sábado, 28 de enero de 2012

POLONIA TRAICIONADA. CÓMO CHURCHILL Y ROOSEVELT ENTREGARON POLONIA A STALIN (XVII Y ÚLTIMO). Jorge Álvarez

A modo de conclusión



Hacia el final de la guerra, poco después de la conferencia de Yalta y de las interpelaciones en relación a Polonia a las que tuvo que hacer frente en el parlamento, Churchill comenzó a sentirse atormentado. Le perseguía amenazante la sombra siniestra de Neville Chamberlain y a sus oídos llegaba el eco de una voz inquisitorial que se repetía como un disco rayado:

“A usted se le ha dado a elegir entre la guerra y el deshonor, usted eligió el deshonor y tendrá la guerra.”

¿Qué le podían decir a él, después de haber conseguido la guerra que anhelaba y no haber sabido evitar el deshonor?


Gran Bretaña se había lanzado a una guerra por Polonia. La guerra había finalizado y Polonia se encontraba en una situación muchísimo peor de la que tenía antes de estallar la contienda. Los soviéticos se habían anexionado el territorio según el pacto hecho con los nazis y habían sometido al resto a una brutal tiranía totalmente ajena a la voluntad del pueblo polaco.

El problema para Churchill consistía en que, aunque él era consciente de esta realidad incómoda, no podía revelársela a sus ciudadanos. Churchill era prisionero de la inmensas mentiras que, como ya vimos, había divulgado entre su pueblo. Se había pasado cuatro años, al igual que Roosevelt, difundiendo una imagen beatífica de Stalin y del régimen soviético, hablando de las virtudes del pueblo ruso y de la rectitud de su líder, exaltando su valor y la generosidad de su sacrificio. Ya tuvimos ocasión de ver cómo el propio Churchill azuzó a la prensa británica en contra del gobierno de Sikorski con ocasión de la aparición de las fosas de Katyn. De repente, no podía decirles a los británicos que esos galantes aliados de ayer se habían convertido en los villanos de hoy después de haberse merendado Polonia entera y media Europa sometiéndolas a una tiranía repugnante. El embajador del gobierno polaco de Londres  Jan Ciechanowski, ya en 1942, envió al presidente Sikorski un informe en el que advertía de que en varias oficinas y agencias del gobierno de Roosevelt se habían infiltrado “elementos prosoviéticos” y que “cualquier americano que intentase sacar a la luz este incómodo asunto era tachado de saboteador fascista o espía alemán.”

Es más, a finales de ese año el gobierno polaco tuvo que presentar una protesta formal ante el Departamento de Estado por los contenidos que emitía desde Washington la emisora de la Oficina de Información de Guerra (OWI). Según relata Mikolajczyk,

“Estas emisiones, que eran cuidadosamente seguidas por los polacos de Londres, perfectamente podrían haber salido de Moscú. El movimiento polaco clandestino en la Polonia ocupada por los nazis estaba ansioso por saber qué se decía en los Estados Unidos, país en el que tenía puestos de forma esperanzadora ojos y oídos. Pero resultaba decepcionante tener que escuchar desde los Estados Unidos propaganda prosoviética que copiaba las emisiones efectuadas desde Moscú.”[1]

Churchill no podía decir la verdad a sus compatriotas porque, en primer lugar, no le creerían y porque, en segundo lugar, eso equivaldría a reconocer públicamente que la guerra más sangrienta de la historia había sido un fiasco que para acabar con una amenaza totalitaria, había cebado a un monstruo aún peor.

Y, por si esto fuera poco, Gran Bretaña había acabado la guerra completamente arruinada y militarmente exhausta. Y, como enseguida se vería, absolutamente incapaz de retener su Imperio por mucho tiempo.

Entre el final de 1944 y el principio de 1945 Churchill pudo comprobar lo difícil que era explicar a los británicos que el comunismo, después de todo, no era tan bueno como se lo había pintado. En esas fechas, los alemanes se retiraron de Grecia y según lo iban haciendo, las bandas de partisanos comunistas fueron descendiendo de las montañas y haciéndose con el poder. Churchill, que había conseguido en la famosa entrevista de los porcentajes con Stalin retener Grecia en la esfera de influencia occidental, no estaba dispuesto a aceptar que los comunistas se saliesen con la suya. Durante el último siglo, la diplomacia británica había considerado asunto prioritario mantener a Rusia lo más alejada posible del Mediterráneo y del Canal de Suez. Grecia y Turquía eran los cerrojos. En Diciembre de 1944 las tropas británicas enviadas por Churchill a Atenas se vieron envueltas en una guerra abierta contra los partisanos comunistas. Los mismos partisanos a los que la propaganda británica llevaba tres años presentando ante la opinión pública como héroes de la resistencia contra los nazis. Los mismos partisanos a los que los británicos habían hecho llegar por aire y mar toneladas de armas y explosivos y asesores para enseñarles su manejo. De repente, los británicos se habían convertido en los enemigos de sus aliados de ayer y en blanco de las armas que ellos mismos les habían suministrado.

