemanes que se
efectuaban en Bletchley Park, sabía a la perfección que los alemanes iban a
invadir Creta, sabía el día y hasta los horarios de las oleadas de ataque. Y,
además, contaba con más de 50.000 soldados y 25 carros de combate, además de
artillería y armamento pesado. Como reconoce Beevor:
“Pocos comandantes en la historia han contado con un servicio secreto
tan preciso en lo que se refiere a las intenciones del adversario, la
secuenciación de sus operaciones y sus objetivos.”[3]
Freyberg, a pesar de
todas las facilidades, tomó en todo momento las decisiones equivocadas. Y,
cuando enfrente, en lugar de a italianos tienes a alemanes, ten por seguro que
pagarás caros los errores.
En las primeras horas
el asalto paracaidista alemán se iba tornando en un absoluto desastre. Las
bajas eran estrepitosas. Para hacer las cosas aún más difíciles a los
asaltantes, los civiles griegos acuchillaban sin piedad a los paracaidistas
alemanes que yacían heridos. Pasadas 24 horas del asalto las fuerzas
paracaidistas alemanas habían sido aisladas, fuertemente castigadas y no habían
podido capturar ninguno de los tres aeródromos de la isla.
Sin embargo, la noche
del 20 de Mayo, una parte considerable de las fuerzas que defendían el
aeródromo de Maleme se retiraron al amparo de la oscuridad después de que el
teniente coronel al mando, L.W. Andrew, terriblemente asustado pidiese a su
superior inmediato unos refuerzos que no necesitaba en absoluto y que le fueron
lógicamente denegados. Los paracaidistas alemanes que tenían como objetivo el
aeródromo, habían sufrido durante el día enormes bajas y eran muy inferiores en
número y armamento. Los hombres de Andrew, incluyendo dos carros de combate
Matilda, dejaron el aeródromo indefenso durante unas horas, Los alemanes no
necesitaban mucho más tiempo. Por la tarde del día siguiente ya estaban
aterrizando en Maleme los efectivos de la 5ª División de Montaña de la Wehrmacht.
Las fuerzas defensoras británicas seguían siendo increíblemente superiores en
hombres y medios, pero ya habían perdido la batalla.
Una semana después del
asalto aerotransportado los británicos volvían a huir de Creta. Más de 50.000
hombres sólidamente desplegados en posiciones defensivas y repletos de
armamento pesado y carros de combate fueron derrotados por 17.000 asaltantes
que llegaron por aire primero y por mar después en base a un plan que los
comandantes británicos conocían a la perfección. En la semana larga de batalla
cayeron 7.000 alemanes. Los británicos, solo tuvieron en cambio 4.000 muertos.
Pero más de 17.000 de ellos se rindieron a unas fuerzas enemigas tremendamente
inferiores en número y medios, pero muy superiores en pericia, determinación y
valor. Y abandonaban, una vez más, a su suerte a los civiles cretenses que
habían atacado con saña a los paracaidistas alemanes heridos.
Winston Churchill se
había mostrado confiado de que por fin, sus soldados de tierra iban a derrotar
a los alemanes. Antony Beevor escribió:
“Churchill estaba exultante porque las interceptaciones Ultra habían
permitido conocer los pormenores de la invasión alemana con fuerzas
paracaidistas. No era habitual que en una guerra se conocieran los objetivos
principales y la hora exacta de un ataque enemigo. “Debe convertirse en una
gran oportunidad para acabar con la vida de las tropas paracaidistas”, diría en
un mensaje al general Wavell.”[4]
Sin embargo, ni tan
siquiera así, sus soldados y sus comandantes supieron estar a la altura. Como
bien recuerda Hastings:
“Churchill había prometido al pueblo británico y al mundo que Creta
sería defendida con toda firmeza. Su pérdida supuso un duro golpe para su
autoridad, e incluso más aún, para su fe en la capacidad de combate del
ejército británico.”[5]
Muy poco después de la
conquista de Creta, a finales de Junio, Alemania se lanzó a su gran desafío, la
invasión de la Unión Soviética. Durante el verano las únicas fuerzas terrestres
alemanas que combatían contra los británicos eran las integradas en las exiguas
fuerzas de Rommel en África, un par de divisiones acorazadas y una de
infantería.
Los británicos habían
capturado a los italianos el importante puerto de Tobruk en la Cirenaica.
Durante casi ocho meses la ciudad fue infructuosamente asediada por fuerzas
mayoritariamente italianas hasta que en diciembre una contraofensiva británica,
la Operación Crusader, consiguió liberar el sitio rechazando a las fuerzas del
Eje fuera de la Cirenaica. Parecía una victoria y Churchill se mostraba
eufórico. Pero en cuanto Rommel recibió refuerzos, fundamentalmente nuevos
carros de combate, en enero de 1942, lanzó un audaz contraataque para expulsar
a los británicos de Libia y penetrar en Egipto, con el canal de Suez como
anhelado objetivo.
Por esas fechas a los
británicos se les había abierto un nuevo frente que también amenazaba su
imperio colonial. Desde Diciembre de 1941 Japón se hallaba en guerra con las
potencias anglosajonas y había comenzado una espectacular campaña contra las
posesiones asiáticas de Gran Bretaña, Estados Unidos y Holanda.
Tan solo un día después
del ataque sobre Pearl Harbor una fuerza japonesa de 35.000 hombres a las
órdenes del general Tomoyuki Yamashita desembarcó en torno a Kota Bahru, en la
parte Norte de la península malaya. Su objetivo final era la conquista de la
isla de Singapur, una de las mayores joyas del imperio británico. Por su enorme
importancia estratégica solían referirse a ella como “el Gibraltar de Oriente”
y albergaba la mayor base militar del sudeste asiático. La isla era, además de
un rico enclave repleto de funcionarios y hombres de negocios británicos,
salpicado de elitistas campos de golf y lujosos hoteles solo para blancos, una
formidable fortaleza, pensada para frustrar cualquier invasión desde el mar.
Sin embargo el extremo norte de la isla, separado de la península malaya por el
estrecho de Johor, de un kilómetro y medio de anchura, no contaba con apenas
estructuras defensivas. Cualquier invasor que intentase atacar Singapur desde
el norte debería antes luchar contra las fuerzas británicas de Malasia y
atravesar un territorio selvático difícilmente apto para operaciones militares
de envergadura. La defensa natural de Singapur por el norte estaba en pues en
las selvas de Malasia.
Yamashita hizo
exactamente eso y avanzando desde el Norte de la península malaya, fue
empujando hacia Singapur a las mucho más numerosas fuerzas británicas y de la
Commonwealth. Los británicos y los australianos se retiraron gustosamente hacia
la seguridad de la isla de Singapur encomendando a las tropas indias formar
líneas y núcleos de resistencia que frenasen momentáneamente la avalancha
nipona.
Hacia finales de Enero
de 1942 el incompetente comandante en jefe británico, el general Arthur Ernest
Percival, después de volar el puente que unía Singapur con la península, se
había encerrado en la isla con la práctica totalidad de su ejército, a la
espera del asalto japonés. Singapur tiene una extensión muy parecida a la de la
isla de Menorca, unos 700 kilómetros cuadrados. Para defender este minúsculo
territorio Percival había atrincherado a 85.000 soldados, con apoyo aéreo y
abundante artillería. El equivalente a casi seis divisiones. Yamashita, al otro
lado del estrecho de Johor, se estaba preparando para el asalto. Disponía de
35.000 soldados, 50.000 menos que Percival, para efectuar un asalto anfibio a
una isla fortificada.
En esos momentos
Churchill envió el siguiente mensaje al general Archibald Wavell, comandante en
jefe de las fuerzas británicas en Oriente:
“A estas alturas, no cabe pensar en salvar a los soldados ni en evitar
sufrimientos a la población: hay que combatir hasta el fin cueste lo que cueste.
Los comandantes y los oficiales superiores deberían morir con sus hombres. Está
en juego el honor del imperio y el ejército británicos. Confío en que no dé
muestra alguna de debilidad ni de clemencia. Dado el empeño con el que están
luchando los soviéticos en su tierra y los estadounidenses en Luzón, es la
reputación de nuestro país y nuestra raza lo que está en entredicho.”
Sin embargo, a pesar de
tan draconiana soflama, cuando los asaltantes japoneses cruzaron el estrecho de
Johor el 8 de febrero, derrotaron sin apenas resistencia a los defensores
australianos y establecieron una cabeza de playa en la isla. Una semana
después, el 15 de febrero, Percival rendía la plaza de Singapur a Yamashita.
En la historia militar
existen muchos casos de ejércitos que han hecho el ridículo. Posiblemente haya
pocos comparables al de los británicos en Singapur. No suele ser frecuente que
los sitiados sean más que los sitiadores, pero menos aún que los sitiados
tripliquen el número de los sitiadores. La derrota de Singapur fue ignominiosa,
primero, porque la correlación de fuerzas era tremendamente favorable a los
británicos y, segundo, porque las tropas de Percival ni tan siquiera fueron
capaces de ofrecer una resistencia mínima a unas fuerzas muy inferiores.
De los 85.000
defensores de Singapur, 5.000 murieron en combate y 80.000 se rindieron al
enemigo el 15 de Febrero de 1942. Los británicos habían perdido en Singapur el
doble de soldados que en la invasión alemana de Francia de mayo de 1940.
Cuando los últimos
barcos zarpaban de Singapur llevándose consigo a civiles (blancos), turbas de
soldados borrachos abordaron las naves haciendo uso de sus armas.
Como reconoce Hastings,
hablando de las reacciones a esta derrota:
“En Noruega, en Francia, en Grecia, en Creta, en Libia y en aquellos
momentos en Malasia, los británicos habían ido sufriendo una derrota tras otra.