La prensa y la opinión pública británica y más aún la norteamericana no estaban preparadas para algo así. La indignación y las protestas en Gran Bretaña y en los Estados Unidos fueron clamorosas. Nadie quería que los soldados británicos disparasen contra los valerosos partisanos comunistas. Fue, en última instancia, este episodio, el causante de la derrota electoral de Churchill, en las elecciones celebradas en el verano de 1945, apenas dos meses después de la victoria sobre Alemania. Como bien señala Max Hastings,

“En 1945, la percepción que tenía Churchill de la Unión Soviética estaba a años luz de la que tenía su país. La mayoría de los británicos estaban mucho menos impresionados por los peligros que acechaban a Polonia que por la hazañas durante la guerra de sus camaradas rusos, a los que se había acostumbrado a mirar con entusiasmo.”[2]

Los valerosos pilotos polacos de la RAF que habían sido retratados por la prensa británica y americana como héroes durante la Batalla de Inglaterra en 1940, se encontraron en 1945 con la desagradable sorpresa de que la sociedad británica los rechazaba y no entendía por qué se obstinaban en permanecer en Gran Bretaña en lugar de regresar a su patria recién liberada por el valeroso y abnegado Ejército Rojo. Todos querían que se marchasen y nadie les daba trabajo.

Los valerosos polacos del exilio se habían convertido en una molesta presencia que delataba la hipócrita política de los Estados Unidos y Gran Bretaña durante la guerra, recordaba que la derrota de Hitler no había supuesto - como había dicho la propaganda aliada - la libertad para Europa e impedía a los dirigentes anglosajones disfrutar plenamente de la victoria sobre Alemania.[3] Prueba de ello es la actitud defensiva que poco tiempo después de la finalización de la guerra, cuando el carácter brutal y expansionista del comunismo se hizo evidente a través de la represión y las agresiones de la Unión Soviética y China, hubieron de adoptar muchos de los alegres defensores del apaciguamiento con Stalin, tanto en los Estados Unidos como en Gran Bretaña.

La inmensa mayoría de los historiadores de la Segunda Guerra Mundial, incluso hoy en día, suelen ignorar el incómodo asunto polaco en sus obras, mencionándolo de pasada y sin analizar en absoluto sus implicaciones. Algunos se atreven a denunciar de alguna forma el injusto trato que recibió Polonia de sus aliados y la hipócrita conducta de Roosevelt y Churchill hacia la nación por cuya libertad siempre se dijo que las democracias habían ido a la guerra. Sin embargo hay una última justificación fatalista que se usa con profusión entre los expertos para, después de todo, eximir a los dos líderes anglosajones de cualquier responsabilidad en el triste destino de Polonia. Se argumenta que ni Roosevelt ni Churchill, ni en Teherán primero ni en Yalta después, podrían haber impedido que Stalin se anexionase la mitad de Polonia y que impusiese la tiranía comunista al resto

La verdad es que los angloamericanos nunca hicieron ni tan siquiera un tímido intento para frenar las ansias expansionistas de Stalin. Si por lo menos lo hubiesen intentado ejerciendo algún tipo de presión, tal vez se podría aceptar el argumento fatalista. Pero no lo hicieron.

Polonia realmente pagó los platos rotos de la incompetencia militar de los anglosajones durante los cinco primeros años de la guerra. Entre 1939 y mediados de 1944 las fuerzas británicas y americanas prácticamente sólo encajaron derrotas, la mayoría de ellas humillantes. Sólo a partir de finales de 1942, después de tres años y medio de desastres continuos, los anglosajones comenzaron a conseguir victorias, muy costosas y poco brillantes frente a las fuerzas del Eje en África y hubieron de sufrir una constante frustración en Italia, donde el avance de sus fuerzas fue sistemáticamente detenido por unas fuerzas alemanas muy inferiores en número y armamento, pero muy superiores en combatividad, pericia e imaginación.