Alan Brooke escribiría en su diario. “Si nuestras fuerzas terrestres no son
capaces de combatir mejor de lo que lo han hecho hasta ahora, mereceremos
perder nuestro imperio.”[6]
Y el general John
Kennedy, director de operaciones militares del Ministerio de la Guerra,
escribió:
“Sin duda éramos, como nación, más débiles que cualquiera de nuestros
enemigos… a excepción de los italianos.”[7]
Después de Malasia y
Singapur los británicos fueron igualmente barridos de forma ignominiosa de
Birmania por unas fuerzas japonesas muy inferiores en número, pero muy
superiores en todo lo demás. La retirada final de Birmania hacia la India bajo
el acoso japonés fue otro episodio bastante poco honorable.
“Llegado el 30 de Abril, los hombres del general Slim se hallaban a
salvo en la ribera opuesta del Irawadi. A continuación, se retiraron hacia
poniente precedidos por una turba de desertores y saqueadores que trató con
predecible brutalidad a la población civil.
La pérdida del imperio británico del Sureste Asiático fue ignominiosa
para quienes gobernaban la región, tal como reconoció sin ambages Winston
Churchill”[8]
Si al final la India no
cayó en manos japonesas, ello no se debió en absoluto a la pericia ni al valor
de los británicos. El monzón llegó en el momento preciso, cuando las exiguas
fuerzas japonesas penetraban en la India.
“Si el General Invierno salvó a la Unión Soviética, el General Lluvia,
en forma de una lluvia horizontal empujada por el viento, salvó a la India
británica.”[9]
Poco después de los
descalabros en Extremo Oriente a manos de los japoneses, a finales de Mayo,
Rommel lanzó su ofensiva para expulsar a las fuerzas británicas de Libia y
penetrar en Egipto. Las tropas del Eje arrasaron a los británicos y los
empujaron, efectivamente, fuera de la Cirenaica en cinco días. Tobruk volvía a
quedar cercado, pero lo defendían 35.000 hombres bien pertrechados, con carros
de combate y artillería.
Churchill había
decidido viajar a Washington para reunirse con el presidente Roosevelt el 20 de
Junio. Poco antes de zarpar, temiendo lo peor, envió un mensaje al general
Auchinleck, comandante de las tropas en África, insistiéndole en la importancia
de retener Tobruk:
“Retirada sería fatal. Es una cuestión no sólo de blindados, sino de
fuerza de voluntad. Dios los bendiga a todos.”
El día 20 de Junio,
mientras cenaba con Roosevelt, le llegó un comunicado. Tobruk se había rendido
sin lucha. Más de 30.000 británicos habían sido capturados y con ellos, 2.000
vehículos intactos, 5.000 toneladas de provisiones y 1.400 toneladas de
combustible.
Una nueva y terrible
humillación, en el peor momento.
“El primer ministro se sentía aturdido y humillado. Parecía insoportable
que pudieran llegar semejantes noticias cuando estaba de visita, de hecho como
un pedigüeño, en Washington.”
William Hasset,
secretario del presidente Roosevelt, dejó esta reflexión en su diario:
“Estos ingleses son siempre muy agresivos excepto en el campo de
batalla, son tan respondones como los judíos, y siempre piden un poco más y
luego más todavía.”
Sin embargo, la
terrible noticia de la pérdida de Tobruk en medio de una apacible cena con
Roosevelt, acabó jugando a favor de Churchill. El presidente se sintió tan
impresionado por el estado de “shock” en que quedó sumido el primer ministro,
que se ofreció para brindarle con urgencia cualquier ayuda. Churchill consiguió
que los norteamericanos desarmasen a toda prisa a sus unidades blindadas recién
formadas y que saliesen de inmediato hacia Egipto 300 tanques Sherman y 100
cañones autopropulsados. Estas armas le darían a los torpes y timoratos
británicos la superioridad abrumadora que necesitaba para vencer a los
alemanes. Y así ocurrió unos meses después en la famosa batalla de El alamein.
[1] Max
Hastings, Se desataron todos los
infiernos, Crítica, 2011, p. 136.
[2] Antony
Beevor, La batalla de Creta, Memoria
Crítica, 2003, p. 65.
[3] Antony
Beevor, op. cit., p.102.
[4] Antony
Beevor, La segunda guerra mundial, Pasado
y Presente, 2002, p.239.
[5] Max
Hastings, La guerra de Churchill, Crítica
2010, p. 181.
[6] Max
Hastings, la guerra de Churchill, p.307.
(Sir Alan Francis Brooke era el Jefe del Estado Mayor Imperial británico y
estrechísimo colaborador de Churchill durante la guerra).
[7] Max
Hastings, Se desataron todos los
infiernos, Crítica, 2011, p. 251.
[8] Max
Hastings, Se desataron todos los
infiernos, Crítica, 2011, p. 259-263.
[9] Michael
Burleigh, Combate moral. Una historia de
la Segunda Guerra Mundial, Taurus, 2010, p.336.
[10] Max
Hastings, Se desataron todos los
infiernos, Crítica, 2011, p. 378.
No hay comentarios:
Publicar un comentario