En la primavera de 1942, el momento en que Stalin comenzó a avisar a Churchill y a Eden de sus intenciones de no renunciar a las ganancias territoriales obtenidas en Polonia y los países bálticos en virtud del Pacto Ribbentrop-Molotov, conviene tener presente que las fuerzas británicas llevaban tres años siendo sistemáticamente derrotadas en todos sus enfrentamientos en tierra con la Wehrmacht. Los soldados del Reino Unido sólo habían conseguido alguna victoria en sus choques con los italianos. Pero los alemanes los habían derrotado y expulsado de Noruega y de Francia en 1940, de Grecia primero y de Creta después en 1941 y a comienzos de 1942 estaban siendo expulsados de Libia por las fuerzas de Rommel. Los norteamericanos, que se habían incorporado a la guerra oficialmente seis meses antes, ni tan siquiera habían llegado a entrar en combate con los alemanes. Para Roosevelt, Churchill y Eden, presentarse ante Stalin, cuando la Unión Soviética se enfrentaba al ochenta por ciento del ejército de Hitler, con tan pobre bagaje militar, resultaba frustrante. Y, debemos tener en cuenta, que hasta el desembarco de Normandía a mediados de 1944, la contribución anglosajona a la derrota de Alemania se basaba en los suministros que enviaba Estados Unidos, los bombardeos de zona - es decir terroristas - sobre Alemania y poco más. La torpe campaña aliada de Italia contribuía muy poco a aliviar la presión que soportaba la URSS. La única forma que encontraron las democracias anglosajonas de compensar a Stalin para evitar que abandonase la Gran Alianza mediante un armisticio por separado con Alemania, fue la de plegarse de forma bochornosa a todas sus exigencias, y Polonia era la principal de ellas. A buen seguro, si los anglosajones hubiesen sido mejores soldados, si sus líderes políticos y militares hubiesen sido capaces de luchar con más determinación e imaginación y si hubiesen asimilado que ganar una guerra contra un enemigo tan formidable como Alemania implicaba necesariamente tener que asumir la pérdida de soldados, tal vez entonces podrían haber negociado con Stalin en condiciones más honorables. Pero no fue así. Stalin puso los muertos, Roosevelt puso el dinero y el material, Churchill puso las frases grandilocuentes y los polacos pagaron con su territorio y su libertad.

En 1942 los anglosajones ya habían llegado a la conclusión de que no merecía la pena enfrentarse con los soviéticos por causa de Polonia. La masa de historiadores acomodaticios y perezosos, opina que esto es lógico, porque en esas fechas, la suerte de Polonia ya estaba echada, el Ejército Rojo se había convertido en una fuerza imparable, los soviéticos entrarían en Polonia y la única manera de impedirles actuar a su antojo habría podido provocar una nueva guerra. Pero estos mismos estudiosos prefieren no trazar ningún paralelismo con la situación de 1939, lo cual es, como poco, intelectualmente deshonesto. Entonces los ejércitos de Gran Bretaña y Francia tampoco podían evitar que Alemania (y/o la URSS) despedazase Polonia. Su capacidad militar para impedirlo era nula y sus dirigentes lo sabían. Sin embargo, decidieron ignorar este “detalle”, alentar a los polacos a no negociar con Alemania una rectificación fronteriza y afrontar el riesgo de que este “farol” pudiese desencadenar una nueva guerra mundial. Una guerra que esperaban ganar, después de sacrificar a Polonia, con tácticas meramente defensivas y repitiendo el asfixiante bloqueo naval sobre Alemania que tan buen resultado les había dado en la Gran Guerra y contando además con que los Estados Unidos se sumarían a esta estrategia en cuanto el belicoso Roosevelt pudiese anular las Leyes de Neutralidad y desarticular el poderoso lobby aislacionista.

¿Por qué los norteamericanos no utilizaron el Préstamo y Arriendo que los soviéticos, aunque nunca agradecieron, tanto necesitaban? Y si los angloamericanos sentían pavor a que la Unión Soviética firmase la paz por separado con Alemania ¿por qué nunca la amenazaron con firmar ellos una paz por separado con Japón que podía dejar al Imperio del Sol Naciente manos libres para atacar a la URSS por Oriente cuando todo su ejército estaba combatiendo a vida o muerte contra los nazis en Occidente? ¿Por qué, en última instancia en Potsdam, ni tan siquiera intentaron utilizar la bomba atómica como argumento disuasorio frente a los incumplimientos soviéticos de los acuerdos de Yalta? Las pocas veces en las que Churchill o Roosevelt respondieron a Stalin con un poco de firmeza, como ocurrió con ocasión de la insultante carta que el líder soviético les envió con motivo de las negociaciones para un alto el fuego en Italia entre anglosajones y alemanes, Stalin dio marcha atrás, consciente de que había tensado demasiado la cuerda.

¿Por qué, en definitiva, en 1939 las democracias no razonaron de la misma forma que en 1942? ¿Por qué negaron a Hitler mucho menos de lo que luego consintieron a Stalin? ¿Por qué el expansionismo nazi era considerado como una amenaza y el soviético, en cambio, no?

Cuando Mikolajczyk volaba hacia Varsovia para incorporarse al Gobierno Provisional, la visión de las ruinas de Europa le inspiró la siguiente reflexión,

“Pensé en la ira del mundo civilizado, cuando Hitler exigió un corredor hacia Danzig, y la comparé con la complacencia del mismo mundo cuando una nueva fuerza dictatorial, Rusia, ocupó, no ya Danzig o un corredor, sino la mitad de todo un país, y no como un agresor estridente sino como un aliado cuya incautación fue tolerada por otros aliados. ¿Me pregunté, cuál fue la diferencia esencial entre Hitler y Stalin? Y no pude encontrar ninguna.”



[1] Stanislaw Mikolajczyk, Op. Cit. p. 25.
[2] Max Hastings, Op. Cit, Crítica, 2011, p. 715.
[3] “Pero Churchill pasó los primeros días de la paz sumido en la más profunda tristeza por el destino de Polonia.”
Max Hastings, Op. Cit, Crítica, 2011, p. 709.

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